-I- Era día de pago y Bermúdez llevaba en el bolsillo de la camisa el mísero salario que don Contreras le pagaba por realizar una serie de actos que los dos detestaban. La única, o la primera vez, que Bermúdez tuvo conciencia de que el mundo seguiría así por los siglos de los siglos: él abajo y el hacendado arriba, comprendió la necesidad de ir contra semejante estado de cosas. Jodería al viejo tacaño, al miserable explotador. La última frase no era de él, Bermúdez no sabía decir frases así. Palabras como ésas no se cansaba de repetirlas Fernando Fuentes, su amigo Fuentes. Nadie podía explicar cómo un hombre tan sabihondo y listo no fuera rico. El día de su descubrimiento acudió a Fuentes y éste corroboró su sospecha. En el mundo las cosas estaban mal repartidas. Unos comían y otros no; unos iban descalzos y llenos de parásitos y a otros les sobraba el dinero a montones, dinero que por demás, la mayoría de las veces, no sudaban. ¿Cómo Bermúdez no se había dado cuenta antes? Y así durante casi dos angustiosas horas. Esa misma noche se arrepintió de haberle ido con la historia. Mientras en Cuba los de abajo siguieran haciéndole caso a los politiqueros, las cosas estarían como estaban, así, patas arriba. El modesto empleado había sido comunista, ahora era ortodoxo. La gente sabía o sospechaba que era una cosa o la otra. Por eso cada vez que el capitán Peralta tenía la inminencia de un suceso contrario al régimen de orden y progreso que representaba, o simplemente su mujer comenzaba a molestarlo con sus celos y caprichos, metía a Fernando Fuentes en el calabozo. El capitán pensaba que Fernando Fuentes era incapaz de ''tirarle un gollejo a un chino''. Por eso a los cuatro o cinco días dejaba que cualquier empleado judicial, lo sacara del vivax. Eso le permitía al capitán contar de nuevo con su prisionero predilecto cuando se avecinara otra crisis. Durante ese tiempo intentaba escribir personalmente sentenciosos informes dirigidos a la Ciudad Militar en La Habana. Con prosa entre descuidada e increíble trataba de poner al tanto a sus jefes del control que ejercía sobre la zona. Los informes, si lograba terminarlos, iban a parar a una gaveta. Y raras veces los enviaba a su lugar de destino. Otras ordenaba a Fernando Fuentes redactarlos; a él lo confundían sobremanera las infinitas siglas que reclamaban la atención que necesitaba conservar para la ejecución de otras operaciones. Tan abrumado salió Bermúdez de aquella entrevista que juró no volver a dirigirse a Fernando Fuentes con aquel tipo de inquietud. Sin embargo, al otro día al llegar a la hacienda volvió a sentir los mismos deseos ajusticiar a la ruin sanguijuela del hacendado. Joder, joder al propietario, ésa era la cuestión. Lo primero que hizo fue registrar los nidos y romper solapadamente unos cuantos huevos. El personal de la hacienda sabía cuánto y cómo el viejo Contreras amaba a sus gallinitas, madres de los más imponentes gallos de pelea de la provincia. Después realizó sus faenas de último y de mala gana y cada vez que podía cometía un pequeño y secreto sabotaje. Al cabo de un mes el hacendado se arruinaría. Al cabo de un mes el señor Contreras se compró un Chevrolet del año y mandó a su hija Lutgarda a estudiar a un colegio americano. Bermúdez desgastado de tanta acción subterránea, pero transido aún de una ciega pasión contra las cosas del viejo, decidió abandonar su estrategia. Una tarde Emiliano, el capataz, lo envió a la finca “Las Delicias” a buscar unos animales que don Contreras había comprado en La Habana. La mulita era una preciosidad. No más ver y palmearle las ancas a aquella belleza, a Bermúdez se le aguó la boca y algo indecible cruzó por su mente y fue directo a alojarse debajo de la portañuela. —Vaya a bañarla al río, de los terneros se encarga dispué. Bermúdez asintió sin darle frente al capataz por miedo a que reparara en su mal disimulada excitación. La mente de Bermúdez entrenada en odiar al hacendado enseguida ideó el más siniestro plan que jamás se le ocurriera. Ahora mismo la mulita sabría quién era él. Primero le daría una tanda de palos amarrada corto a un guayabo y vería luego lo que era menearse sabroso como Dios manda. El nuevo animal venía a ser como una prolongación ciega del cuerpo y el dinero de don Contreras. Maltratando la carne del animal, se vengaría del odioso explotador. Carne de mula carne de amo. Una sensación de placer lo embargaba. Subió rumbo al río y en vez de ir a la orilla a cumplir el encargo, torció hacia una cañada sólo frecuentada por él. El arroyo venía loma abajo y formaba una poceta transparente que en