|
MARITHELMA COSTA.
Nació en San Juan,
Puerto Rico, en 1955. Estudió Filosofía en la Universidad de Puerto Rico
y en la Universidad Autónoma de Madrid, así como Filología Hispánica y
Literatura en la Universidad de Columbia y en la Universidad de la
Ciudad de Nueva York, donde realizó su doctorado en literatura medieval
española.
Impartió clases en la Universidad de París-13, y en la actualidad es
profesora en el Hunter College y el Graduate Center de la Universidad de
Nueva York, donde enseña literatura medieval y poesía española. También
ha dado varios talleres literarios en el Instituto de Cultura
Puertorriqueña.
Especialista en poesía del siglo
xv; fruto de sus investigaciones son los libros: Antón de Montoro.
Poesía completa (Cleveland State U. Press, 1990) y Bufón de Palacio y
comerciante de ciudad. La obra del poeta cordobés Antón de Montoro
(Córdoba: Diputación Provincial, 2001).
Es autora de numerosos artículos sobre literatura medieval y
contemporánea, publicados en Estados Unidos, México, Argentina,
Colombia, Puerto Rico, Francia y España; y ha realizado lecturas en
universidades de Estados Unidos, Puerto Rico, Honduras, la República
Dominicana, México, Venezuela, Francia y España.
Ha escrito poesía y narrativa, y recibido destacados premios como el de
la American Poetry Association.
Su bibliografía es extensa e incluye poemarios como Diario oiraiD
(OLLANTAY Press, 1997) y De tierra y de agua (ICP, 1988); libros
de entrevistas a importantes autores, como:
Enrique Laguerre. Una
conversación
(Plaza Mayor, San Juan, 2000), Kaligrafiando: conversaciones
con Clemente Soto Vélez (Editorial de la Universidad de Puerto Rico,
San Juan 1990, en coautoría con Alvin Figueroa) y Las dos caras de la
escritura. Conversaciones con M. Benedetti, M. Corti, U. Eco et
al (Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1988), en coautoría
con Adelaida López).
Es autora de la novela
Era el fin del mundo
(1998) y las ediciones anotadas de
La llamarada
(2002), y
La resaca
(2009),
ambas obras de
Enrique A. Laguerre
publicadas por la Editorial Plaza Mayor en su
Colección Clásicos Comentados de la Literatura Puertorriqueña.
Comentarios a su obra
Sobre Diario oiraiD (poemario)
“Una poeta viajera”, José Olivio Jiménez
Una intrépida caribeña –Marithelma Costa– recorre tierras y parajes de España. Y
su mirada poética, hecha de sensibilidad y cultura, de precisión y sugerencia,
los va haciendo entrañablemente suyos. Y al registrar las incidencias (gozos y
penas) de su recorrido, en fragmentarios poemas, nos deja literal constancia de
que va trazando un viaje de ida y vuelta; por ello pone cuidado, desde el
título, de que se trata de un Diario / oiraiD. Por momentos se le entromete su
Caribe raigal: con palabra desgarrada ahora, con palabra sensorial después. Y
producido el inevitable regreso al punto de partida, se imponen otra vez
oposición e integración: España desde Nueva York, y viceversa; el ANVERSO y el
REVERSO, y viceversa también (en páginas que apuntan a las más altas cotas
meditativas e imaginativas: no en balde ensayan una febril indagación
lírico-metafísica en torno a esa enigmática realidad que para una nativa de los
llanos, será siempre “el monte”).
Desde todos los flancos, las dualidades, los binarismos, se empeñan en diseñar
la marca poético-emblemática de esta puertorriqueña Marithelma Costa. Que aquí
abre ahora, para el mundo de la poesía escrita por mujeres, un nuevo campo, un
nuevo rango: el de la poeta viajera, del que ella quedará como venturosa
pionera.
Rosario Ferré
Diario / oiraiD es un libro de perfecto maridaje entre estructura y contenido.
En él el viajero latinoamericano observa los dos lados de su rostro, mientras
repite un ascenso y un descenso en el espejo de su vida a caballo entre dos
culturas, la norteamericana y la española. Nacida en Puerto Rico y residente en
los Estados Unidos hace más de veinte años, la poeta efectúa una peregrinación
espiritual por un tercer paisaje: el de Castilla y la serranía de Cuenca; el
mismo paisaje de Machado.
Carmen Dolores Hernández
Diario / oiraiD nos lleva a los lectores en un viaje que es a la vez interno y
externo. Nueve día de ida; nueve de vuelta. Un descanso –maravillado– a la
mitad, en la cumbre del camino y una reflexión –conmovedora– a su final.
Costa, una de las más prometedoras escritoras puertorriqueñas sugiere mucho en
pocos versos. El viaje que en el vuelo de sus palabras –precisas, luminosas–
hacemos, nos lleva al re-conocimiento no solo de un paisaje definido sino de la
más humana de las condiciones: la incertidumbre y la transitoriedad de la vida.
Silvio Torres Saillant
Diario / oiraiD dramatiza la crónica lírica de un viaje permanente por una ruta
cuya circularidad funde la partida y la llegada. En este escueto poemario
Marithelma Costa hurga sostenidamente en el dilema de las distancias. Rinde
tributo la dislocación intrínseca de su caribeñidad. Este volumen se distingue
por grados de énfasis y sutilezas de los anteriores libros de poesía de la
autora. En De Al’vión, publicado en 1987 y en De tierra y de agua, dado a la
estampa un año después, prima la impronta etiológica y se apunta hacia la
búsqueda de una solución existencial al acertijo de la vida. A falta de una
verdad plenamente confiable allí la persona que forja la poeta termina
aferrándose a la magia de la palabra artística: “no será naturaleza / será
poesía lo que te salve”. En Diario / oiraiD la cosa cambia. Aquí la pesquisa
ontológica concluye en el refugio consolador del paisaje.
