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En el Tintero / Archivo

 

De mí se desprende la silueta de mí misma, se desliza hacia el asiento vacío que está a mi izquierda, lo ocupa, se prepara para el discurso dirigido a mí aunque su mirada está fija hacia adelante, sus ademanes libres, su porte grotesco y abierto: el gascar de Guantánamo a Caimanera iba lento, parando en Novaliche y en tantos otros tramos de los veinte kilómetros; el boleto, gritan, y yo se lo doy y el conductor ni me mira y abre un par de huecos inútiles en el cartoncito y sigue recogiendo el del otro, el de la otra y el de todos en el pequeño gusano del tren; la parada en Caimanera, me bajo y ahora tengo que correr y coger la lancha en el muelle y siempre esa peste en Caimanera y la lancha atraviesa la bahía y el soldado pide el pase a la entrada de la base naval y oigo inglés todo el día y el tedio y el aburrimiento y el día empezó a las cuatro de la mañana, y la máquina de escribir y unos minutos para tomar café y cuarenta y cinco minutos para el almuerzo y otra vez la máquina de escribir y las cuentas y sumas y restas y se llega a Guantánamo a las siete de la noche y aquel caserón donde una vieja enlutada se multiplica en muchas viejas enlutadas, mira, que nunca han deshonrado el honor de nuestra familia y tú no has caído mala todavía, ya deberías de haber tenido el periodo; y ni forma de explicarles que siempre se me atrasó el periodo y que el honor está ahí encerrado cerca de la abertura por donde orino y la vieja vestida de un negro más riguroso me mira la barriga hasta que no puede contenerse y me la toca proclamando a viva voz que nunca han manchado el honor de nuestra familia, no me molesto en recordarle que siempre tuve la barriga grande, dura y mirando hacia arriba y que a veces estoy cuatro meses sin periodo y que por el hueco cerrado sólo me ha entrado agua de mar cuando voy a la playa; con su tela negra, se queda estática, levanta un ala de la nariz y la mitad del labio superior como presintiendo un hedor, me toca de nuevo la barriga y con voz trémula, nunca permitiríamos una deshonra, si te deshonraran, tendríamos que mandarte con tu madre; la vestida de un luto menos cerrado entorna los ojos hasta ponerlos en blanco como si le estuviera entregando un orgasmo a algún caballero fantasma al que se le hacen invisibles la armadura de hierro, la lanza, las manos y toda la carne y todos los huesos; temblando con un placer virginal y venéreo, dicta una doctrina también enferma: ser novios significa sólo tocarse los labios, yo moriré soltera y virgen como toda persona que jamás ha manchado el honor de la familia, y cae en una convulsión de placer sádico como si estuviera deleitándose con el presentimiento de un pecado, entre lágrimas y gemidos intermitentes y rápidos desfila la dentadura sonriendo, saboreando su victoria tan amarga de irse a la tumba intocada, intacta, y me suelta un latigazo de palabra, muchacha, por qué no contestas, mírala, hermana, como se va para el cuarto sin decir una palabra y se ha metido en la cama; allí quedan las dos hermanas de mi madre, las enlutadas, Carmita y la virginal que no he querido mencionar hasta ahora, voy a meterme en la cama sin decir palabra porque la palabra se hace inútil entre las enlutadas; es tarde y mañana otra vez, a las cuatro de la mañana, estoy tan cansada que esta noche no puedo ni estudiar francés, me acuesto con la barriga grande como siempre, sin el periodo, como siempre, con la virginidad intacta, como siempre; y ya las cuatro y el amanecer tan hermoso y el plan del día tan triste y el gascar y la conjugación en francés y el grajo del que tengo al lado que me entra violentamente por los huecos de la nariz, no hay otro lugar donde sentarse y retengo hasta Caimanera este deseo de vomitar, ya pasamos Novaliche y la carrera para la lancha y pensar en cómo nos despedazarían los tiburones si se rompiera la lancha; el soldado, el inglés, el café y los cuarenta y cinco minutos, la máquina de escribir, la tarjeta que juzga nuestra hora a las ocho y a las cinco; enseñar el pase, otra vez la lancha, otra vez el tren, la vieja que vende mariquitas de plátano en la estación de Caimanera, que me voy comiendo lentamente en los primeros kilómetros y ya pasamos Novaliche y a bajarse en la estación final, caminar siete cuadras hasta el caserón