La
bibliografía sobre la saudade es extensísima y sobre ella podrían escribirse
volúmenes enteros. Por su complejidad, un examen profundo de este tema
exigiría, ante todo, el tiempo y el espacio necesarios para tratar
debidamente cada uno de sus aspectos, de sus manifestaciones, de sus
incidencias en la psiquis del hombre como ser humano individual y como ser
social. Estos apuntes, que se limitan a acercar al lector al fenómeno de la
saudade desde el punto de vista lingüístico, tratan de responder a la
curiosidad despertada en muchas personas por ese término, presente en
canciones, poemas y obras literarias que nos llegan de los diversos países
de habla portuguesa.
A pesar de que el vocablo galaico-portugués saudade puede traducirse en español como “nostalgia”, “añoranza” o “morriña”, etcétera, su verdadero significado es mucho más abarcador. Este hecho, sin duda, ha provocado numerosas polémicas –en cuanto a la traducibilidad o intraducibilidad del término– entre los defensores y los detractores de la exclusiva “lusitaneidad” de dicha vivencia, sentimiento, emoción, cuya versión brasileña ha sido estudiada por varios autores como, por ejemplo, lo hizo Osvaldo Orico en 1940.
En ese sentido, en lo concerniente a la referida “intraducibilidad”, Manuel de Faria e Sousa (1590-1619), en su obra Lusíadas comentados (1639), menciona la discusión surgida en torno a la diferencia de matices existente entre la saudade portuguesa y la soledad española, y hace alusión al criterio sostenido por algunos de que, en castellano, no existe voz que defina con exactitud ese vocablo portugués.
Asimismo, según refiere João Ferreira en su artículo “La saudade, nueva dimensión psíquica del Hombre”, ya en el siglo XVI (…)”había en Portugal una secta ´pro-saudade´ que defendía no solo que esta es imposible de definir con vocablos de otras lenguas, sino que, además, la soledad castellana no entraña tantos misterios como la saudade portuguesa.”1
Por otra parte, muchos poetas lusitanos subrayaron ese criterio como, i.a., Afonso Lopes Vieira, Almeida Garrett y Teixeira de Pascoaes, este último uno de los fundadores del movimiento saudosista portugués, de indiscutible carácter filosófico-religioso, al que se hará referencia más adelante.
Derivada del latín solitate y transformada después en soedade, soidade, suidade y, finalmente, en saudade, este concepto define un sentimiento que puede ser –y de hecho lo es– experimentado por cualquier pueblo de cualquier latitud. Dicho de otra forma, el deseo de la cosa o criatura amada, vuelto doloroso por la ausencia; la sensación de abandono por parte del ser querido; la angustia por la falta de un bien ausente son, entre otros, estados anímicos universales relacionados con dicho significado. Ahora bien, lo que resulta innegable es que ninguna otra cultura, ningún otro pueblo elevó de manera consciente ese sentimiento a tales alturas filosóficas y psicológicas; incorporó esa idea de carencia, de dolor, de abandono a su quehacer existencial, a su lengua, a su música, a su literatura, a su arte. La “lusitaneidad”, entonces, consiste en el modo de interiorizar el enfrentamiento de una situación precaria actual con otra anterior, más querida y placentera; en asumir plena conciencia de ese sentirse solo, solitario, alejado del objeto amado pero, también, en el anhelo de recuperarlo, en la recreación constante del ansiado reencuentro. Todo junto, fusión y síntesis.
Es, como define el excelente Novo Diccionario da Lingua Portuguesa2: “1. recuerdo nostálgico y, al mismo tiempo, suave, de personas o cosas distantes o desaparecidas, acompañado del deseo de volver a verlas o poseerlas, nostalgia. 2. Pesar por la ausencia de alguien que nos es querido.”
Veamos algunos breves ejemplos:
– (…) “Saudade, /Tierno nombre que tan dulce suenas/ En los lusitanos labios” (…) (Almeida y Garret, Camões I, Lisboa, 1886-8),
– (…) --“Lleva este ramo, Pepita,/ De saudades portuguesas/ En flor nuestra, y tan bonita” (…) (Almeida Garret, Líricas, Lisboa, 1904).
– (…) “Luna de enero/ Fría claridad/ A su luz fue tal vez/ que primero/ La boca de un portugués/ Dijo la palabra saudade”. (Augusto Gil, Luar de Janeiro, Lisboa, 1920).
– (…) Nació, ya portuguesa, /Y portuguesa quedó,/ Fue poeta, con certeza, /Aquel que la inventó.” (Afonso Lopes Vieira, “el poeta-saudade”)3.