[…]
Costa ha confesado que al escribir se le mezclan las cosas “de momento aparecen
en la hoja el Medioevo, los cuadros de Ucello y un aria de Tosca, junto al
sonido horizontal de la selva amazónica; de momento encuentro los templos de
Mesoamérica con los blues de Mamphis; la curiosidad y el deseo de un Oriente que
todavía desconozco, de una Roma que siempre se me escapa, con la dulzura de los
huaqueros de Nasca y Paracas”. Pienso que esa aceptación del sortilegio de la
mescolanza armoniza con la apertura cultural caribeña. Los caribeños descienden
de las más disímiles ramas de la familia humana y han sido fusionados por una
historia insólita en un archipiélago conformado por despojos de otros mundos. Es
decir, no hay disparidad ni hibridez que nos pueda parecer anormal.
[…]
Costa piensa, de hecho, que la diáspora latinoamericana en los Estados Unidos
goza de una perspectiva afortunada. Afirma que aquí podemos acceder a un sentido
más profundo de nuestro vínculo con la familia humana: “en una ciudad como Nueva
York la nacionalidad se reduce mientras que la cultura la etnia se expanden”. Es
decir, antes que tornarnos apátridas, nuestro exilio nos abre el amplio
territorio de una patria mayor.
La poeta escribe “para fijar lo que vivo, para hacerlo más concreto, más real,
para completarlo en la página”. Mi lectura de sus textos me compele a añadir que
lo hace también para completarse a sí misma. De ahí, pues, la búsqueda
ontológica que se realiza a través de la realidad física, externa al individuo,
en los poemas de Diario / oiraiD. William Carlos Willias, a quien lo
puertorriqueño no le era ajeno, se decidió a encontrar las ideas en las cosas.
En nuestra poeta puertorriqueña se radicaliza la ecuación. El paisaje, el
espacio físico, llega incluso a suplantar la relación humana: “El tú se ha
convertido en un aquí/../ El tú son los pinos y las rosas”…
Por su decidida apropiación del paisaje como el marco dentro del cual delinear
los contornos de su identidad más profunda, propósito que motoriza el estado de
viaje permanente en que se nos presenta la poeta, Diario / oiraiD puede hacernos
regresar a Campos de Castilla (1912), el apreciable poemario de Antonio Machado.
En el prólogo a una edición posterior Machado se planteó el drama de la relación
del ser humano con la realidad exterior asunto que veía marcado por un “doble
espejismo”. Es decir: “Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas,
nuestro mundo externo pierde solidez, y acaba por disparársenos cuando llegamos
a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la
íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de afuera, y en
nuestro mundo interior, somos nosotros mismos lo que se desvanece”. Quizás sea
el conocimiento de esa “íntima realidad” lo que hace que el poema-planicie
“Cumbre” de Diario / oiraiD parezca legislar que sólo se ama lo tangible. Hubo
una vez un arzobispo británico que redujo la esencia de la realidad concreta a
nuestra capacidad para percibirla: esse est percipi. Y he aquí una voz literaria
caribeña de hoy que nos persuade de lo contrario: es el mundo exterior lo que
confirma nuestra existencia. Pero, a final de cuentas, Diario / oiraiD importa
porque en él Marithelma Costa se muestra dueña de un decir propio lo que hace
lícito que la llamemos poeta y que, como tal, siga ocupando un lugar señero en
la literatura puertorriqueña y en la escritura de expresión española en los
Estados Unidos.
Marta Apone Alsina
El espejo es un símbolo elemental que parece denotar varias actividades humanas:
pensar; admirar la belleza (desde el reflejo que obsesionara a Narciso hasta el
monólogo de la bruja de Blanca Nieves) y reflexionar sobre asuntos íntimos que
raras veces carecen de una dimensión moral (los diarios, espejos de escritura,
calas en la conciencia, les llamó Hostos). Todo lo anterior apunta al dualismo
que albergan los espejos y es esa precisamente una de las claves de un
cautivante y mínimo poemario de Marithelma Costa, publicado en Nueva York por
Ollantay Press: Diario oiraiD. Los desnudos fragmentos de cada poema breve
parecen trazos de una escritura que sobrepasa las palabras para acercarse a los
principios de composición de las artes visuales. Hay una perfecta simetría en
este libro, seccionado en forma de tríptico.
[…]
EI poemario está hecho con la claridad de esos pictogramas o dibujos infantiles
que simbolizan una montaña par medio de un triángulo, una pirámide o un cono
invertido. Cada ladera es el reflejo de la otra. EI espejo absorbe pero también
refleja, el paisaje no deja de fascinar y absorber al ojo que le mira.
[…]
Este libro tiene la consistencia de los paisajes que describe: es duro y
cristalino pero al mismo tiempo, quizás por ese laconismo que se cierra en la
elipsis, enigmático. EI enigma nos remite a la. sensual naturaleza del monte,
donde el movimiento marca la esencia de las cosas. EI bosque de los símbolos,
ubérrimo de interrogantes y misterios, es, además, la suma impenetrable de todos
los montes, una materialidad hecha de tiempo intangible.
[…]
Parecería que la autora - medievalista por
especialización académica, pero de una curiosidad muy cercana a las culturas
vivas de la ciudad donde vive y muy particularmente a los íconos caribeños (es
autora de dos libros de entrevistas: uno a Clemente Soto Vélez y otro donde
entrevista a figuras "transnacionales" como Sylvia Molloy y Umberto Eco) –
intenta reducir al mínimo rastro, como los alquimistas en su persecución de la
quintaesencia, los ríos, las corrientes y montes, todos los elementos, en fin,
de su pasión y formación. Ese empeño de fina cocción y larga tradición es, desde
luego, parte de una búsqueda que en este libro deja sus huellas, en diálogo
especular con los viejos recursos del diario íntimo: una conmovedora lucha
interna, el incontrastable paso de un alma, fugaz como la sombra de un ave en
vuelo sobre el desierto. Capítulo de una obra diversa que promete seguir
ampliando su registro en la novela que publicará muy pronto Marithelma Costa,
Era el fin
del mundo.
Sobre Era el fin del mundo (novela)
Carmen Dolores Hernández, “Lo mejor del 99” El Nuevo Día
Deliciosamente caricaturesca, mezcla de farsa, parodia y fantasía, la novela Era
el fin del mundo es un divertimento ameno y amable que juega con los extremos
equivalentes de la antropomorfización de lo divino y la mitologización de lo
humano cuando dioses, ángeles y hombres se tratan de poner de acuerdo para
salvar al mundo empezando por Puerto Rico.