de las viejas enloquecidas de honor y sexo; el tedio me hala la garganta, tomo belladona, hoy estoy demasiado cansada para estudiar francés, no recuerdo si tomé la belladona, sé que la iba a tomar y me tomo una pastilla y me acuesto a dormir; son las cuatro de la mañana y de este pueblo hay que irse, el cónsul americano en la base naval me dijo hace unos meses, con su boca de ano estreñido y su voz gangosa, que no me daría la visa a menos que yo tuviera cinco mil dólares en el banco; salí llorando de su oficina y lloré toda la tarde sobre la máquina de escribir, aquí no se dan milagros y uno muere desde las cuatro de la mañana hasta las siete de la noche y después se acuesta uno para descansar de la muerte y el descanso es muy corto y otra vez son las cuatro; me dicen que el cónsul americano está en la base y voy a verlo con mi insistencia que anticipo inútil; me visualizo en la oficina del de la boca encogida y, perdone mister cónsul, que mire, que yo tengo que irme de aquí y mi sueldo miserable y los cinco mil dólares; me interrumpe el diálogo imaginario la presencia del estreñido con un capitán de unos huevos enormes, apretados siempre contra el caqui; en sus breves visitas por la oficina del Club, apenas si me había mirado y hoy no sé qué bicho le picó y hello, how are you, te vas para USA, pues que tengas buen viaje y éxito y un chiste y se rió y me reí sin saber lo que había dicho y el de la boca encogida cree que soy íntima del capitán y come in, usted no tendrá problemas para la visa, le deseo buena suerte, y me preparé para volar a USA; la compañía de aviación, la gente hablando que el viejo es maricón y que no, que todos sabemos que el maricón es el hijo aunque los dos son casados y que el viejo se la jugaba a la mujer gordona de michelines inflados y se la jugaba con otro hombre, todos lo sabemos porque lo hemos visto paseando en el coche de Rufo por el parque de Periquito Pérez pero yo siempre estoy en la luna y creí que a Rufo se le había muerto el caballo hacía mucho tiempo pero las bocas indiferentes del pueblo se abren y cierran para comer y para decir que Rufo paseaba en su coche a los dos maricones porque siempre se habla en ese tono burlón y agresivo contra los homosexuales, yo, no abro y cierro la boca con los demás, sólo que, mire, señor agente, mi reservación desde Guantánamo hasta San Francisco, sí, en California, sí, para julio 21 y él nada pregunta porque tengo fama en el pueblo de ente raro y solitario pero llevo mi rareza conmigo porque es lo único que tengo y te dejo sólo la fecha del 21 y te imagino caminando hacia los michelines con tu cadera ladeada y tu nalga huesuda, mira, que ésa se va sola para San Francisco, y sigo hablando con mi mente que no recoge los ángulos de las calles ni los bordes de las aceras porque no se darán grandes milagros pero ahorita me voy de este pueblo; los mosquitos de Caimanera me dejaron de picar, la peste se fue y en el tren y en la lancha una y otra vez USA en mil fotografías, página a página hasta llegar a San Francisco y quedarme allí, en aquellas cuatro fotos hasta que el parón fuerte de la lancha me hace sacar automáticamente el pase de la cartera; el ciclo de cuatro de la mañana hasta las siete de la noche empezó a girar en redondo como una subida a la gloria, el vértigo, caigo en el tiempo, en la forma extraña en que pasa el tiempo porque ya siento que me fui de aquí y todavía luchando con el pase y ahí están las mariquitas de plátano mientras me busco y me busco en las cuatro fotos fijas, absorbentes, que me hablan hasta meterme en ellas; sí, señor agente, mi reservación está hecha desde hace meses, no, no es equivocación, sí, hasta San Francisco, en USA, sólo vine a confirmarlo, no es posible que usted se haya olvidado, cómo puede habérsele olvidado si usted me dio hasta la hora de salida y el número del vuelo, pues mire usted, señorita, o mejor dicho, señora, y me dice señora como si fuera necesario recordarme que después de tanta belladona decidí casarme por unos días y allá en Santiago, en el hotel Casablanca, tuve que agarrarme de los barrotes de la cama para no gritar y él, como si nada, y terminado el acto, allí, en el baño, entre el inodoro y la bañadera, yo sangrando hasta los tobillos, y él dando voces, I am hungry, que quería ir a comer; bajé las escaleras como pude, agarrándome del