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Es un día cualquiera, de algún mes, a principios del siglo XIX; por la puerta de cedro artísticamente remachada y abierta de par en par de la espaciosa cocina, se escapan tentadores aromas. Sobre el fogón de carbón, encima del cual una enorme campana hace las veces de chimenea, cuece el almuerzo de los dueños de casa una diestra e inspirada negra, para quien este arte no tiene secretos. Por las rojas losas catalanas, sus pies se mueven presurosos, llevándola de un lado a otro de la amplia mesa de madera pulida donde se concentran ingredientes y condimentos.

Entre los alimentos que ella prepara los hay de la cocina europea ‑el champiñón se usa, por ejemplo, profusamente‑ y de la lejana África, pero ya son criollos. Si los fritos se confeccionan con el oloroso aceite de oliva español y en ellos predomina el ajo, lo que se fríe es plátano verde o maduro y viandas "del patio"; el ajiaco ‑de nombre y origen taínos, pero ampliado por los criollos con viandas no cultivadas por nuestros primeros pobladores‑ ha sustituido, convirtiéndose en el plato nacional, a la ibérica olla podrida. Y la pasta o jalea a la que acompaña el queso casero, es de guayaba. En vez de agua, en ocasiones se beben, es cierto, vinos españoles, sobre todo tintos. Pero los refrescos son de frutas cubanas y entre ellos tiene sitio preferente la champola de guanábana. No hay comida completa sin café, que puede preceder a una sobremesa más o menos larga, tras la cual los caballeros proceden al ritual de encender y fumar despaciosamente sus habanos: los mejores del mundo.

Ahora bien, para llegar a esa cocina "mulata", debieron transcurrir más de dos siglos, en los cuales, la población aborigen de la Isla se extinguió virtualmente a consecuencia de la imposición de un brutal sistema de trabajo esclavo. Para tomar el lugar de esa fuerza de trabajo, África fue sangrada de centenares de miles de sus hijos. Pero nuestros ancestros africanos pudieron reproducir aquí sus manjares preferidos, y muchas de sus costumbres culinarias conservan hoy su vigencia. No hubo ruptura entre el entorno africano y el medio cubano. Hubo continuidad tanto para las prácticas religiosas como para los hábitos alimentarios. Ambos aspectos se conjugan: las religiones afrocubanas han conservado ciertos platos exóticos ‑por llamarlos de alguna manera‑ que habrían desaparecido ya si no tuvieran arraigo ritual. Pero también han incorporado otros surgidos de la creatividad criolla.

En la Cuba colonial, la abundancia y variedad de alimentos disponibles haría que la población de la Isla, sin excluir a la esclava y a la marginal, no padeciera de privaciones. A pocos años del inicio de la colonización, ya se aprecian dos elementos predominantes en la dieta básica de la población: la carne de cerdo y el cazabe, heredado de los indios cubanos, que tomara el lugar del pan de trigo. La apropiación de la tierra y la práctica extensiva de la cría suelta de ganado vacuno y porcino, hizo que la carne fuera, hasta fina­les del siglo XVIII, el más barato de los alimentos. Sin embargo, la redistri­bución de las tierras en el occidente del país para el fomento de ingenios modificó tanto el precio de la carne, aumentándolo, como la forma de cría del ganado, que quedó cercado en potreros.

Con la entrada masiva de esclavos y la necesidad de alimentarlos para evitar, en lo posible, restar tiempo a su ocupación en plantaciones e ingenios, se inició la importación de tasajo, bacalao y arroz en grandes cantidades. Al esclavo rural, no obstante, le era permitido ocasionalmente criar algunos cerdos y complementar su dieta cultivando sus parcelas, llamadas conucos, el séptimo día de la semana. La venta del producto de estos conucos sería utilizada, mucho después, corno vía de ahorro para comprar la libertad.