el centro tapaba a un hombre. La poceta estaba rodeada de matas de guayaba, paridas todo el año, y de no pocos arbustos de pomarrosa. La vegetación daba tal sensación de esparcimiento e intimidad que Bermúdez nunca pasaba más de tres días sin visitar “su charco”. A veces, en horario de almuerzo, subía a echarse desnudo sobre las lajas pulidas de la orilla. Allí, lejos del fango, del estiércol, de los cañaverales infinitos, escuchando la voz de piedra y agua entre raíces. Allí, sólo allí, sin dolerle la barriga, tendido al sol, Bermúdez pensaba que era un hombre joven y que también merecía una oportunidad. Lo primero que hizo fue, amarrarla a un guayabo. La mula se dejó llevar dócil, cosa que no esperaba Bermúdez. Atada junto al tronco, se apartó unos pasos para cortar un gajo y miró al animal. La mula estaba realmente sucia. Era, desde que lo conocía, la primera orden atinada que le daba Emiliano. Le miró a los ojos y la bestia parecía esperar con resignación la entrada de palos que le daría el hombre que la miraba. Bermúdez menos entusiasmado dio los toques definitivos a la porra que preparaba. Antes de acometer la faena, quiso darle largo al asunto. Bermúdez tenía ganas de cagar, le dolía el estómago. Fue derecho abajo de una mata y dejó su huella entre la hojarasca. La tierra recibió una cantidad considerable de áscaris lumbricoides y oxiuros por piezas y en huevos. Bermúdez no miró la mierda ni la removió con un palito como hacía la mayoría de las veces. Sabía que entre el excremento se revolvía uno de los síntomas más bochornosos de la deplorable condición en que vivía el hombre del campo. Se limpió con un puñado de hojas y fue a lavarse las manos. El estómago estaba mejor, no estaría mal comerse unas guayabas pintonas como las prefería. No había mordido aún uno de los perfumados frutos cuando el animal dio un respingo. Bermúdez olvidó por unos instantes qué hacía en la cañada con un palo en la mano. Claro, quién podía dudarlo, a la mula le gustaban las guayabas. Se paró frente al animal que no dejaba de moverse y le brindó una especialmente apetitosa. La mula lanzó una dentellada y Bermúdez retiró la mano para volver a acercársela. Tres veces ambos insistieron en la misma representación. Sí, pero no. No, pero sí. Bermúdez reía, nunca había visto nada igual. Estaban excitados. Debajo del abdomen Bermúdez sintió un leve hormigueo. Dejó que la mula comiera de sus manos. Mirándola bien otra vez corroboró su opinión anterior: la bestia no estaba nada mal, joven, bien plantada, buenísimas ancas. Acarició el lomo hasta el rabo y la mula movió complacida sus cuartos traseros. Palmeó duro el trasero a la altura del rabo y a ella pareció gustarle. Zafó el nudo y a ella pareció gustarle. La metió en el agua y, por la alharaca, pareció gustarle. Se quitó la ropa y se zambulló él también y a ella pareció gustarle. Se le puso detrás parado en una de las piedras del fondo y la mula hizo el rabo a un lado y se quedó quieta. Rosaura, a partir de ese día la llamó en secreto con nombre de mujer. Coño, qué era lo que estaba viendo. Rosaura se había volado la talanquera y le venía encima sin haberle chiflado. La cerca quedó detrás en un magnífico salto, limpio como de entrenado animal de sangre y clase, a pesar de ser éso: mitad burra mitad yegua, ni una cosa ni la otra. Bestia mestiza. La mula se acercaba y él sin moverse, cargando en su lomo ancho de guajiro curtido con el doble entuerto que le sacaba la rabia y le reafirmaba una vez más lo jodidos que son la vida y el mundo y el lugar que uno ocupa en “to'a esa mierda”. Se sentía más disminuido que de costumbre. Uno, por recibir el mismo jornal de la semana anterior, esta vez tampoco podía soñar siquiera con comprarse una medicina eficaz, americana, que no un pobre remedio para sus parásitos. La otra afrenta vino de labios del mismísimo Contreras. Gracias a los sarcasmos del viejo se enteró de que todo el mundo estaba al tanto de lo de ellos. —Oiga, lo que esa mulita tiene con usted, vaya... Eso había dicho el hacendado y los demás peones y Emiliano, el capataz, hicieron el coro de risitas e indirectas. El, que pensaba que la cosa transcurría en la más absoluta discreción. “A cualquiera le pasa”, fue lo menos hiriente que escuchó, lo dijo el capataz dando por descontado que nada más le ocurría a alguien como a Bermúdez. “Con tantas mujeres y tantas putas”, fue lo que más le dolió. El odio se le atravesó en la garganta, y sin apenas soportar la ira se contuvo sólo por haberlo dicho Neno, un viejito enjuto y desdentado, la huella más vetusta y sin gloria de la condición de