Así, al analizar la saudade como elemento esencial del pensar portugués y al mismo tiempo como elemento de cariz universal, João Ferreira expresa:
“Pero fue sobre todo Pascoaes quien emprendió la gran defensa de la lusitaneidad de la saudade, creando, conjuntamente con diversos colaboradores y mentores de la Renascença Portuguesa un auténtico movimiento saudosista en Portugal, cuyo órgano oficial fue el Àguia:
´Hay en el alma portuguesa un sentimiento que es solo de ella, resultante de la fusión armónica de las dos ramas étnicas aludidas [Ariano-semita]. Es un sentimiento nacido del casamiento del Paganismo greco-romano con el cristianismo judaico: la Saudade”. (1)4
Y Ferreira añade:
“Tal insistencia y preferencia hizo surgir en Portugal un movimiento saudosista, y dicho movimiento muestra la persistencia entre nosotros de una conciencia saudosa. (…) [Entretanto] no es difícil comprender (…) una disposición atávica, social e histórica hacia el saudosismo en determinados pueblos, que crearon sus palabras para expresar sus sentimientos y vivencias fundamentales y las colorearon y cargaron de un sentido peculiar, que debe admitirse. Esto no impide en absoluto que el sentimiento saudoso tenga, teóricamente y de derecho, un cariz nítidamente universal. O sea, que toda la conciencia humana, capaz de sentir su condición solitaria con respecto a, puede experimentar la saudade. Y para expresarla, todas las lenguas pueden hacerlo, en caracteres latinos, eslavos, chinos o cuneiformes, lo que no sorprende porque las ideas son las que crean los términos y los términos se ajustan a las ideas. He ahí la razón por la cual, en lo que a nosotros se refiere, el poder universal humano de sentir saudade en nada impide que poderosas razones ambientales, geográficas, sociales y mentales, creen un clima favorable para que una vivencia humana se exprese más explícitamente en una tierra que en otra.”.
A lo largo de su enjundioso artículo, João Ferreira examina a fondo el sentimiento saudoso: su contenido formal, las diversas interpretaciones de este fenómeno y los elementos característicos de la saudade, donde la carencia y la ausencia desempeñan un papel determinante:
“Son todos los objetos que pueden ser sujetos de pasión y de afecto: todos los que fueron testigos del afecto personal e individual, y que de algún modo están ligados a la emoción, a la memoria, a la inteligencia, y en los cuales se fijó la atención de alguien. La casita natal, la cuna, el rinconcito donde se jugaba, el jardín que se cuidaba, los juguetes, el río de la tierra natal, el valle, la montaña íngreme y desnuda (….), los cuidados maternos, las amistades de la infancia, los amoríos de la adolescencia, los viejos tiempos pasados y los espacios poseídos, las cantigas populares que tarareábamos y otras situaciones y circunstancias vinculadas con nuestro pasado y con nuestra persona (…)”.
Como dije antes, fusión y síntesis donde el tiempo actúa como el detonante de la memoria que, en una mezcla de elementos subjetivos y extra-subjetivos, hace revivir el pasado y la esperanza en el futuro. Ferreira lo afirma: “Es un fenómeno de la temporalidad humana, y terminará exactamente en el momento en que se haga realidad la posesión del objeto por el cual se siente saudade.” En dos palabras, espera y esperanza.
Como excepcional colofón de estas reflexiones, cito a Fernando Pessoa, quien bajo sus heterónimos de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro Campos enfrentó a pecho descubierto el sentimiento saudoso, esa añoranza coyuntural y existencial experimentada de diversas maneras en dependencia de su deliberada despersonalización, definida así por él mismo. Por Fernando Pessoa, el poeta y el hombre raigalmente solitarios que, sin cortapisa, supo sentir nostalgia, melancolía, morriña, tristeza, ese “gorrión” que el habla popular cubana supo captar y plasmar en sus diversas dimensiones. Fernando Pessoa, el poeta portugués que llegó incluso a sentir nostalgia de la nostalgia misma.
(…) “SAUDADE ETERNA, ¡qué poco duras!”5 –escribió consciente de lo efímero de la existencia en el plano terrenal, hambriento de la perennidad en planos superiores y decidido –como William Faulkner– a apostar por la pena en contra de la nada.
Y como traductora y escritora conocedora del alma portuguesa6, de esa saudade implícita o explícita que permea todas las manifestaciones de su cultura –tal como el fado, fatum, hado lo manifiesta de modo desgarrador y esperanzador a la vez–, una rigurosa versión de la saudade hacia otro idioma en un único término que englobe toda la gama de matices que posee, no haría justicia, precisamente, al alma portuguesa. Es sí, apretadamente como hemos visto, nostalgia, melancolía, añoranza, tristeza, morriña, todo ello con un toque de esperanza. Pero es más que eso. Es todo eso fundido en un singular crisol sentido, vivenciado –y valga la redundancia– de manera singular, porque cada pueblo tiene su alma propia, tremendamente propia en calidad de aporte al mosaico universal. Por ello, al leer saudade, al asimilarla, al traducirla, es indispensable aprehender y definir la amplitud y la hondura de su concepto, aclarar que un único vocablo foráneo para trasladarla a otra lengua constituiría una aproximación necesaria para una comprensión elemental, pero que sería siempre parcial e incompleta en comparación con su alcance, y que el intento de encerrarla, de limitarla y reducirla de ese modo, sería “dar una idea” de una idea, crear un continente menor que el contenido; un guante más estrecho que la mano. Como ocurriría con otros conceptos propios de nuestras culturas a nivel planetario, con el alma musical del blues, por ejemplo, mucho, muchísimo más allá de la tristeza.