Don Fernando Ortiz¹ llama la atención acerca de que los africanos trajeron a Cuba las ya casi olvidadas ensaladas de verdolaga y de bledo blanco, y algunos dulces confeccionados con los tallos de la fruta bomba, que cedieron al paso hace ya tiempo a otros elaborados con los frutos de esa misma planta, desdeñando sus tallos. Advierte, asimismo, don Fernando, que la cocina africana, incluso la heredada de los pueblos ganaderos, no emplea ni leche ni huevos. Ni la una ni los otros eran considerados por nuestros ante­pasados de esa procedencia, como propios para el consumo humano. Y si algunos de ellos entra contemporáneamente en la elaboración de un plato de santería, es por la criollización de los ritos. El guanajo, añade, no se come en santería porque no es oriundo de África.

En el siglo XVI, los colonos criadores de ganado ocupaban una posición favorecida, algunos peldaños por encima de la de los agricultores: la Isla era punto de avituallamiento de los barcos españoles enrumbados hacia otros puertos de Hispanoamérica o de regreso a la Península; la carne salada, ahumada o embutida era indispensable para la larga travesía en una u otra dirección. El ganado vacuno y el porcino prosperaron, no así el ovino. La dieta básica de los indios esclavizados entonces consistía del llamado tasajo brujo (carne de cerdo adobada y ahumada) y cazabe.

Los cultivos más extendidos eran los de la yuca ‑dedicada casi enteramente a la fabricación del cazabe‑ la malanga y el boniato, todos cosechados por los indios; a los mismos se añadió el plátano, que algunos estudiosos aseguran fue traído de las Islas Canarias por los colonizadores. Pero también se cultivaban nabos, rábanos, coles, calabazas, cebollas, varios tipos de frijoles, distintas variedades de ajíes nativos, melones, caña de azúcar, arroz y el ñame africano. Este último llegó, a todas luces, con los esclavos que en número comparativamente reducido, ya habían sido traídos a Cuba.

Por las calles de las villas, los pregoneros ofrecían sus mercancías a residentes y viajeros. Las chucherías más populares, según las crónicas de la época, eran las longanizas, los buñuelos, los pasteles, la tortilla de maíz y la catibía.

Las estadísticas afirman que hacia 1600, la población esclava de la Isla era aproximadamente el 50% de la población total. La necesidad de alimentar a las dotaciones obligó a los amos a prestar mayor atención a la agricultura; ésta sufrió la misma sistematización que la ganadería. En el siglo XVII se trajeron vacas mansas para la producción de leche y sus derivados. Los bosques fueron mermando ante el empuje de los ingenios necesitados de combustible, pero también por la explotación de sus maderas y debido a la extensión de los cultivos y la cría de ganado. Los árboles frutales, que crecieran silvestres, fueron encerrados en huertos. La fama de las frutas criollas había llegado al Viejo Continente.

Un entusiasta de entonces decía de lo que crecía en suelo cubano:

Hay otras frutas y yerbas muy buenas, como son [las] piñas y las de Cuba son las mejores y más dulces que en todas las Indias  [...] ñames, melones muy buenos todo el año, calabazas de agua, arroz, pepinos, zanahorias, nabos, coles, tomate y mucha mostaza que se produce y recoge sin sembrarla [...] rábanos, culantros y yerbabuena, berenjenas todo el año. Mucho maíz, aunque se crían muchas gallinas, mucha yuca que se hace el cazabe. Diversidad de pimientos y unos como granos de pimienta y hacen el efecto de ella en los guisados [...]2

Cuba era no sólo la "isla más fermosa" de Cristóbal Colón, sino una tierra de notable fertilidad.