Ricardo León Peña-Villa. El Diario La Prensa
La novela provoca risa, y repito, está escrita con una calidad que en nada se
parece a las novelas que en la última década han aparecido en la literatura
femenina latina en los Estados Unidos, esta es universal y hay que decirlo por
aquello de la calidad.
En esta obra se goza de la picaresca nuestra,' se presenta con una oración y
hasta maldiciones tiene, como la siguiente: "en estas páginas se guarda el
pasado, el presente y el futuro del Archipiélago. Aquél que las lea debe hacer
buen uso de' lo que ellas encierran, so pena de 'sufrir la maldición de Atanamá,.
Señora de Baquía". Mas no es por miedo a la maldición que digo que es buena
literaria e históricamente, sino que así se llama a las obras con calidad, y
además no hay porque ocultar el placer de leer un buen libro.
Reseña Revista Domingo. El Nuevo Día (8.8.99).
Como el poema de Palés, “Ñáñigo al cielo” los personajes adquieren relieves de
tirilla cómica junto con visos de un hiperrealismo acendrado mientras que, con
un guiño al lector, Marithelma Costa introduce indistintamente lo conocido y lo
desconocido en la novela. Hay pasajes graciosísimos, como el recuento de los
castigos que les esperan a los ángeles díscolos o desobedientes –“Pérdida de
alas, largas estadías en el limbo… ¡Ay!, y el más abominable: llevar cuentas de
jaculatorias e indulgencias”—pero el tono general es amable más que hilarante.
La puertorriqueña radicada en Nueva York, Marithelma Costa, quien es también
poeta, ensayista y una gran entrevistadora … con este texto deja entrar una
brisilla fresca en el recinto a veces un tanto claustrofóbico de las letras de
nuestra isla.
Sobre los relatos
José Olivio Jiménez. ”Marithelma Costa y el placer de narrar”
Marithelma Costa ha entendido, en su mejor alcance, la famosa invitación de
Roland Barthes hacia "el placer del texto" (Ah, insigne maestro, ¡cuántos textos
sin placer se han cometido en tu nombre!). Marithelma va a la escritura por
placer, y lo que es más: puede comunicárnoslo. Y los lectores se lo agradecemos.
Y le es posible actuar así porque, de entrada, sabe narrar y le gusta narrar:
ese viejo arte, tan olvidado. Para ello esta armada de todo lo necesario. En
primer lugar, posee una imaginación fértil y vivaz (lo cual le evita recurrir a
los viejos trucos del realismo mágico --tan folklórico-- de nuestras tierras). Y
pone esa imaginación suya, si está en vena, de las más inverosímiles andanzas,
cuando como nos cuenta, desde los oscuros fondos medievales, las regocijantes
ocurrencias de un divertido demonio (y esto en "La Candelaria", una pieza para
la cual erudición+ diversión= ficción sería la más idónea). O cuando la aplica,
con finísima ironía, para devolvernos la versión moderna de una de las
debilidades humanas más tercas a través de los tiempos: la presunción ("El
pavón"). O si, con mirada detectivesca, va persiguiendo las sutiles estrategias
de ese peligro tan actual que es la amenaza de la instalación de un sistema
policial y totalitario ("La invasión"), sin necesidad de caer por ello en
ninguna suerte de panfleto ideológico. Una imaginación que sabe atraernos y
entretenernos; pero que no impide el que, bien leídos sus cuentos, revelen estos
una muy afilada pupila crítica que (y la autora lo sabe) tiene que que nunca
perdamos esa impostergable sensación de placer que ella misma debió experimentar
al escribirlos.
Imaginación, sí, pero también el dominio de un lenguaje fluido, natural,
incisivo y gracioso a la vez, desenfadado a ratos, delicioso siempre. Y sobre
todo, un eficaz sentido del cuento como género autónomo: como una ventana a
través de la cual, desde lo recortado en el marco de esa ventana, que es lo
narrado, nos lancemos en busca de lo que el marco oculta. Y sabe Marithelma
Costa terminar a tiempo… para no terminar precisamente. Y dejar (¡ah, manes,
aquí venturoso, de Umberto Eco, esa otra gran devoción de Marithelma!) que
nuestra imaginación, reactivada por sus eficaces resortes narrativos, siga
trabajando más allá de donde ella ha puesto el punto final.
Para leer
La Candelaria
(Cuento inédito)
Virgen de la Candelaria
por tu devoción
líbranos del fuego
apaga el fogón
Este va a ser un siglo memorable. Lo abrí con una tormenta espectacular el
segundo día de febrero, y creo que lo cerraré con varios antipapas y el gran
Cisma de Occidente.
Gaudencia entera se había congregado en la plaza para presenciar la bendición de
la nueva imagen. En el altar, preparado a toda prisa por el Maestro de la
Estigia, aparecía María con nimbo de oro. La llamaban la Candelaria. Clemente,
el nuevo obispo, le había comisionado el retablo a Simón y, aunque le había
prometido el oro y el moro, esperaba salirse con la suya y sacarse la virgen
gratis. Una acusación anónima de hereje bastaría para encomendar al cobrador al
Tribunal del Santo Oficio.
Según Clemente, la Virgen Flamígera era producto de una noche de éxtasis. En los
expedientes a la curia, explicó que se le había aparecido la Purísima y le había
pedido, en su lengua materna, que le consagrara el segundo día de febrero. Cómo
diantres comprendió el arameo, nunca lo dijo. El muy astuto presintió que la
poliglotía le podía traer dificultades, y no abundó sobre el tema lingüístico.
Aunque en el Vaticano sospechaban que había gato encerrado, aprobaron sin
discusiones la Santa Virgen de las Candelas.
La verdad del caso es que no hubo revelación, lengua semita, ni Mater
Amantísima, sino una borrachera que hizo historia. Aquella noche había ido a
Gaudencia a visitar a algunos adeptos y por casualidad descubrió la antigua
Plaza de la Paja. Mientras admiraba una fachada del más puro románico, encontré
al obispo y me dediqué a cultivarlo. Para omitir las formalidades que, dado mi
oficio, son más bien engorrosas, decidí entonarle una saeta. El pastor de la
Santa Grey se conmovió, me invitó al Mesón de la Pepa y comenzó a contarme la
historia de su vida.