NOTAS
1. En: Revista Miscelânea de Estudos No. 9, 1963, Biblioteca-Museu Joaquim de Carvalho, Figueira da Foz, Portugal.
2. Aurélio Buarque de Holanda Ferreira, Editora Nova Fronteira, S.A., Rio de Janeiro, 1975.
3. En: João Ferreira, Op cit. Traducción de la autora.
4. Ibid. Teixeira de Pascoaes, O Espírito Lusitano, Porto, 1912.
5. “El Contra-Símbolo”, En: Fernando Pessoa, Poesías Coligidas, Cuadras ao Gosto Popular, Novas Poesias Inéditas, 4ta, edição, Editora Nova Fronteira, S.A., Rio de Janeiro, 1981.
6. Cuentos Tradicionales Portugueses, Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1985. (Selección, Traducción y Prólogo de Julia Calzadilla Núñez).
BIBLIOGRAFIA
Dicionário da Lingua Portuguesa, Aurelio Buarque de Holanda Ferreira, Editora Nova Fronteira S.A., Rio de Janeiro, 1975.
Cuentos Tradicionales Portugueses, Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1985 (Selección, traducción y prólogo de Julia Calzadilla Núñez).
“O contra-símbolo”. En: Fernando Pessoa, Poesias Coligidas, Cuadras do Gosto Popular, Novas poesias inéditas, 4ª edição, Editora Nova Fronteira S.A., Rio de Janeiro, 1981.
Revista Miscelânea de Estudos No. 9, 1963, Biblioteca-Museu Joaquim de Carvalho, Figueira da Foz, Portugal.
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Debo
confesar que al terminar una segunda lectura de
La resaca, en la
edición crítica que
Marithelma Costa ha preparado admirablemente para Plaza
Mayor, me encontraba perplejo en cuanto a cuál derrotero seguir, qué enfoque
tomar frente a una novela que me había causado bastante desazón. Lo que leí
de la crítica puertorriqueña no me satisfizo, ya que divergía radicalmente
de mi propia lectura del texto.
En su
análisis de la novela, Costa cita el comentario más acertado sobre la misma,
el de Concha Meléndez, quien define el tema central como “la derrota de las
ansias revolucionarias de los patriotas puertorriqueños en las “aguas
muertas” de la indiferencia, el egoísmo y la abulia. El título,
La
resaca, es una definición simbólica del tema: en la novela, el (549)
retroceso de la idea revolucionaria, la persecución y captura de los
rebeldes y la muerte del protagonista en el río subterráneo del neblinoso
Yukiyú, son la resaca desoladora . . .” (548-549). Meléndez define
algunas de las causas de mi desazón.
Otros críticos han preferido
aportar comentarios más positivos a tono con la puertorriqueñísima premisa
crítica de que “si no puedes decir nada bueno, no digas nada”. José Juan
Beauchamp la llama “novela de la tierra” (88). Luis O. Zayas “quijotiza” al
protagonista, lo tilda de “auténtico revolucionario dentro del contexto
nacional” (226) y de “héroe”, dándole a su madre, la trastornada Lina, el
concomitante título de “heroína” (205). También señala, como recoge Costa
en su valoración de la novela que sigue al texto, que “el protagonista
repite aquí la gesta mítica de la historia puertorriqueña . . . arrancando
del mito fundacional–representado por la leyenda de Uroayán–y condensándolo
en las hazañas de su héroe” (549). Cabe preguntarse si Puerto Rico tiene
una verdadera gesta histórica, qué mitos la sustentan, o si tal gesta es una
construcción cultural para justificar el fracaso del proyecto fundacional.
Mi propio
análisis me llevó a descartar el concepto de romance fundacional propuesto
por Doris Sommer. En
La resaca las relaciones eróticas tanto como la
reproducción salen mal paradas. No hay copulación satisfactoria en toda la
narración; con dos excepciones, lo que existe es el maltrato, el abandono y
la violación de esposas y concubinas bajo la férula de un rígido sistema
patriarcal que incluye tanto a insulares como a peninsulares. Las hembras
de los jíbaros le pertenecen a los amos (253; 269; 456); las hijas de los
amos le pertenecen al padre (264-65) Uno de los puntales temáticos consiste
en la mortandad de niños y adolescentes. Dolorito, en su infancia, está a
punto de morir dos veces (101;103) El proletariado pierde infantes a diestra
y siniestra por inanición o enfermedades. Los hijos de las clases altas no
están exentos: Lorenzo Quiroga muere a manos de su rival en amores (263);
Lope, producto de la violación de Rosario, una criolla, por Gil Borges, un
español, muere a manos del propio Dolorito (496-97). El mismo Dolorito sufre
un proceso constante de regresión. Cada vez que confronta la muerte de un
niño o de un adolescente, quisiera ser él quien hubiera muerto (377) lo cual
constituye una negación del proyecto fundacional. En cuanto a las mujeres,
Lina, la madre de Dolorito, sufre de monomanía religiosa (116); Lucía sufre
crisis nerviosas (262) y se convierte en la esclava de su marido; Rosario
empuja a su vástago a un cuasi incesto y es la causa indirecta de su muerte
(488). Y para colmo, Dolorito jamás se reproduce (272). No puede asumir un
rol fundacional.