pasamanos y él delante, a toda prisa, un taxi nos deja en el restaurante, él escoge la langosta del estanquito de cristal y tan contento que se devoró todo, y después siempre fue lo mismo, aquella violencia encima de mí, dentro de mi cuerpo y la letanía diaria, que sería mejor ahogarte en una playa o tirarte de un bote de pesca y al tercer día resucité de entre los muertos o fueron tres semanas o tres meses tal vez y planté el divorcio para que desapareciera él con su violencia, para que fuera a practicarla con otra mujer o tal vez, y muy probable, con otro hombre y ya lista para irme a USA sin la tela y ahora esto de las reservaciones, mire, señor agente, si como me dice ni modo de conseguir pasaje para San Francisco, dígame en este instante si tiene pasaje para Santiago y que sea para el día 21, sí, señorita, sí, señora, ése no podemos negárselo, o digo, para ése sí hay reservación, pero ya le digo, hasta Santiago porque en este julio de 1957 los cubanos están viajando como loco y Cubana de Aviación va siempre rellenita como una empanada de carne; bueno, el de la nalga torcida no hablaba así, se expresaba en pocas palabras y secamente, pero así lo oí y bajé las escaleras y llegué al caserón sin ver las calles; la noticia cayó en el caserón como una bomba, las dos enlutadas se multiplicaron y cundieron la casa de hermanas hechas a su imagen y semejanza, estampándose en todas las paredes donde aparecieron miles y miles de siluetas negras con los brazos abiertos, las manos entrelazadas formando una cadena que cubría todo el perímetro de la casa haciendo guardia, y por otro lado, surgieron las enlutadas caminantes que deambulaban por la casa como flagelantes en pena porque ahora quién va a ser el bastón de nuestra vejez y me dije con una paranoia perversa que las enlutadas habían presionado al pasajero de Rufo con el poder de nuestra honra y el buen nombre de nuestra familia para que yo no me embarque hacia la perdición porque después de todo, quién va a ser el bastón de nuestra vejez, si una niña tiene la obligación de nacer para cuidar a los viejos; de un tirón llegó el día de partida, la enlutada virginal me había negado la palabra desde siete días atrás, la enlutada mayor suspiró por el labio levantado y a la voz de taxi, ha llegado el taxi, se recogió como un caracol en sí misma, rodó por el suelo, siempre con la elegancia que da la lentitud, se metió rodando en casa del vecino, volvió a entrar convertida en bola de plomo o de aluminio hecha con envolturas de papeles metálicos de las cajetillas de cigarros y se colocó en un platillo plateado dentro del chinero para no volver a moverse jamás; mi madre, sin voz ni voto, se arrodilló delante de mí sollozando, con los brazos en cruz, me dolió dejarte así, mamá, con esos sollozos que te salían tan de dentro porque temías perturbar la voluntad de las enlutadas con ese temor profundo que te sale para ellas, por ellas, en ellas, y también, mamá, lo sé, llorabas nuestra separación porque nunca se sabe lo definitivo de la distancia y no sabes, mamá, que el dolor se me hizo silencio, llovizna fina que llovía dentro de mí, te di la espalda y con unos pasos que daba casi en el aire me acerqué a la puerta cargando la pesada maleta y sin volverme, mira, levántate, que te vas a dañar las rodillas en el mosaico; no dio tiempo a que desfilaran las demás, las siluetas pegadas a la pared se desprendieron rebeldes, protestando por no poder desfilar sus quejas una a una, y terminaron resignándose a formar un coro de lamentos, arqueándose como las medusas, contrayéndose como las medusas, ascendiendo al techo para volver a bajar entrelazadas, todas en cadena o en grupos de dos o tres, abrazadas ahora en convulsiones eléctricas, ahuyentadas por sus propios gemidos; las figuras negras caminantes se rebelaron contra sus hermanas de superficie plana porque sólo a ellas les cabía el derecho de deambular su afligido letargo y para castigarlas, trajeron un viento terrible que arrasó las pencas de zinc de los techos vecinos, y se convirtieron en sauces; bajé los escalones por última vez, miré furtivamente las casas que me rodeaban en la calle Crombet, entré por la boca abierta del taxi, me senté cómodamente, y ese silencio cuando cerré la puerta; demora en Santiago hasta que sí, hay una cancelación; demora en La Habana, dénos su nombre y si hay alguna