Se consideraba un cantor frustrado y su familia era responsable de ello. Cuando
niño, podía imitar hasta a los ángeles y para comprobarlo, me lanzó un do de
pecho que me erizó el pelo. Como sus padres sospechaban que la vida de los
músicos era poco rentable, abogaron por él en Roma y su primo el pontífice lo
asignó a aquella ciudad perdida de Levante. En Gaudencia gozaría de una perfecta
sinecura y olvidaría su prometedora carrera de barítono. Cuando iba a servirme
el segundo vaso de tintorro, me percaté de que el Clemen se había metido al
gaznate litro y medio de aguardiente. Y lo mejor, es que estaba tan campante.
Al ver mi sorpresa, el obispo me confesó que la parranda había comenzado hacia
las cinco, con una cena opípara preparada por las monjas del Carmelo. Entre él y
el nuncio se habían devorado siete perdices y vaciado cuatro litros de clarete.
Como el viejo ya no estaba para trotes, lo dejó en el balcón de la nunciatura y
se fue de incógnito al Arrabal del Septentrión. La del aguardiente era la cuarta
botella de la noche. Todo hay que decirlo, en aquella época de santones y
beatos, era uno de los pocos clérigos que aún cultivaba el arte etílico.
Lo estábamos pasando bomba, pero el Clemen me guardaba una nueva sorpresita:
sufría de un hígado destemplado y encima tenía una vesícula sumamente
intransigente. Llegó la Pepa con la cuenta, él exclamó: Mater Amantisima, servus
tuum sum y se quedó seco. Me tocó pagar, llevarlo en brazos hasta el palacio
arzobispal y encima cuidarme de no tropezar con aquellos crucifijos polícromos
que se habían puesto tan de moda. Lo metí en la cama y me arrellané en un sofá
turco a esperar que amaneciera. El Clemente no me dejó pegar ojo. Entre gruñidos
e hipo, se pasó toda la noche repitiendo: Gloria in excelsis Deo, Servis tuis
testimonia dono.
La impresionante carrera del primito dejó a la familia satisfecha sin mellar el
prestigio del pontífice. Además, el pariente había sido sumamente cauteloso.
Sólo le pidió al papa unos dineros para modernizar la fachada del palacio
arzobispal y abrirle plaza hacia poniente. Esta era su primera petición seria y
no había razón para negársela. En Roma estaban tratando de promover por todos
los medios el culto mariano y la propuesta de Clemente les venía de perilla. El
dos de febrero como día oficial de la Virgen Flamígera caía perfecto en el nuevo
calendario: precedía por pocas semanas las Carnestolendas y mantenía los
fervores de la Epifanía. Ningún prelado supo percatarse del grave error
teológico en que estaban incurriendo.
Tras un mes de cura hepática a base de té de limón y compresas frías, Clemente
comenzó a escoger a los mancebos que integrarían la cofradía. Quería que
estuvieran desprovistos de aquellos muñones que tan feo hacían en las
procesiones. Últimamente, quien no había perdido un brazo con las invasiones,
había quedado tuerto por las bubas. El quería cuerpos sanos pues, como buen
beodo, también era un esteta empedernido.
El segundo día de febrero, después de la misa de las once, la ciudad se congregó
ante la Puerta de la Gloria. Los cofrades estaban guapísimos: llevaban túnicas
amarillas, calzas blancas y bonetes con el mote: Flamma ardita. Hubiera dado
cualquier cosa para que ingresaran a mis filas. Sin embargo, el gustazo de
observar el espectáculo no logró apaciguar mi cólera. Aquello era un problema de
principios: no podía dejar que un obispucho pisara mis derechos. Debía defender
mi territorio.
Mientras unos cuantos preparaban la fogata, lancé un vendaval desenfrenado.
Después me di cuenta de que era una entrada de opereta, pero fue lo primero que
me vino en mente. Pocos se percataron de que las nubes estaban totalmente
inmóviles y la tormenta era sólo a flor de tierra. Un ciego que se estaba
despiojando comenzó a escupir jaculatorias. Los perros aullaron como cuando
pasan las ánimas en pena. Pero nadie les hizo caso. Desde el último concilio
estaba terminantemente prohibido creer en la santa compaña.
Después del vendaval, decidí esconderme detrás de un torbellino. Los perros se
callaron, porque se dieron cuenta de que se trataba de algo gordo; pero las
cornejas salieron volando como locas. Ellas, siempre tan coquetas, saben que el
azufre le resta brillo a su plumaje.
Entre vendaval y torbellino, me llevé los festones rojigualda del templete.
Cuando iba a arremeterla contra la imagen, el obispo comenzó a dar voces. Había
intuido que aquello no era del todo cristiano y decidió asegurar bien su
Candelaria. Recuerdo perfectamente la orden pues me sacó de mis casillas:
"Mantened la calma y sujetad a la Patrona".
Toda mi fuerza diabólica fue inútil frente a la obstinada fe de aquellos
imberbes. Yo contaba con la histeria de los novatos, pero me defraudaron. No
pude llevarme ni la túnica ni el manto de la Mater Amantísima. Sólo me quedó la
satisfacción de que los listísimos cofrades aseguraron a su Patrona con la soga
de los ahorcados por ladrones. La Candelaria quedó hecha un cisco: más que
Virgen parecía mujer de pregonero. La metieron a toda prisa por la sacristía y
me di por satisfecho.
Los gaudencinos se fueron a la taberna a cobrar aliento y decidí acompañarlos.
Allí todos murmuraban que se trataba de una estratagema del infierno. Lucifer
era el único capaz de meterse gratuitamente con la Santa Madre de las Flamas.
El Maestro Simón, que desde hacía tiempo andaba conjurándome a través de
nigromantes de medio pelo para plasmarme como rey del Hades en uno de sus
trípticos morales, adelantó unas palabras. El Demonio podía ser un maldito, pero
no era un lunático. La ira que había demostrado se entendía fácilmente: el fuego
era su atributo y quería impedir que se lo dedicaran a María. El lo sabía como
nadie porque había tenido que sudar la gota gorda para poder pintar las llamas
del infierno.