Dolorito en sí es un “bandido”
sumamente conflictivo. Su nombre es más apto para un cotorro que para un
héroe. Su madre, y por extensión toda maternidad–es prominente el tema de
la virgen de Hormigueros (156, 465-75)--, constituye su obsesión, al modelo
Freudiano (410). El pozo, cuya presencia lo persigue, las aguas que lo
amenazan constantemente, pueden ser muy bien una versión del útero materno.
Don Cristo, la versión masculina de su madre, sufre de inapetencia y abulia
(174). Su padre es también abúlico, alcohólico y depresivo (114) La abulia,
por definición, es la incapacidad para ejercer la voluntad, marcador de
inferioridad degenerativa en el discurso finisecular decimonónico (Smith
103). Su abuelo materno–cuyo nombre él adopta–es un suicida (110).
Dolorito salva esclavas (97) y
pajaritos(102), roba pulperías y haciendas–siempre que pertenezcan a
insulares(352, 379)–casa jibaritas preñadas con los blanquitos que las han
seducido(426); libera presos–siempre que sean puertorriqueños(343)–pero
muestra una y otra vez una asombrosa falta de estrategia para mantenerse
libre (442) o atacar al enemigo, a quien cuando captura deja libre porque su
moralidad le impide la violencia asesina (342, 396, 402-03). Comete dos
homicidios en toda la novela: Lope, un criollo mestizo, y su archi-enemigo
español, Balbino Pasamonte–pero resulta que ya los americanos han invadido.
Y finalmente, muere dos muertes: el nuevo enemigo, que para colmo es un
tejano, lo abalea, y su amada montaña mítica, el Yukiyú, se lo traga. Va a
parar al pozo que ha temido desde su infancia. Dolorito no corresponde al
bandido que pasa a caudillo que pasa a hombre de estado como describe Juan
Pablo Deboves en su magistral estudio sobre el bandidaje y desarrollo
nacional en la literatura latinoamericana. No es suficientemente violento.
El final de la novela anula su
tan mentado contenido mítico. La repetición del gesto histórico no resulta
en un movimiento hacia el futuro. La creación de la leyenda de Dolorito no
anula la progresión hacia el pozo no de un individuo sino de todo un
territorio que no ha logrado constituirse en nación, dada la falta de
voluntad y la pasividad acomodaticia de sus habitantes (509). Naturalismo,
determinismo histórico e individual.
Ya para
este momento de mi lectura,
La resaca me recordaba dos fuentes que
ningún crítico había cubierto: el concepto de race, moment, milieu
que forma las bases del naturalismo, y el estudio de Michael Aronna,
Pueblos enfermos. Aronna analiza el discurso de la enfermedad que surge
de las teorías de degeneración propagadas por Max Nordau y Gustave Le Bon en
las postrimerías del siglo xix,
y se recoge en pensadores latino-americanos y españoles tales como Ángel
Ganivet, Enrique Rodó, Alcides Arguedas, y Carlos Octavio Bunge. El escritor
más cercano a estos teóricos en Puerto Rico, con bastantes salvedades, ha
sido Antonio Pedreira. Josefina Rivera de Álvarez lo considera “el maestro”
de Laguerre (II: 817), y el propio escritor narra el rol crucial que
Pedreira jugó en la publicación de
La
llamarada, su primera
novela (1935) como editor y reseñador (Costa, 61), hermanándola con clásicos
como Doña Bárbara, La vorágine y Don Segundo Sombra
(Álvarez II, 814). Saqué mi muy manoseada y apuntada copia de
Insularismo, ensayo que a mi juicio es el retrato definitivo de la
apórica identidad puertorriqueña. Y lo releí.
Y al
leerlo, me encuentro que La resaca es la versión novelada de
Insularismo, incluyendo el determinismo geográfico y la crítica amarga
contra la negativa personalidad nacional: el puertorriqueño dócil. Nada de
Galdós o Cervantes, aunque tiene mucho de Rómulo Gallegos, El Periquillo
Sarmiento y hasta del Dante–la relación del Dolorito con Rosario,
basada en la castidad y la distancia (476), es una versión irónica de la
relación Beatriz-Dante.