Esta abundancia fortalecía hábitos tal vez excesivos en el comer. En La Habana del siglo XVIII se iniciaba el día de trabajo a las seis de la mañana con una taza de café humeante o de espumoso chocolate. Se desayunaba sobre las diez de la mañana, abundantemente en las casas pudientes y en los hoteles: carnes (los habaneros las incluían en todas sus comidas), tortilla, jamón, pescado (parte importante de la dieta en las poblaciones costeras o cercanas al mar), vino clarete y una taza de café fuerte. La comida se hacía a las tres de la tarde, y era la última del día, más copiosa y prolongada que el desayuno. En Santiago de Cuba se hacía una comida más: después del café o del chocolate mañaneros, se "almorzaba" a las ocho de la mañana, se "comía" a las doce meridiano y, tras la siesta de rigor, se cenaba a las nueve de la noche. Y en todas partes se "picaba", es decir, se tomaba una fruta, un refresco, o un simple terrón de azúcar entre comidas.

La afición por las bebidas heladas y los sorbetes comenzó con la importación de hielo en 1807; llegó desde Nueva Inglaterra, en grandes bloques y preservado en aserrín. Para mediados de siglo, ya era un ramo de comercio muy lucrativo, a pesar de que se vendía muy barato. Ya entonces existían ocho almacenes de hielo en La Habana, dos en Matanzas y dos en Nuevitas, además de dos neverías en La Habana y otras tantas en Santiago.

Tan importante era, en suma, la comida en su condición de sustento y en su calidad de actividad social, y tan bien diferenciada estaba la criolla de la española, que se conoce la publicación de un Manual del cocinero cubano, en 1856, salido de la Imprenta de Spencer y Compañía, sita en O'Reilly 110, que incluía un "tratado"' de dulcería y pastelería cubanas, con frutas del país.

En los registros de Santiago de Cuba se encuentran las listas para las compras de alimentos destinados a las dotaciones de esclavos: las bien conocidas refacciones. De ellas seleccionamos la del legajo 579, Expediente 2 del año 1832, por ser la más completa de las que pudimos examinar. Fue la confeccionada para el cafetal, la hacienda y el ingenio "Sta. Teresa Suena el Agua", propiedades de doña María Loreto de Hechavarría. En esa lista consta el siguiente pedido:

1 partida de ñame,

1 partida de maíz,

1 partida de frijoles colorados,

1 lata de aceite de almendras para curar a los negros de la hacienda,

1 quintal y medio de bacalao para comida de los negros y mayoral,

4 libras de tasajo para el mayoral,

3 botellas de manteca para el mayoral,

4 quilos de galletas para el mayoral,

2 arrobas de sal para el mayoral y negros,

1 peso de especias de toda clase,

2 barriles de caballas para raciones de esclavos,

1 barril de arenques para raciones de esclavos

12 barriles de aguardiente,

1 quintal de bacalao para los negros que han ido a la construcción del camino

del Cobre.

Don Fernando Ortiz,3 en lo que parece ser una relación alimentaria válida para todo el país, hace una anotación más completa de la alimentación de los esclavos:

1. el agua,

2. viandas producidas por la finca (plátanos, yuca, papas, ñame, maíz, malanga, calabaza y arroz),

3. tasajo o carne salada de vaca, bacalao, pescado salado y a veces carne fresca,

4. frutas ""de cosecha": melones de agua y de Castilla, piñas, limones, limas y cidras, cocos, caimitos, zapotes, mameyes colorados y de Santo Domingo, anones, guanábanas, guayabas, icacos, pomarrosas, marañones, granadas y tamarindos,

5. frutas silvestres y caña de azúcar,

6. condimentos: azafrán, pimienta de Castilla, ajíes varios, comino, culantro, yerbabuena, toronjil y canela,

7. maíz.

Moreno Fraginals4 señala que la ración diaria de carne o pescado salado de un esclavo adulto era algo superior a los 200 gramos.