Simoncito estuvo magistral; explicaba los procesos infernales con tal pericia,
que se hubiera dicho que estaba de mi parte. Allí comenzó a ganar puntos
conmigo. Aunque sus argumentos eran poco menos que perfectos, no hubo consenso.
Los ilusos gaudencinos empezaron a vociferar que era una afrenta imperdonable,
con todo podía meterse el Estrujado menos con la Mater Amantísima.
Me aburrí de oír pamplinas y me fui a la playa a echar la siesta. En sueños vi
que, si lo preparaba bien, lo del Cisma de Occidente podía dar tela para rato.
Me desperté optimista, me di un chapuzón y, antes de enfriarme, abandoné
aquellos lares. Desde que perdí mi puesto como Maestro de los Coros Celestiales,
debo ser cauto. No sabes lo patético que resulta un demonio acatarrado, ni
cuáles pueden ser las consecuencias.
El pavón
(Cuento inédito)
A Julio Manzanares
por el jardín
Hace diez meses que tenemos un pavo real en la oficina. Una mañana sonó el
intercom, abrí a la puerta y el animal entró como Pancho por su casa. Nuestro
jefe, Mr. Martínez, lo recibió impasible. Tras estrecharle formal la pata
derecha, le ordenó en su español metralla: "Por favor, tome su puesto".
Al principio tenía que trabajar horas extra porque aparecían plumas azules en la
cafetera, plumones blancos en los teclados de las computadoras y en las carpetas
de los asuntos urgentes y confidenciales. Penachos en la impresora y hasta en la
bomba de insulina de don Pepe. Un día presencié atónita cómo varias color
cobrizo aterrizaron en la sopa de Mr. Martínez confundiéndose con los fideos.
Pero éste ni se inmutó. Dijo, Nitzita -así llama a su secretaria personal, la de
los dictados clandestinos. Pues le dijo: "Nitzita, consígame un paquete de
galletas, que parece que el cocinero del Deli estrenó hoy una receta nueva".
Con aquella elegante frase se proclamaba la aceptación incondicional del nuevo
empleado. Día y noche el pavo se pasaba acicalándose. Se alisaba las plumas
cóncavas del pecho, las largas y duras de las alas y hasta las de la cola con
sus ojitos dorados, azul cobalto y verde trópico. Por ese prurito de higiene del
nuevo colega, el suelo, los escritorios, las sillas, las lámparas, los armarios
y hasta nosotros mismos nos fuimos cubriendo de una fina capa iridiscente.
La situación se fue volviendo insostenible. La mañana en que se fundió el último
vacum cleaner que quedaba en el almacén, a mis dos compañeras de trabajo les dio
un nervous breakdown, y hubo que internarlas. Como no contrataron a nadie que
las sustituyera y yo no podía con tanta pluma, le comenté a Nitza que me iba a
poner en contacto con los abogados del sindicato. No tuve que esperar mucho. Mr.
Martínez, que le teme a los escándalos laborales tanto como a los celos de su
esposa, mandó instalar un poderoso sistema de purificadores de aire HEPA, con lo
que se restableció rápidamente el buen orden de las cosas.
El lunes siguiente, Nitza se apareció con un vestido de flores y un gorrito
color mostaza que la hacían parecer una modelo de pasarela. La recepcionista
siguió su ejemplo, y se compró una correa de piel de lagarto que le sacaba un
caderamen impresionante. Se la ponía con una falda roja y unas botas de charol
que le llegaban hasta los muslos, y el efecto resultaba extraordinario. El jefe
adquirió un nuevo bisoñé y don Pepe comenzó a usar la dentadura postiza que
compró cuando se pegó en la Lotto.
Pero todo hay que decirlo: nuestros intentos de eclipsar a Carambolo, así lo
llamaban con cariño las secretarias, sólo servían para realzar la figura del
volátil. Todos podían vestirse de punta en blanco, y él era el único que llamaba
la atención de los clientes. Además, cada vez que daban las doce, volaba hasta
el alfeizar de la ventana, abría la cola y nos dejaba a los empleados mustios y
a los transeúntes boquiabiertos.
Como de costumbre, Mr. Martínez comenzó a abrirnos los ojos: cuando tenía que
tomar una decisión de peso, se citaba con el pavo real para pedirle consejos. No
resultaba difícil predecir el día de las reuniones. Llegaba antes de las nueve y
encargaba en el restaurante de la esquina un desayuno vegetariano. Tan pronto
don Pepe aparecía por la puerta con la bandeja, nos informaba que no estaba para
nadie y llamaba a Carambolo silbándole “Pedro Navaja”, en la versión de Rubén
Blades.
El pavo se acercaba ceremonioso, lo saludaba inclinando la cabeza y cerraba la
puerta con la pata izquierda. Se pasaban la mañana entera encerrados en el
despacho. Cuando llegaba la hora del almuerzo, Carambolo desfilaba hacia su
ventana y reanudaba su despliegue de realeza.
Siguiendo el ejemplo del jefe, las secretarias empezaron a aprovechar las
destrezas del insólito colega. Antes de embrollarse para adquirir ropa nueva, se
iban a Macy’s, escogían dos o tres conjuntos y después de las cinco, comenzaba
el pase de modelos. Carambolo daba su veredicto en un abrir y cerrar de ojos. Y
como era un charlatán empedernido, ordenábamos un take out chino y nos
quedábamos hablando de lo divino y de lo humano hasta pasadas las once. Todo hay
que decirlo, el pavo siempre acertaba en el color, el corte y hasta en los
tejidos que mejor le sentaban a cada una de ellas. Las secretarias estaban
radiantes. Como según mi contrato, debo usar el uniforme de los empleados de
limpieza y la ropa que compro es blanca, porque soy santera, decidí invitarlo a
que jugáramos un partido de ajedrez mientras las secretarias, auxiliares e
internas se iban de shopping. La idea lo entusiasmó. Traje un tablero portátil,
y establecimos los viernes como día de los torneos. Era un contrincante único;
mientras yo cavilaba indecisa sobre si mover o no una ficha, él tomaba su
decisión en un santiamén, y susurraba con acento de Oxford: "It’s your turn. Le
toca".