servidumbre y depauperación que campeaba en tierras cubanas. Neno se salvaba por su edad, Contreras se salvaba por su dinero, y los demás se salvaban por igualmente “pisayeguas”. Bermúdez tragó en secó. El, que logró convertirse en héroe, al poseer de aquella manera los bienes del ricachón, era, pensaba, como si estuviera transgrediendo el mundo privado e intocable del viejo tacaño. Como si Rosaura en lugar de una bestia se tratara de una de las hijas del viejo, Rosita, Lutgarda o el encanto de Charito. Y al final nada, todos, hasta el dueño, lo sabían, y lo peor era que a nadie le importaba, excepto para sonreír entre faena y faena. Cosa de choteo, cubaneo. En vano Bermúdez intentó darle evasivas a Rosaura. Primero la golpeó en el cuello con brusquedad y luego sucumbió al hechizo de su insistente mirada. Hombre y bestia galoparon bajo palmas y mangales para al final terminar en la misma poceta de siempre. No más Bermúdez puso pie en tierra, una nueva desgracia volvió a revelarle con renovada crudeza su trágico sino. En la cabalgata había extraviado el dinero entregado por Emiliano por ejecutar determinada cantidad de esfuerzos agrícolas que a nadie le gustaba realizar. Sin pensarlo amarró a Rosaura como la primera vez, pero ahora fue directo al asunto. A la mula el mundo parecía venírsele encima. Mientras más relinchaba, rebuznaba o relimbuznaba o rebuzlinchaba, más varazos de guayabo recibía, y más gritaba el hombre descompuesto. Este no era el dulce montero que la trotaba por maniguas y guardarrayas para terminar haciéndole cosquilla donde a ella tanto le gustaba... Pero, qué hacía Charito en la poceta. La niñita de papá debía estar en la casa del pueblo o en La Habana. Nada de eso, la niña estaba casi desnuda en una de las piedras que se sumergían en el agua apacible y cristalina. No sólo estaba sentada tranquila haciendo suaves remolinos con la punta de los pies, sino que le hacía señas con su manita fina al trabajador de su padre. Mil veces lo había visto guataqueando con el torso desnudo a mitad del campo y mil veces había muerto por tener una oportunidad como ésta. Bermúdez se paró frente a la muchacha, quien comenzó sin ponerse de pie a desvestirlo de la cintura para abajo buscando desesperada el formidable báculo de jugosos placeres. Sin apenas soportar que Charito acariciara con su cromito de boca el grueso glande, Bermúdez penetró con certera puntería el virgen recinto lanzándola con fuerza sobre las lajas. ¡Así! ¡Así! Así le gustaba, así, duro. La sangre guardada largamente para él empapaba la superficie de la piedra, o bien fluía dentro del agua cuando era embestida y se balanceaba a horcajadas sobre la inmensa verga de su impetuoso amante, a la vez se daban el baño más dulce y purificador de sus vidas. Metidos en la poceta; acostados en la laja; Charito sostenida de un gajo enlazando con sus piernas la cintura del jornalero. Eso, eso era aferrada a un gajo y ahí mismo la venida más heroica y simultánea... El chorro brotó e hizo que Bermúdez se fuera hacia alante y se aferrara con uñas y dientes al lomo de Rosaura. La niña del hacendado en el cuerpo de la mula. Un instante después volvía a tener conciencia de este chiquero de mundo, del ridículo que había hecho, del dinero botado por esos montes, de la inutilidad de su guerra secreta contra el propietario. Odió como nunca antes a don Contreras. Le odió por su dinero que sobraba para frenar un tren. Lo odió por tener las mujeres que le daba la gana. Por tener que fornicarse una mula, imaginando que volaba alucinado entre las piernas de la hermosa Charito. Bermúdez furioso. Pero el cuerpo es sabio. Luego lo de siempre: los excrementos que sobran. El sonido blando contra las piedras. Terminó de limpiarse el culo lo mejor que pudo. Tampoco esta vez quiso mirar sus heces, sabía que estaban retorciéndose en el suelo como únicas convidadas a su orgía inconsolable. Al final por el camino de vuelta, a pie y descalzo, humillado y odiador, fue asaltado por otro terrible descubrimiento: envidiaba a don Contreras. Cuando llegó a casa, se metió en el excusado a terminar de limpiarse con un trozo de periódico. Bermúdez no sabía leer, nada le decían aquellos innumerables signos que parecían hormigas de distintos tamaños. Las fotos a veces le sugerían alguna idea, pero esta vez ni siquiera se fijó en la cara de un joven abogado detenido por intentar tomar un cuartel del Ejército. De haberlo hecho, Bermúdez se habría dado cuenta que el muchacho tenía algo entre manos. Esa noche o mañana iría a ver a Fernando Fuentes, no importaba la perorata: la cosa estaba mala. |