Pedreira
defiende a Laguerre en el prólogo a la segunda edición de La llamarada,
que Costa incluye en su edición para Plaza Mayor del texto, por la
característica en La resaca que más me choca: “De la filosofía
derrotista que pudiera haber en la novela no tiene la culpa el autor;
la tiene el personaje que en realidad vive esa vida. . . . Yo le quisiera
más resuelto, más decidido, más optimista, triunfando en todo y sobre todos,
pero el no es así hay que tomarlo como es, sin pretender que sea otro”
(80). Estas palabras, escritas sobre Juan Antonio Borras, se aplican
perfectamente a mi rechazo de Dolorito como personaje inverosímil–esto es,
no creíble. No hay tal cosa como un “bandido bueno”.
En La
resaca resalta el tratamiento negativo del elemento negro, a pesar del
personaje de Pai Domingo, el marido de la esclava que Dolorito protege de
niño. Una cita basta: “De las Torrecillas habían venido los negros. Unos
cuantos sorbos de aguardiente les hacían arder los sesos como jueyes al
carapacho acabaditos de salir de la olla” (377). Pedreira, tan lúcido
cuando se trata de analizar defectos y las virtudes de los puertorriqueños,
regurgita el discurso racista de los teóricos finiseculares (XIX) europeos y
latinoamericanos. Laguerre lo repite, llevado por la noción, también
fomentada por Pedreira, de que el único puertorriqueño legítimo es el
criollo--léase, no contaminado por la negritud-- del Yukiyú, la altura, el
dichoso jíbaro-- y que la bajura, el mar, la resaca, la costa, los
manglares, los negros, los tremedales, son sus enemigos naturales. A nadie
le parece extraño que en Puerto Rico no exista una “novela de la costa”.
El nombre
del anti-héroe protagonista de esta novela es decididamente antifundacional.
El siguiente párrafo en
Insularismo, resume y origina la personalidad
de Dolorito, bipolar o esquizofrénica (376), representativa de una corrupta
identidad colectiva: “Nosotros creemos, sinceramente, que existe el alma
puertorriqueña, disgregada, dispersa, en potencia,
luminosamente fragmentada, como un rompecabezas doloroso que
no ha gozado nunca de su integridad”(168). Dolorito recorre la isla de
un lado a otro sin nunca rebasar sus fronteras ni encontrar descanso. Evalúa
su situación espiritual: “Estaba solo, angustiosamente solo. Encontró que
la tierra era demasiado ancha y deshabitada. Y él, solo, angustiosamente
solo” (462). Como su padre, tiene tantos nombres que ya ni sabe cuál de
ellos le corresponde (515). No se reconoce como el ser legendario en que lo
ha transformado su amigo Juan Gorrión (464, 484)–o Juan Volao, porque
también tiene varios nombres). Dolorito entra a una leyenda literaria, no
histórica. En el plano histórico, su leyenda no existe. Las leyendas
reales corresponden a maleantes como Isabel Luberza, la gran meretriz
ponceña, o Toño Bicicleta, asesino de su esposa y parientes. No se puede
“leudar” la historia con la levadura de la leyenda (Costa, Entrevista
92), y más si es una leyenda literaria.
He querido
hacer, a vuelo de pájaro, un recorrido por lo que he pasado como lector, no
como crítico, con respecto a La resaca. Planifico un trabajo mucho
más extenso sobre esta novela e
Insularismo, que me permita
colocarlos en el contexto más amplio de la literatura latinoamericana y
europea. Y agradezco a la Profesora Costa el haberme ofrecido esta
oportunidad de un reencuentro con la literatura puertorriqueña, en su
magnificas ediciones para Plaza Mayor,
La llamarada, y la entrevista,
Conversaciones con Laguerre.
En la
edición de La Resaca el lector encuentra una minuciosa biografía del
autor, un estudio de la relación entre literatura e historia seguido un
minucioso recuento del momento histórico en que se desarrolla la acción. Le
sigue una explicación de las diferentes ediciones.
En cuanto
al valor pedagógico de esta edición, cuenta con una cronología múltiple,
que cubre de 1905 al 2005, relacionando la producción del autor con
acontecimientos históricos, literarios, artísticos y científicos; una
explicación de abreviaturas, y copiosas y eruditas notas al calce, El
comentario crítico al final del texto incluye un resumen del contenido, un
examen de los temas principales, una lista de personajes principales y un
análisis de la obra, seguido de una extensa bibliografía. Termina la edición
con actividades para el estudio de la obra y un índice léxico, onomástico y
fraseológico.
No puede pedir más ningún lector, sea erudito, pedagogo o estudiante. El
enfoque de Marithelma Costa es el modelo de cómo editar y preservar la
literatura puertorriqueña.
Nueva York, 2010
Obras consultadas
Aronna, Michael. ‘Pueblos
Enfermos” The Discourse of Illness in the Turn-Of-The-Century Spanish and
Latin American Essay Chapel Hill 1999.
Beauchamp, José Juan..
Imagen del puertorriqueño en la novela
Costa, Marithelma.
