No había que darle muchas vueltas, las cosas pasaban y ya. Era así en aquella época. Además, las semanas siguientes anduve ocupado como nunca. No sólo tuve que aprender cada recoveco de la ruta y oírle decir a Sonny García, en todas las variantes posibles, que vender folletos en las guaguas era indigno para un intelectual. También se me impuso otra forma de nombrar. Y en ese trayecto, pescando en las caras de extrañeza que los pasajeros de las guaguas ponían a veces mientras les hablaba, aprendí que la papaya había cubierto la putería de su masa con el casto título de lechosa; la noble malanga ganaba punta y terminaba en yautía; la pimienta dulce, tan de mi gusto mosquita muerta, prefirió la vulgaridad de ser malagueta; la guitarrera naranja había tomado la contraseña exótica de china, tan falta de imaginación que ni siquiera llegaba al juguetón chinola; el boniato, dulce y buenagente hasta en sonido, ganó en batata arrogancia musical... y así, con la marcha de los días, fui cruzando un puente de palabras, acercándome a una mañana que por obligación debía parecerse a cualquier otra mañana. Eran las once más o menos, hacía un calor de apaga y vámonos, y yo esperaba frente a Plaza Central una guagua que sería la número dieciséis de la jornada y que, gracias al dios de los comerciantes nómadas, llegó sin gente de pie. Subí y me quedé en el último escalón, al lado del chofer. Era mejor que los pasajeros se acostumbraran a verme ahí, hablando con el chofer como si tal cosa, esperando en realidad que algo me diera un pie para soltar el discurso suavecito. Por ejemplo, un tipo joven y no muy bien vestido que fuera sentado mientras algunas mujeres viajaban de pie. Entonces arrancaba yo en el tono de quien cuenta un chisme, ¿Sabían ustedes que el ajo, bien suministrado, ayuda a la digestión y previene la arteriosclerosis? ¿No? De todo eso y más se enterarán en este folleto (aquí mostraba un ejemplar). La lectura de este folleto puede mejorar sus vidas (a estas alturas, ya me había puesto al lado del tipo). Miren, este joven es un caballero y probablemente no le ha cedido el asiento a las damas presentes porque padece de descalcificación en los huesos o se siente débil por hemoglobina baja o no tiene el tono muscular adecuado... todo eso puede resolverse sin ir a la farmacia, gastando nada más que unos chelitos, con el uso de productos naturales que todos tenemos en nuestras casas y que este folleto enseña a preparar por la módica suma de treinta pesos... a ver, ¿quién lo está pidiendo... usted, mi doña... allá atrás... usted caballero? El método fallaba pocas veces, y de paso me había dado fama entre los habituales de la ruta. Algunos me señalaban o comentaban bajito cuando subía a la guagua. Otros me hablaban como viejos conocidos y hasta ayudaban a proponer la mercancía. Yo les seguía el juego. Cuando sabía que estaban pendientes de lo que vendría, retardaba a propósito la función. Como hice la mañana aquella. En la Privada subió un tipo que también se quedó de pie, dos pasos más allá del chofer, aguantando el bamboleo sin sujetarse del tubo. A lo mejor fue el saco gris, lavado demasiadas veces pero impecablemente planchado, o algo prepotente en la actitud de aquel prieto con su barba larga, canosa y deshilachada, el caso es que no le podía quitar el ojo de encima. Algo en él me mantenía alerta, como a la espera del medio giro hacia el fondo de la guagua que el tipo dio, el dedo que levantó hacia el techo, la pregunta que yo hubiera podido decir a dúo, Hermanos, Cristo viene ya, ¿están ustedes listos para recibirlo? No hice coro; hice algo mejor. Agarré el segundo que él se dio en pausa dramática, y por ahí metí la voz, de carretilla, Verdad entre las verdades, y verdad también que debemos prepararnos por si Cristo demora algo más de lo previsto, cosa comprensible con los tapones de estos días. Es mejor estar saludables, en forma para aguantar el fin del mundo (ya tenía el folleto en la mano). Y para eso, aquí, a su disposición, está el mejor folleto del país sobre medicina natural. Me callé, disfrutando en la sorpresa y las sonrisas de algunos viajeros el reflejo de la cara con que el predicador dudaba si ofenderse o ignorarme, segurísimo de que trataría de continuar como si nada, Sólo los que vivan en Cristo serán salvados (subiendo el tono de momento). ¡Sólo los que abandonen las falsas promesas terrenales serán elegidos para el reino de los cielos...! Y yo, que ahora monté mi voz silbada sobre la agresividad de su voz, Claro, y como en el reino eterno no habrá farmacias, ya puede ir usted aprendiendo a curar las hemorroides con ají tití, la anemia con perejil, las heridas con llantén... todo a su alcance en este folleto corto, bien ilustrado y sobre todo baraaaaaato. Mientras decía, un dedo índice también en alto y la voz engolada, no dejaba de vigilar al tipo con el rabito del ojo, disfrutando de antemano el berrinche que le pondría la cara más arreguiñada que culo de vieja, ¡Dios será implacable con los blasfemos, alimentará el fuego eterno para los falsos profetas de los objetos terrenales, hará...! Era fácil, nada más dejar que llegara la tos que lo atragantó, y entonces rematarlo, Ninguna medicina sirve para las quemaduras del fuego eterno, ni el saúco, que baja la fiebre y previene todo tipo de calenturas; pero para