De la noche a la mañana la productividad del departamento superó por varias
cifras la de los años anteriores. Los dueños de la compañía mostraron su
satisfacción enviándonos a casa una canasta navideña. Carambolo no recibió ni un
cacahuete. Como no queríamos que se deprimiera, hicimos un serrucho y le
compramos entre todos una botella de champán francés. Ese Día de los Inocentes
nos dimos un baño de Moêt Chandon que aún se comenta.
Todo iba sobre ruedas hasta que llegó febrero. A Carambolo le faltaba algo, su
vida estaba incompleta. Para marzo ya era evidente: el pavo necesitaba una
compañera.
La crisis comenzó en una de las reuniones con el jefe que ya se habían vuelto
semanales. Ese martes contestó a “Pedro Navaja” con la fanfarria del Orfeo de
Monteverdi, se alzó en vuelo, y aterrizó en el bisoñé de Mr. Martínez. Aquella
sorprendente reacción coincidió con la llegada de don Gregorio --el que trabaja
en la oficina del Borough President--, con un auditor del Internal Revenue
Service que venía a revisar los libros. Esa misma tarde se le subió en la falda
a don Pepe y se metió en el baño de las damas a farfullar no sé qué
impertinencia a una empleada que, como se pasaba todo el día armando y
desarmando su computadora, jamás lo tomó en serio.
Eso sucedió hace más de un mes, y el problema se nos está saliendo de las manos.
Carambolo sufre lo indecible: tararea boleros, gime tangos, se pasa silbando
unas bachatas que no nos permiten concentrarnos. A veces se roba las pocas hojas
de papel carbón que quedan en el armario de los suministros, para calcar
dibujitos obscenos en los zócalos. Esperamos que pronto se le pase, pero la
verdad es que estamos desesperados. Además, el auditor de Hacienda ha vuelto
varias veces y aunque metemos a Carambolo en el baño, resulta imposible contener
sus estornudos.
El informe que prepara estará listo en unos días. Cuando los dueños de la
empresa lo lean, nos pondrán a todos de patitas en la calle. Y ¿qué será de
Carambolo? Los que estábamos en la nómina podremos arreglárnoslas. Pero un pavo
real en la cola del mantengo ha de ser un espectáculo bien penoso.
Primera jornada: Día de San Juan
24 de junio,
día del glorioso San Juan Bautista,
Patrón de las islas trashumantes.
Soy el arcángel Gabriel, encargado oficial de esta crónica. Y mi colega Miguelángel anda por ahí golpeándose la cabeza contra el muro. Bueno, contra el
muro es un decir, porque por aquí todo es más bien gaseoso. Hacia arriba,
espacio puro; alrededor, ilimitado. Y aunque ustedes no lo crean, el pobre de
Miguel está dando tumbos porque en la Isla son imposibles. Después de tocar día
y noche unas fanfarrias que nos dejaron medio sordos, abandonó la trompeta y
cogió un megáfono electrónico. Pero ni con ésas. Nadie le hacía caso. Yo se lo
había dicho: “Miguel, no te excedas”. “Esos esfuerzos no están estipulados en el
acuerdo”. “No malgastes tu energía que es como si” –con perdón–, “le lanzaras
margaritas a los cerdos”. Pero seguía en sus trece.
Tras las profecías de los changos y los mensajes estereofónicos que les
transmitimos durante la noche de Año Viejo, allá abajo siguen impertérritos.
Tercos, testarudos, ciegos ante lo más evidente. Se les abre la tierra y ni se
inmutan. Les caen encima las siete plagas bíblicas y les importa un pito. Pero
Miguel no se da por vencido. Asegura que no todo está perdido; para él aún es
posible frenar el Proceso de las Grietas.
Se pasa día y noche sobrevolando el territorio. Sube por los barrancos, se mete
en los manglares, hasta ha recorrido solo los farallones de la gran Fosa del
Norte. Aunque se supone que nadie sepa que existimos, a veces se descuida. Hace
unas semanas un borracho lo sorprendió en un terreno baldío, le gritó:
“Guaraguao sarnoso”; y le lanzó una plasta fresca de excremento. La cosa no fue
a mayores porque logró esquivarla a tiempo. En otra ocasión trataron de
capturarlo encañonándolo con una Colt 45 y pidiéndole todo lo que llevaba
encima. Pero esa vez también tuvo suerte. Les dio varios golpes de karate y la
pistola aterrizó en el suelo.
Sin embargo, a pesar de las constantes vejaciones, Miguel no cesa en su empeño.
Asegura que aún hay esperanza, repite que nuestra misión no es imposible. A mis
preguntas de cómo puede estar tan seguro, me responde con evasivas. Sé que tiene
más información de la que aparenta, pero no tengo prueba alguna. El otro día me
atreví a confrontarlo y le recité nuestro Código Arcangélico. Le recordé que no
podemos inmiscuirnos en los asuntos terrenales. Al encomendarnos el Plan de
Salvamento, el Comité Gestor dejó bien claro que el intervencionismo estaba
totalmente vedado. No podemos meter la cuchara en lo que no nos corresponde. Le
repetí nuestra máxima: “Compañerísimo: hay una brecha entre los dos mundos”,
pero no se le movió un pelo. El Miguelito escuchó muy serio mi filípica, y
cambió elegantemente de tema.
Por mi parte, estoy fascinado con el curso que han tomado los acontecimientos en
el Islote. Tras el primer movimiento sísmico, agarré la tradicional trompeta y
todos me ignoraron. Allá abajo andaba fray Venardo como capitán de buque en
medio de tormenta. Fray Venardo, que ni siquiera necesitaba altoparlante.
Musitaba órdenes, daba señales y todos obedecían. Junto a él se hallaban
Tintoreto, Pedro Nueva York y doña Cruz, la de la Academia de Corte y
Confección. Parecía que cada uno de ellos se había olido la catástrofe y, desde
hacía meses, organizaba un escuadrón de salvamento independiente.
Cuando me percaté de la autonomía de los pobladores de mi zona, guardé la
trompeta, cogí el bolígrafo y decidí escribirlo todo. Tengo que confesar que
algo tenía ya apuntado en los cuadernos que Urbano me ha ido suministrando desde
que comenzó nuestra misión en el Archipiélago. No puedo echármelas de que, al
igual que el jefe supremo, escribo ex nihil. Además, como mi título oficial es
de Cronista y Cartógrafo, tengo los planos del subsuelo, comprendidas todas las
fallas geológicas. Debo confesar que esto me da tremendas ventajas para seguir
el Proceso de las Grietas.