Enrique Laguerre: Una conversación. San Juan, PR.: Plaza Mayor, 2000
Dabove, Juan Pablo.
Nightmares of the Lettered City: Banditry and Literature in Latin
America 1816-1920.
University of Pittsburg Press, 2007
Laguerre,
Enrique. La resaca
---.
La llamarada. San Juan , P.R. Editorial Plaza Mayor, 2002.
Pedreira, Antonio.
Insularismo San Juan de Puerto Rico: Biblioteca de Autores
Puertorriqueños, 1957.
Rivera de Álvarez, Josefina.
Diccionario de literatura puertorriqueña . Volumen. 2. San Juan de
Puerto Rico: ICP 1974
Smith,
John H. “Abulia:
Sexuality and Diseases of the Will in the Late Nineteenth Century”.
Genders 6 (Fall 1989): 102-123.
Sommer, DorissFoundational
Fictions: The National Romances of Latin America.
Berkeley: University of California Press, 1991.
Zayas, Luis OO.
Lo universal en Enrique A. Laguerre. Río
Piedras: Editorial Edil, 1974.
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Recientemente
ha sido publicada por Innovación Editorial Lagares, la novela El corazón del
Rey del escritor cubano
Félix Luis Viera. Hablo de una
novela de más de quinientas páginas, en las que el autor, para empezar,
registra toda una época del acontecer cubano y le rinde homenaje, sensible y
sincero homenaje, a su ciudad natal: Santa Clara.
Vale iniciar
este acercamiento al texto justamente por lo que acabamos de referir; una
obra que registra excepcionalmente toda una época, casi cincuenta años.
Esto me obliga a discrepar parcialmente de los que han dicho que se trata de
la Novela de la Revolución. Creo que las revoluciones propician una
novelística, ha ocurrido en todos los procesos sociales de este tipo que
hayamos conocido; la tuvo la Revolución Francesa, la de Octubre y la
mexicana, por mencionar las más significativas. Pero eso de la Novela de la
Revolución, me parece no sólo arriesgado, también innecesario y poco
probable.
El Corazón del Rey es parte de la novelística de la
Revolución cubana y más que una novela de la Revolución, yo diría que es la
Novela de la Época, así con mayúscula, porque no recuerdo ningún texto
literario cubano de este último medio siglo que recoja con tal vastedad y
profusión de elementos, el acontecer cotidiano de la Isla. Tampoco creo
necesario calificarla a partir de visiones ideológicas, la novela es en sí
misma lo que es, con independencia de la posición e intenciones de quienes
la juzguen. No es una novela de la Revolución desde la óptica de quienes
cuestionan el proceso cubano, ni es un texto que puedan ignorar quienes le
defienden. Vuelvo a afirmar que es la novela de la época, del período
revolucionario, posrevolucionario, ambos incluidos, o como se le quiera
llamar a estos cincuenta años. No hay que olvidar que el tiempo real de esta
obra va de 1963 a 1968, pero su aliento histórico, su referencia alude a un
proceso que se extiende desde 1959 a la fecha.
Tampoco creo
posible analizar esta novela desde un punto de vista convencional, sería
absurdo, o cuando menos forzado, intentar, por ejemplo, hablar de un tema.
Tiene esta obra un gran asunto, digamos que las peripecias, contradicciones
y enfrentamientos de la sociedad en una ciudad de provincia en el período
posterior al triunfo de la revolución de mil novecientos cincuenta y nueve.
En ese gran asunto pueden verse acercamientos más o menos a ciertos temas
conocidos como temas universales, en el entendido de que se mueven valores
universales o eternamente humanos, como el amor, la amistad, la muerte, etc.
Sin embargo, en el caso de que busquemos un tema por su presencia a lo largo
de la novela, observado en casi todas las circunstancias humanas abordadas
por el autor, tendríamos que decir que el tema fundamental de esta novela es
la frustración, que conlleva, como casi siempre, nostalgia, desgarramiento y
decadencia.
Sin pretender
entrar al terreno de la filosofía, creo que las situaciones humanas son a
veces más complejas y trascendentes que el propio humano en su
individualidad. Félix Luis ha sabido crear o recrear en esta novela
situaciones humanas de tal complejidad y riqueza que trascienden las
particularidades. Esa frustración que desborda el plano de lo concreto
individual se extiende, se universaliza, se torna desgaste del individuo y,
en consecuencia de una sociedad que parece estancada, como hundida en un
absurdo que la va devorando. Esta realidad, este panorama sombrío va
propiciando la peor de las enajenaciones, porque siempre será más llevadero,
menos frustrante, caer de tus propios pies que descender de las alturas.
Quiero decir con esto, que ese plano de la frustración que narra y describe
el autor con peculiar maestría, es más doloroso, porque fue el resultado de
una revolución que levantó las expectativas de todo un pueblo, porque tuvo
un origen grandioso, de esperanzas y sueños.