la tos que lo hace pasar vergüenza en público, este folleto le enseña a descongestionar las vías respiratorias y limpiar la flema usando ese amigo de nuestro hogar que es el limón... son sólo treinta pesitos... Una voz de hombre, esa sí inesperada, vino desde el fondo, Señor, ¿y usted cree que Jesucristo va a ser tan pendejo de volver al mismo sitio donde lo crucificaron? Miiiiire. Indio, pásame el librito ese que aquí van los cuartos. Empecé a repartir folletos y a recoger dinero de prisa; la guagua bordeaba la rotonda y quería bajarme en Pinturas. Lo hice por la puerta delantera y enseguida me puse a buscar un alero contra el sol. No quería darle cuerda al principio de alarma que me picaba dentro. Un hombre me abordó allí mismo, a pleno sol, Caballero, excúseme, usted no es dominicano, ¿verdad? Traté de ubicar la camisa de rayas verdes, los modales que entonces parecían ecuánimes y después resultaron prefabricados, No señor, cubano. El hombre aprovechaba su menor estatura para ampararse en mi sombra, ¿Cubano de Cuba? Fingí un gesto de duda para apartar la cabeza y darme el gusto de verlo entrecerrar los ojos, Todos los cubanos son de Cuba, ¿o no? Mi voz sonó más agria de lo que habría querido. Él rió bajito, como si le hubieran contado un chiste de salón. Era casi blanco, de boca grande, dientes separados, y no parecía el tipo al que uno espera venderle un folleto de medicina natural en la guagua pública. Sacó una tarjeta brillante, grabada con letras en oro y rojo, Gerenteo una cadena para vender electrodomésticos. Si le conviene trabajar conmigo, llámeme y nos ponemos de acuerdo. Fue estando en la Electrodom de Herrera que conocí a Mariela mientras enamoraba a su hermana Ángela, una mulata bien clara y mejor plantada que ríe todo el tiempo, lo mismo si gana la Loto que si un motorista le arrebata la cadena en la calle. Me fascinó (y todavía me fascina) su auténtica confianza en que algo bueno está esperándola siempre. Pero Ángela resultó una gallina difícil. No rechazaba mis piropos; se reía, y en la superficie pulida de su risa resbalaban mis alardes. Yo quería parecer formal y terminaba siendo ridículo. Así que me quedé tieso la tarde que Ángela se asomó a la oficina de reclamaciones y me preguntó, riente, ¿Por qué no dejas de privar en trabajador, pides un taxi y me invitas a un lugar que yo sé? Fuimos al Cuba Libre Café, en el Malecón, donde nos estaba esperando Mariela. Más pequeña, más delgada, más mulata, con dos ojos oscuros y enormes, aquella noche Mariela fue la mujer del no. No quiso beber, no dijo más de diez palabras, no dejaba de mirarme y yo no podía determinar si lo hacía por inercia, atención o burla. Al servirnos los primeros tragos de Havana Club y mientras estrenaba una explicación telúrica de por qué a los cubanos nos gusta escribir en las paredes de los bares, hablaba para ver reír a Ángela. A media botella, cuando había gastado palabras como magia, mística, misterio, hasta la plebeya suin, para describir los paisajes de La Habana colgados por todas partes, me esforzaba por echar combustible a la mirada de Mariela. Con la botella en su último cuarto, el repertorio en decadencia y Celina cantando vivas a Changó por vigésima vez en la noche, dije En La Habana, cuando uno va entrando a la curva de la borrachera, le cuenta bretes al mar. Vayan ustedes (la risita de Ángela estaba algo fuera de revoluciones). Tengo pendiente un tour al baño; no me dilato. A pesar de mis alardes caballerescos, fue Mariela quien me ayudó a torear los carros en la avenida y a bajar hasta la baranda que nos dejó frente a la negrura murmurante. El mar era nada más movimiento sentido, roncar grueso que marcaba un tiempo propio, brillos sorpresivos, demasiado rápidos para mi torpeza alcohólica. Esa presencia vibrante recordaba a la conga oriental, sonaba con un no sé qué aplastante. Mar-ojeo, mar-veo, mar-eo... Quise decir algo profundo, como que el mar éramos nosotros, la conciencia del mar en nosotros, el alma limpia del mar... pero Mariela me salvó con su primera frase entera de toda la noche, Usted es un hombre raro, yo nunca había visto a alguien que hablara como usted. Las cosas no tomaron otro brillo. Fue dentro de mí que se abrió una claridad expansiva y de golpe perdí la borrachera. Sin mirarla, sin pensarlo, sin la menor duda de que decía lo que debía (más bien lo que ya había dicho) le pregunté ¿No sabes que eres hija de Yemayá? Era lógico que ella preguntara quién es Yemayá. No lo hizo y yo sabía que no lo haría, con la misma seguridad que extendí el brazo izquierdo y empecé a palparle los senos por encima del vestido azul y blanco. Eran (y son, incluso ahora, después de haber amamantado) chiquitos y tensos, con dos pezones como rosas en botón. Aníbal, yo soy virgen, dijo, los ojos oscuros hacia el oscuro espacio donde se suponía el mar, sin huir tampoco del contacto. Se me secaron las respuestas. El hilo se había roto con la misma rapidez que antes perdí la borrachera y yo trataba de mirar por una rendija, me preguntaba qué venía ahora. Quité la mano, de pronto preocupado no fuera a llegar Ángela, miré el perfil de la muchacha, y ensayé una escapada que todavía me da vergüenza, No hay que morirse por eso, a los veintiún años yo también era virgen. Juntos los tres alquilamos unos meses más tarde este apartamento. |