Dudo que llegue a publicar esta crónica porque al firmar las capitulaciones,
juramos que nuestra colaboración sería anónima. Aunque los arcángeles gozamos de
una fama secular, debemos vivir de incógnito. De todas formas, el placer del
espectáculo es tal, que me arrellano, me pongo cómodo y les cuento cómo comenzó
todo.
[…]
IV
Cuaderno de bitácora. Hora cero
DE CÓMO SE VEÍA LA ISLA DESDE EL CIELO A NUESTRA LLEGADA,
UN TREINTA Y UNO DE DICIEMBRE DE UN AÑO VIEJO
La isla es un grano de luz en un mar impenetrable
la isla es de un verde ciego
100 millas de largo por 35 de ancho
150 kilómetros de largo por 50 de ancho
en la isla se viven vidas dobles
y la gente, ¡ay, la gente!
cuánto amor,
¡ay, cuánto amor!, en algunas palabras
y sus ojos
¡cuánto dolor, ay, tanto dolor!
en todos ellos
[…]
VI
Hielo
Si quieren que les narre esta historia ab initio y me preguntan cuál fue nuestra
reacción ante el trópico, les tengo que contestar que no tuvo nada que ver con
lo que suelen prometer las agencias de turismo. Al llegar al territorio, casi
nos da un soponcio. Durante el viaje habíamos comenzado a comprender los
problemas sicológicos de los isleños; tras horas de estudio y práctica, podíamos
recrear sus boleros y sus plenas con nuestras trompetas, sabíamos calcular la
fuerza y dirección de los huracanes. Pero no estábamos preparados para los
calores del Caribe. Noventa y siete grados Fahrenheit y ochenta por ciento de
humedad. Cuarenta y siete Celsius y asfixiados.
Nos quedamos totalmente traspuestos. Además, como habíamos llegado hacia
cabañuelas, nos cayeron encima todos los males. A Miguel se le extendió un
sarpullido por todo el cuerpo, a mí me dio un asma espantosa y a Urbano se le
rizaron el pelo y las plumas.
Yo me pasaba las horas muertas mirando las nubes, pues el más leve movimiento me
fatigaba. Miguel, con la piquita, no se estaba quieto; y Urbano tenía un humor
de mil demonios. Hacía tiempo que los afros no se llevaban y sabía que no podía
presentarse lleno de bucles en la Urbe. Por ello se inventó una especie de
plancha portátil con la que se estiraba las plumas de las alas y se alisaba el
pelo. El proceso era doloroso, el efecto transitorio; pero para Urbano era la
única manera de evitar el desprestigio.
Los lectores de esta crónica dirán que exagero, que en las nubes se vive en una
eterna primavera. Pero les juro que no miento. En los cúmulos el calor de la
tierra se triplica: son tan mullidas como calientes.
Así que el primer período lo pasamos tumbado yo, pasándose ungüentos Miguelito y
Urbano, mezcla que mezcla potingues para tratar que durara el papaso de sus
plumas. En los días en que no corrían los vientos, ni eso. Agarrábamos un
cúmulo, nos arrellanábamos y caíamos en letargo.
Hasta meternos en la playa, supremo alivio de los isleños, nos estaba
absolutamente vedado. No nos podíamos arriesgar a que alguien nos pescara en la
tierra y se echara a perder el Plan de Salvamento. Y como se podrán imaginar,
las horas, cuya medida nos había dado tanto trabajo aprender, parecían de
chicle. Bajo el sol del Caribe, cada segundo se hacía eterno. Algunas noches
Miguel se escapaba a darse un chapuzón en la playa. Como posee una velocidad de
vuelo superior a la nuestra y había desarrollado un gusto especial por las
frutas tropicales, después de nadar un rato se dedicaba a subirse a las palmas y
recoger los cocos que el sol había dorado durante el día. Pero aparte de esos
viajes ilícitos de Miguelángel –quien de vez en cuando nos subía un par de
frutos maduritos–, ni Urbano ni yo nos atrevíamos a bajar a la Isla a darnos un
bañito.
Después de conseguir una loción capilar que, aunque despedía un olor espantoso,
tenía un efecto relativamente duradero, Urbano se dio cuenta de que no podíamos
continuar en el aquel estado. Había que hacer algo drástico: conseguiría una
máquina de hacer hielo. La idea le vino mientras observaba que la actividad de
los isleños estaba directamente relacionada con el consumo de cerveza fría, agua
de coco congelada, limonadas y refrescos de botella. Se puso de pie y nos
aseguró que aquélla era la única manera de salir del impasse en que nos
hallábamos. Según él, un vaso de agua helada nos devolvería al mundo de los
vivos. Miguel y yo estábamos tan amodorrados que ni siquiera le preguntamos lo
más evidente: ¿dónde se pondría? El colega desapareció rumbo a la Metrópolis, y
Miguel y yo nos dedicamos a observar a los isleños.
―Fíjate en los de catorce y quince años –comenzó Miguel–. Todos tienen cuerpos
de gacela. Yo diría que pertenecen a una de las razas más bellas de la Tierra.
―Tienes razón –le contesté–¸ pero es triste lo que sucede cuando la edad se
duplica. La recta se hace curva, les crecen las barrigas, las papadas…
―Y les nacen los bigotes.
Comenzamos a anotar cómo se sentaban ritualmente en la mesa y devoraban montañas
de arroz con habichuelas, precipicios de tostones, mares de carne frita.
Empezábamos a adormecernos con la sauna y el espectáculo, cuando llegó Urbano y
nos ofreció orgulloso dos limonadas. Era una experiencia divina: vasos fríos,
hielo picadito. El efecto no se dejó esperar. Desaparecieron todos los males y
empezamos a hacer planes.
¿Dónde pusimos la máquina de hacer hielo? Ni me pregunten. Urbano me explicó
algo de cátodos, energía solar y corriente alterna, y lo dejamos todo en sus
manos.