El Corazón del Rey no es una novela política como
algunos preferirán encasillarla. La política es trasfondo, está
ineludiblemente vinculada con las historias colectivas e individuales,
porque en Cuba, por diversas razones; digamos que por la naturaleza
ideológica del sistema, por el enfrentamiento a un injusto embargo
económico, que significó también enfrentamiento político y hasta militar con
la vecina potencia imperial y porque se impuso como mecanismo de inclusión
social, la política, el discurso político más bien, se estableció como
imperativo. Sin embargo, no es ésta una obra esencialmente política, no
subordina jamás el autor el discurso o la intención política al hecho
estético, al literario propiamente dicho. Ocurre que Viera atrapa
exquisitamente el lenguaje y la sicología popular, como ya había demostrado
en obras anteriores. Atrapa también y recrea con notable altura la sabiduría
del hombre común. No le interesan a Viera los héroes excepcionales, por el
contrario, busca al personaje sencillo, a ese que vive hundido a veces en la
más rigurosa y hostil cotidianidad. En este caso los personajes principales
son en cierta manera antihéroes, se mueven prácticamente en la marginación,
que no es lo mismo que marginalidad: lumpen, prostitutas, vagos,
jugadores, borrachos, homosexuales; todos ellos son figuras insertas de
cierta manera en una sociedad que emprende un rumbo que le es adverso por su
naturaleza misma, no son los marginales que podemos ver en otras sociedades,
su marginación se da en la diferencia, una diferencia que la búsqueda de
uniformidad ideológica y social no podía tolerar. Dicho de otra manera, no
son precisamente marginales porque se muevan en el submundo, se trata de
marginados, porque no responden al patrón de revolucionario que el sistema
propone y de alguna manera impone. Nada tienen que ver con el hombre nuevo
que enarboló la consigna de la época; son el “hombre viejo”, el que opera
con paradigmas anteriores o al menos, distantes del socialista que esa
consigna pretende universalizar dentro de esa sociedad uniforme. Incluso los
revolucionarios, los que están incorporados al proceso resultan imperfectos,
porque dudan, porque se quejan o admiten la duda y la queja.
Robertón Pérez
y la Samaritana y el propio narrador son la más alta expresión de esos seres
desfasados, incongruentes con el entorno político, pero grandes, acertados,
convincentes personajes que se alejan de toda concepción maniquea.
Profundamente humanos, dramáticos en sus luchas internas y sus
enfrentamientos con una sociedad donde no caben, pero literariamente
enormes, dramáticos sin melodrama, duros en su cosmovisión, en su ubicación
personal. Ni siquiera la Samaritana con su naturaleza ambivalente;
masculina y femenina, al mismo tiempo, ni siquiera él, cae en plano del
melodrama. “De tranca”, diría el propio autor usando una de sus expresiones
admirativas más socorridas, porque no es fácil para un escritor concebir a
un personaje tan distante de sus preferencias y su sicología, y dotarlo de
cualidades y detalles humanos que lo hacen querible y respetable.
Félix creó un
narrador espectacular, capaz de ser juez y parte, testigo y protagonista de
una historia que se extiende a lo largo de quinientas quince páginas. Un
solo punto de vista, aparentemente, un solo narrador en primera persona,
pero aparente he dicho, en realidad este personaje narrador que no tiene
nombre o que tiene cualquier apelativo: Es Campeón u otra cosa si el
interlocutor es Robertón Pérez; Machi, Michi, mi Chichi si es la Samaritana
quien le nombra. Narrador y personaje que se desdobla, que es testigo y
actuante en cada caso, que lo ve y lo sabe todo, por lo que adquiere rasgo
de omnisciente sin serlo. De hecho se convierte en una especie de conciencia
crítica, un eje conductor que en ese desdoblamiento señalado consigue
narrarse a sí mismo, como si se mirara en el espejo; logra focalizar
determinadas situaciones como si se tratara de una tercera persona. Una voz
narrativa conducida como sólo puede hacerlo un escritor que ha alcanzado la
maestría y agudeza que caracterizan a Félix Luis Viera, quien además de
contar con un talento probado, ha dedicado su vida a perfeccionar el
lenguaje y las técnicas de la narración.
Sólo estas
cualidades permitieron concebir un personaje-narrador que cuenta una
historia en más de quinientas páginas sin agobiar al lector. El hecho de que
ese narrador lograse autocaracterizarse de la manera que se da en esta
novela, es un fenómeno que merece un estudio particular.
Probablemente
uno de los retos más complejos y significativos para un escritor es la el
diseño de los personajes. No es cosa simple dotarlos de sicología y
comportamiento, evadir los antagonismos que no sean propios de su
caracterización. Visto de otro modo, el personaje tiene que ser convincente
y tener la autonomía suficiente. Sólo es un buen personaje aquel que es
capaz de ser una referencia más allá de la obra misma donde se le da vida.