Un norteamericano, Samuel Hazard, dejó de su periplo cubano realizado poco antes de estallar nuestra primera y prolongada guerra por la independencia de 1868, una deliciosa crónica que es, además de un pormenorizado recuento de cuanto vio y disfrutó en nuestra Isla, obligada obra de referencia sobre los usos y costumbres de la ^época. Observador agudo, acucioso y dotado de un buen humor a todas luces inagotable, Hazard era hombre que apreciaba la buena mesa. Entre sus anotaciones y dibujos, dejó muchos sobre los hábitos de este orden en cafetales, ingenios, hoteles, fondas, bohíos, casas de familia y de huéspedes a lo largo y ancho del país, poniendo énfasis en sus preferencias e incluso formulando sugerencias úti­les a otros viajeros.5

Hazard presenta dos menús de un almuerzo campesino.6 En ambos figuran los plátanos fritos y asados; el plato principal de uno era el ajiaco, y del otro, la carne de cerdo frita. Y se refiere, como muy frugal, al desayuno en los cafetales de Oriente: sólo café fuerte y un bizcocho, mientras que en el almuerzo figuraban una profusión de viandas, el cazabe en sustitución del pan, y nuevamente la carne de cerdo, frita o asada.7 La mantequilla, comenta, no es cubana, y lo que se vendía y comía como tal era bien diferente de la conocida entonces en su país.

De sus recorridos por Oriente queda también un personaje: Madama Adela Lescailles negra propietaria de un hotel muy frecuentado por Hazard, quien alaba la pulcritud, el buen trato y la mejor comida del establecimiento.8 El apellido de la dueña sugiere una procedencia haitiana, y su condición de propietaria indica no sólo tesón y laboriosidad, sino un entorno social favorable a la conversión del esclavo liberto en empresario por cuenta propia, lo que no parece haber ocurrido con frecuencia en la capital, al menos no de un negocio de envergadura para esa época, como un hotel.

De Puerto Príncipe trajo Hazard recetas para la preparación de la jalea y la pasta de guayabas. Para confeccionar la primera, cuenta, se cortan los frutos a la mitad; se extraen las semillas y la pulpa antes de cocinarlos a fuego lento. Se hierve azúcar para hacer un jarabe que se clarifica con el jugo obtenido de exprimir la pulpa de la fruta. Se deja al fuego hasta que tenga el punto adecuado, tras lo cual se vierte en moldes individuales y se deja enfriar. La pasta se elabora de igual forma, aclara el autor, pero incorporando la pulpa al jarabe.9

Hazard era un apasionado de las bebidas refrescantes y las describe en detalle. La naranjada, considerada por él la bebida nacional, se hacía con naranjas dulces en la ciudad y agrias en el campo. Para la limonada, se prefería la lima al limón, y en algunas casas, como exquisitez, se añadían al hielo unas gotas de ron de Jamaica. Eran igualmente gustados y famosos los panales, confeccionados con clara de huevo batida y azúcar, que se disolvían en agua de limón; las horchatas, parecidas al ponche de leche, de jugo de almendras endulzado con azúcar y diluido con agua; y la infusión fermentada de corteza de piña a la cual se llamaba, entonces y hoy, garapiña. También tenía palabras de encomio para un ponche caliente destinado exclusivamente a quienes padecían de dolencias pulmonares: consistía en la mezcla de ron, whisky o coñac  con  guarapo recién sacado de las calderas. Este combinado se agitaba hasta hacerlo bien espumoso. Además, se bebía la cerveza inglesa, la chicha obtenida de la fermentación del maíz en agua azuca rada, y la sambumbia de agua y melaza.10

La variedad de formas de preparar los huevos, como entrantes en el almuerzo citadino, llamó la atención de Hazard. Los había pasados por agua; estrellados (en revoltillo) con salsa de tomates; fritos; en tortilla, con riñones, jamón, petitpois, champiñones o tomates, y rellenos, rociados con zumo de limón.

Los caldos y las sopas eran también plato obligado; Hazard divide a los primeros en los que se asemejaban al consomé, los que se servían con pan tostado, y los espesos –como purés ligeros‑ generalmente de vegetales y hortalizas. Una sopa muy popular era la de pan y leche, pero no llevaba demasiada ventaja a la de fideos y a la de arroz. La sopa de tortuga era considerada un plato de agasajo.