cancelación, la llamaremos por los altavoces; Rancho Boyeros es una plaza de calor de verano, los viajeros en los bancos, en las filas, se hacen bultos con guayaberas blancas, con bigotes incrustados como calcomanías; en las manos resbalan los boletos y las maletas se fugan por las plataformas rodantes; yo, centinela de la espera, transito inadvertida en la vigilia del espacio, buscando los hoteles; todo está vacío, y en las cuencas de mis ojos reposan los muertos del cenote; granito he dicho que son mis cuencas y sin cámaras de luz se inventan visiones y gritan inútilmente tu nombre, como reconociéndote en la muchedumbre; casi de noche me llaman los altavoces y ya el mostrador y mire, sólo hay pasaje de primera clase, sí, para Miami, acepto aquel vuelo donde prometen una copa de champán y ya el despegue y una comodidad tan triste; veo mi tierra empequeñecerse en la distancia y me llega la visión de mi abuela, de cuerpo presente, su quijada, que siempre fue sumisa, rebeldemente abierta, caída sobre el pecho, sí, es mejor sujetársela con un pañuelo blanco amarrado en la cúspide de la cabeza; en aquel cuarto que tanto habíamos compartido, la vi acercarse a la hora de su muerte, la oí hablar de perros que me salían por la boca, de copos de algodón que danzaban persistentes ante sus ojos y huían acobardados ante el gesto de sus manos que se alzaban para retenerlos; es delirio, diagnosticó el médico, es la sangre que no corre y amenaza gangrenar sus pies tan diminutos; y cuando se llenaban los orinales de sangre, también diagnosticó el médico, es una arteria reventada y un coagulante aceleraría la gangrena y un anticoagulante aceleraría la sangre que huye de su cuerpo; esperar su muerte en una agonía que se alarga y se alarga y ya no hay acomodo para estar en este mundo, siéntame, hija, que no puedo ya estar acostada, acuéstame, álzame, vírame, dóblame, cuándo se dispondrá mi muerte, cuándo se dispondrá; y en la casi hora de tu muerte, el asombro rebelde y el temor, a dónde me llevan, a dónde me han llevado, si ésta no es mi casa ni éste es mi cuarto, y en la misma hora de tu muerte, el ronquido de mil cachorros, la inconsciencia, los músculos inmóviles, mi mano sobre tu pecho y un brusco movimiento para expulsar el último aire que habitaba tus pulmones, y te quedaste así, tan inmóvil, tan de piedra, después de tantos años de mira, hija, ya rompe el amanecer y te traigo un café para que estudies mejor, y siempre el cuidado de prepararme las medias, el uniforme, y esperar en la puerta por las tardes, vienes cansada, hija? te supiste la lección? dame tus pantalones y tus pañuelos, que ésos los lavo yo; después de tus regaños tan queridos, jarsú, joía, déjame tranquila, entonces, ven, hija, y ya el pan tostado y el café con leche para la merienda que me traes con tanto amor, y mi bata de casa en tu mano y me quito rápido el uniforme que te llevas para cuidarlo; nos vamos ya, de mano, en el tiempo, tengo cinco años y me llevas al Parque 24 de Febrero tan cerca de la casa de Calixto García y Donato Mármol y me compras en secreto durofríos y dulces de tableros y me dejas orinar en las latas que recogemos por las calles, y cuando pasó el negrito gritando, sujetándose la cabeza que sangraba, abuela, abuela, por qué se sujeta la cabeza? y tú, porque se le ha partido, hija, como un güiro, y si se la suelta, se le cae la mitad; nos sentábamos en los muros del jardín del parque donde me hacías, tan repetidamente, la historia del hombre de tu aldea, el que se echó un cabrito al hombro y mientras iba caminando creció y creció el cabrito y se convirtió en un hombre muerto, y dime, abuela, por qué creció, por qué creció el cabrito? y tú, ésos son misterios de la aldea y nadie sabe por qué creció; las tres de la mañana son y ya no puedo llorar tu boca abierta ni ese rigor de cera que te cubre; mis ojos tan abiertos y una voz aconsejándome reposo; me separé del sarcófago, me acosté en el cuarto contiguo en una cama enorme de hierro, obscenamente blanca, que se me antojó como una intrusa y como para castigarla, me masturbé hasta quedarme dormida;"  la silueta regresó a mí cuando en la ventanilla del avión apareció un hormigueo de luces amarillas y naranjas, abrocharse el cinturón, no fumar, no reclinar el asiento, y ya, aeropuerto de Miami…

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