A partir de entonces Miguel se dedicó a trazar los perfiles sicológicos de los
isleños y yo eché mano de los catalejos para perfeccionar mis mapas. Por las
noches, mientras Miguel y Urbano soñaban con otros mundos, yo cogí la costumbre
de estudiar el Proceso de las Grietas. Cada libro daba una versión diferente de
los hechos y resultaba imposible conciliarlas en una explicación coherente.
Cuando al amanecer, Urbano me veía desesperado y ojeroso, me traía un vaso de
agua con hielo y me susurraba sonriente:
―Gabriel, da lo mismo el porqué. Lo que debes hallar es el hacia dónde.
[…]
De viva voz
Sus conversaciones y entrevistas con escritores
Las dos caras de la escritura surge con la idea de compaginar escritura creativa
y escritura teórica-filosófica. La experiencia con los escritores fue agradable;
mientras más famosos más generosos, Algunos de los escritores que incluimos
fueron Umberto Eco y Nilita Vientós. En el caso de Ernesto Sábato y Mario
Benedetti las entrevistas fueron cursadas por correo.
Kaligrafiando arranca con el encuentro que tuve con Clemente Soto Vélez en el
Festival de Teatro Latino en Nueva York. Allí Clemente era un personaje
impactante: con su melena blanca, pequeñito y sus bigotes. Empezamos a hablar y
nos llevamos bien. Luego le pregunté si podía entrevistarlo. Dijo que sí. Las
primeras quedaron muy bien y las publiqué. Hubo muchas visitas a la casa de
Clemente para juntar su testimonio. Aprendí cosas que no conocía como El
Atalayismo, y la experiencia resultó inolvidable por su locura de vanguardista
(Clemente era muy enloquecido en sus conversaciones, él se iba a otros planos),
también el hecho de que estábamos en Nueva York, que es tierra sin nombre. Su
testimonio era valioso para mí porque en Puerto Rico no se le tomaba en cuenta,
salvo las ediciones del ICP, y esto por vivir en la diáspora.
Sus últimos años los pasó aquí, en Puerto Rico. Fue Artista Residente en la Casa
Aboy y terminó mudándose al país con su esposa Amanda.
Enrique Laguerre: una conversación. La idea de ese libro surgió en el año 96. Yo
estaba de sabática y al final unos amigos me comentan que hay una profesora de
París que quiere participar del programa de intercambio CUNY con la Universidad
de París. En el 97, ella tomó mi puesto en la Universidad en Hunter College y yo
tomé su puesto en la Universidad de París. Y entre los libros que me llevé se
encontraba Proa libre sobre mar gruesa de Enrique Laguerre, que acababa de salir
y me encantó. Me apasionó.
Así que decidí entrevistarlo porque cuando había conversado con él en una
primera ocasión nos caímos bien y, número dos, por vergüenza ajena. Era un autor
muy importante que se desconocía. Con Enrique sucede que aunque pueda parecerle
al lector una prosa pesada hay que leerlo. Laguerre fue el escritor que novelizó
la historia del país. La experiencia de entrevistar a Laguerre fue diferente a
la que tuve con Soto Vélez porque eran diferentes, Clemente era la vanguardia,
Enrique era la institución. Laguerre era muy lúcido. Clemente era muy
enloquecido. Pero mi relación con los dos se desarrolló de la misma forma:
terminamos siendo amigos.
Su poesía
A mí me gusta la poesía sencilla. Podría decir que estoy más cerca de Benedetti.
Mi poética es la del viaje. Actualmente me encuentro terminando dos colecciones
que siguen desarrollando esa poética. El primero (De imago mundi) se ocupa de
viajes en el tiempo, el segundo (Viajes organizados) se ocupa de viajes en el
espacio. Los viajes a veces son imaginarios, a veces reales. En cierta medida
esa poética me quita de la rutina, me quita todo lo preconcebido, y me lanza a
nuevas emociones, me mueve hacia una realidad diferente que hay que transcribir.
Su narrativa
Para mí la novela es casi como un matrimonio de larga relación. Un mundo que uno
mismo va creando. Es una unidad y ahí entra todo, desde las experiencias que iba
teniendo hasta lo que me obsesionaba. En la novela no puedo proceder de otra
manera, incorporo lo que vivo porque es la forma que tengo para comprender el
mundo. Y el proceso puede ser, como dije antes, muy largo. La creación de Era el
fin del mundo ocurrió en años de alegrías muy grandes y también en periodos de
tristezas, pero en esas épocas era la misma novela lo que me impulsaba a seguir.
Me encuentro trabajando en una colección de cuentos titulada Entre azul y buenas
noches. Cuando se trata de novela pienso en unidad, pero cuando lo que me ocupa
es el cuento pienso en micromundos. Armar un libro de cuentos es armar un todo
homogéneo de microtodos. Para mí es un reto personal encontrar la estructura
idónea que le dé cohesión, como libro, a mis cuentos, porque los mismos han sido
escritos en un arco de tiempo bastante amplio. En Entre azul y buenas noches hay
cuentos ambientados en el Medioevo, algunos son irónicos y otros se ocupan de
temas simbólicos. Y recuerda que mi relación con la narrativa es una en la que
re-escribo constantemente y tacho. Como ejemplo de lo anterior recuerdo un
cuento que era una especie de homenaje y trataba sobre la visita de la muerte;
sucedió que en el proceso me di cuenta lo difícil que era que funcionara como
cuento y lo saqué de la colección; pero todo es aprovechable y ahora está en
poesía.
El camino
He caminado al borde del abismo que es lo mismo que decir que he tenido que
enfrentar crisis personales. Por ejemplo, cuando aconteció lo del 11 de
septiembre, yo vivía al lado de las torres y enfermé; me tomó años recuperarme.
Fueron años de silencio, de hacer otras cosas, de curarme, de recuperar las
energías. Ahora que estoy fuerte, que está lejana la crisis, es más fácil
reflexionar sobre lo sucedido.
Y como decía Bolaño, para crear tienes que caer en el pozo, porque de no ser así
lo que escribes es innecesario. Da igual que lo escribas o no porque no aporta
nada. Caminar en el borde del abismo es revelar, profundizar en el ser humano y
en su mundo.
(Entrevista a Marithelma Costa realizada por Carlos Esteban Cana en Tendido
Negro y Confesiones).
Mayo de 2009.
|