Entre las carnes, distingue a la hecha como aporreado, desmenuzada en tiras a medio cocer y aderezadas con vinagre y sal, que después se freían ligeramente en manteca con tomates, cebolla, pimienta y el insustituible ajo.

Narra, asimismo, que el pescado se servía con mucha frecuencia empanizado, adornado con rodajas finas de limón y cebolla y hojas de laurel, cubierto con salsa holandesa y acompañado de rebanadas de pan frito en aceite.

Y además menciona entre las ensaladas una de palmito, cocido en salsa blanca, que se comía aún caliente. Esta ensalada es, pensamos, una buena muestra de la simbiosis culinaria de África y Europa en nuestra tierra.

La cocina criolla, parte inseparable de nuestra cultura, tiene componentes diversos. Mientras que en Cuba la cocina china, por ejemplo, ha mantenido su individualidad y exotismo, la africana se mezcló con la española en proporciones casi iguales e incorporó algunos platos y sutilezas de la francesa.


Esta mezcla resultó en una explosiva y espectacular "'escuela" cubana de cocina, que nada tiene que envidiar a sus progenitoras en variedad y exquisitez.

Y como  los cocineros somos, por lo general, parcos, y preferimos mostrar nuestro afecto compartiendo con los amigos el placer de una sabrosa comida, imagine el lector estar sentado ante una larga mesa, bellamente adornada con mariposas, orquídeas, marpacíficos, rosas y maravillas. Presidiéndola estará Olofi. Entre sus comensales reconocerá de inmediato al sabio Orula, al bondadoso Obbatalá, al travieso Elegguá, al audaz Oggún, a Ochosi –que aportó la montería al banquete–, a Osain, que trajo las yerbas aromáticas que lo condimentaron, al belicoso Changó, a la casquivana Ochún, a la maternal Yemayá, al lúgubre Oddúa, a la austera Yewá, a la tormentosa Oyá, a la amante Obba, al enigmático Olokun, al enamorado Babalú Ayé, a la malgeniosa Naná Burukú, al poderoso Aggayú, al caritativo Inle, a los simpáticos Ibeyis, al laborioso Ochaoko y a algunos discretos Eggun. Olvidadas por una vez querellas, diferendos y rencillas, ellos y usted disfrutarán de una cena inolvidable. Buen apetito.

notas

1.  Fernando Ortiz: "Ta cocina afrocubana", en ¿Gusta usted?, Imprenta Úcar, García, S.A., La Habana, 1956, pp. 671‑678.

2.  Leví Marrero: Cuba: economía y sociedad, Editorial Playor, S.A., t. 3, p. 288, citando la "Relación de las cosas más necesarias e importantes que hay en el gobierno de Santiago de Cuba, de que da noticia el capitán Juan García de Naria y Castrillón, gobernador  que  fue de dicho gobierno (18‑VI1617)", British Museum, Add. Mss. 13992.

3. Fernando Ortiz: Los negros esclavos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1987.

4. Manuel Moreno Fraginals; El ingenio, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978, t. I, p. 61.

5. Samuel Hazard: Cuba a pluma y lápiz, Cultural, S.A., La Habana, 1928, 3 tomos.

6. Idem, t. III, cap. XL, pp. 146‑147.

7. Idem, t. III, cap. XXXVI, pp. 32‑43.

8. Idem t. III, cap. XXXIII, p. 8.

9. Idem, t. III, cap.  XXXIX, pp. 127‑128.

10. Idem, t. III, cap. XXVI, p. 86.

_____________
*
Del libro Mitos y leyendas de la comida afrocubana, Natalia Bolívar Aróstegui y Carmen González Díaz de Villegas, Editorial Plaza Mayor, San Juan, 2000.

 

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