Hablamos, desde luego, de esa autonomía que propicia una relación
comunicativa con el lector al punto de quedarse en el recuerdo como
referente permanente. Félix Luis Viera nos ha dejado en su obra una serie de
personajes memorables, presentes en el recuerdo por lo que hacen y dicen,
por su ubicación en determinados contextos y por lo cercano a nuestras
propia expectativas. Robertón Pérez es uno de ellos, lo es la Samaritana.
Vale este ejemplo de lo que estamos afirmando, porque podemos estar en la
acera opuesta a las características del personaje, que pueden ser cualquiera
de los antes mencionados, pero llegamos a quererlo, respetarlo y
solidarizarnos con él frecuentemente. En cierto momento el
personaje-narrador reprende a la Samaritana, lo califica (yegua, le dice),
y uno llega a sentir no sólo compasión, sufre la agresión como propia, a
pesar de que ya contamos con la información necesaria para saber que la
reprimenda se debe a los excesos melosos de la Samarita, porque hay una
amistad profunda entre ellos.
He dicho que
El Corazón del Rey no es una novela política, pero sí es una obra de
profundo aliento social. Cuestiona, denuncia, critica y sobre todo hace
interrogaciones constantes, que probablemente sean los más agudos
cuestionamiento. No podía ser de otro modo, porque parte de la vivencia de
un pueblo durante una época donde justamente abundan los cuestionamientos,
las interrogantes y los desafíos. Hay en todo eso un sabor amargo, un tono
de frustración y nostalgia, no de agresividad ni de crítica panfletaria.
En un pasaje
memorable donde un personaje intenta defender lo indefendible, como
perseguir y agredir a quienes escuchan a Los Beatles, cosa que efectivamente
ocurrió en la sociedad cubana de los años sesenta, uno puede encontrar
cuestionamientos como el que veremos aquí:
…¿Qué daño podrían hacerle Los Beatles a las fibras patrióticas de alguien?
¿Cómo será posible que algunos hombres estén dispuestos a golpear a
otros por semejante razón , que, además de no ser razón, no ha picado en
sus sentimientos individuales ¿ Cómo será posible que en nombre del poder y
amparado por éste, unos hombres goleen a otros? ¿No es éste el caldo de
cultivo para fabricar cobardes? ¿No son éstas las primicias de donde han
salido los grandes movimientos de esbirros? (El C. del R. Pag. 228)
Sería una
desgracia, una falta de valentía y decoro que la literatura de esta época no
hablara de estas cosas, no recogiera esa experiencia amarga, que a muchos
puede parecerle anécdota, pero que marcó generaciones y sigue presente en el
recuerdo de quienes vivieron esa y otras experiencia parecidas.
Estoy entre
los que creemos que las revoluciones son necesarias, pero admitir, a tono
con el discurso político interesado, que estas cosas, es decir, que la
violencia es insoslayable y que toda acción que provenga de las mayorías
contra las minorías se justifica, me parece la más innoble manera de ir
contra ellas. Una revolución no puede defenderse atropellando lo que habría
de ser esencial a su naturaleza, es decir, la defensa del hombre y sus
derechos. El criterio de masa contra individualidad ha sido el defecto más
común de las revoluciones conocidas hasta ahora. La Revolución Cubana no es
ajena a este” pecado original”, el episodio de los Beatles no fue el único
ni el más costoso. El caso Mariel en 1980 fue uno de ellos, aunque
cándidamente muchos narradores se desentendieron, por el equivocado criterio
de que con eso eran leales.
En El Corazón
del Rey Viera aborda estos episodios con tristeza, a veces con rabia, pero
siempre con la mesura que requiere el hecho estético. No hay panfleto, no
desmesura ni crítica por la crítica. La denuncia o el reclamo se dan sin
hacer concesiones literarias, sin subordinar lo estético a lo político. El
enjuiciamiento es resultado del contexto histórico, nunca de una intención
ideológica dominante. No hay descuidos en el lenguaje, aunque los personajes
se muevan en un medio a veces de bajo nivel intelectual. Quiere esto decir
que Félix caracteriza con rigor, no mimetiza, no intenta hacer dejaciones
estética en función de determinados giros o expresiones que puedan verse
coherentes con el medio.
Es esta una
novela de magnitudes, consagratoria desde mi punto de vista. Una novela que
honraría a cualquier casa editorial, a las más grandes del planeta, aunque
ya sabemos que muchas de ellas no la publicarían por dos razones
fundamentales, equivocadas e injustas las dos. Por una lado porque el
criterio mercantil se ha impuesto y una novela de quinientas quince
cuartillas es “un riesgo demasiado grande”; por otra parte, porque ahora de
pronto, el tema cubano se ha vuelto tabú.
Sin embargo,
El Corazón del Rey es una novela memorable, de las que tienen un lugar
asegurado en la historia, con independencia al modo en que comercialmente se
asuma. Más allá de posibles silencio de la crítica y de los intencionados
cuestionamientos que surgirán ineludiblemente por la contundencia de sus
verdades.
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