Introducción
El romance de Ismael
con Cuba
Luis Alberto
Ferré Rangel
Todos
sabemos que entre los puertorriqueños y los cubanos existen lazos históricos muy
fuertes. Nuestras islas tomaron rumbos políticos distintos, pero frente al
aislamiento puede más el deseo del reencuentro entre los dos pueblos.
No es casualidad que las dos banderas sean el anverso y el
reverso de nuestras identidades caribeñas. El libro que tiene en sus manos, es
una antesala de ese reencuentro. Las imágenes de Ismael Fernández plasman en
toda su humanidad la exploración de la realidad cubana, vista desde la óptica de
un fotoperiodista puertorriqueño.
Durante dos décadas, Ismaelito –así llamado por quienes han
tenido la dicha de trabajar con él– fue descubriendo una Cuba muy distinta de la
que solía presentarse al mundo exterior, e incluso de la que él mismo había
imaginado. Poco a poco, el país y su gente, se le fueron revelando, con todo su
orgullo y también con toda su sencillez.
Este reencuentro, que ha durado dos décadas, comenzó
gracias a un evento deportivo: en 1989, fue asignado para cubrir el torneo
Centrobasket en Cuba. Desde entonces, ha
captado escenas históricas, tales como el abrazo de Fidel
Castro con Gorbachov, aquel mismo año, 1989; o la imagen del primer mandatario
cubano consultando la hora en el reloj del Papa Juan Pablo II, en 1997.
De tiro rápido y fugaz, Ismaelito es un fotógrafo de puro
instinto, que atrapa la esencia cruda del momento. Y en ese disparo instantáneo,
no hay tiempo para componer
o descomponer, simplemente se captura la imagen, tal cual
la vida la provee. De ahí su capacidad y su don para obtener y mostrar gestos
poco comunes de sus objetivos.
Sin embargo, el verdadero valor de las imágenes de este
libro no yace en las fotos de dignatarios y figuras conocidas del ámbito
político o cultural cubano, sino que hemos de buscarlo en los ojos de la niña
que juega en una calle de La Habana; en las canas que se asoman bajo el sombrero
del viejo guajiro en su bohío; o en la sonrisa de la pareja de jóvenes recién
casados que posan dentro de un antiguo Ford del 59.
Cuba se descubre a través de su gente e Ismaelito ha
dedicado gran parte de su carrera a retratarla. Nadie le oculta la mirada a este
fotógrafo boricua. “Me ha gustado narrar la
historia de los pueblos a través de la persona”, admite. Es
esta humanidad que trasciende fronteras la que Ismaelito nos lega en sus
imágenes, porque, como él mismo indica, el pueblo cubano le ha regalado su
amistad. “La amistad es lo esencial entre dos personas y entre los pueblos”,
insiste. La extensión geográfica de la isla, la ausencia de aglomerados centros
urbanos y la exuberancia de la naturaleza isleña le ayudan a concentrarse en su
trabajo. “No tengo distracciones, me puedo concentrar en la gente y su entorno.
He conocido mejor a Cuba de esta manera”, dice.
Ismaelito siempre ha sido un enamorado de la gente, de su
gente. Y los cubanos le han robado el corazón a este vivaz y locuaz fotógrafo
puertorriqueño, que ha ido en busca de
una identidad y de una realidad. En el largo trayecto,
tantas veces recorrido, desde La Habana hasta Santiago, él ha sido el embajador
de los buenos deseos del pueblo puertorriqueño; y ahora nos obsequia con las
imágenes de nuestros hermanos cubanos.
Al preguntarle cuál es su foto favorita del libro, no
titubea: “Es la de la casita”. Camino a Santa Clara, en 1991, tras unas intensas
lluvias, Ismaelito capta la imagen de una casa
de madera rodeada de agua, en la que una sola bombilla
ilumina un cuarto, donde estudian una madre y su hija. Entre la penumbra del
crepúsculo, la luz ilumina la puerta de la entrada de la casa. “Para mí eso es
Cuba. Una isla rodeada de agua, cercada por una verja, pero dentro de esa
situación hay esperanza, representada en la madre y la hija haciendo la tarea.
Prólogo
La Cuba de Ismael
Fernández
Ricardo
Alegría
Las
históricas ciudades de Santo Domingo, San Juan y La Habana, son las tres más
antiguas capitales del mundo hispánico afrocaribeño de las Antillas. Fue en
ellas donde
se inició, hace quinientos años, el mestizaje entre las
tres grandes razas de la humanidad y sus respectivas culturas tradicionales. Es
por esto por lo que todas ellas son un museo
de la arquitectura en el nuevo mundo, donde se manifiestan
las diversas tradiciones artísticas que florecieron en América. Por su posición
geográfica, las tres sufrieron los continuos y violentos ataques e invasiones de
las naciones europeas, enemigas del poderío español en las nuevas tierras recién
descubiertas, y se convirtieron en los principales baluartes defensivos de la
metrópoli allende los mares. Su desarrollo
económico y cultural giró durante siglos de acuerdo con las
circunstancias históricas del momento.
En el siglo xix,
el auge económico que trajo el desarrollo de la producción del azúcar de caña,
se manifestó con gran fuerza y esplendor en la ciudad de La Habana, cuya
arquitectura alcanzó especial brillantez gracias a las grandes construcciones
de iglesias y conventos, así como de palacios
gubernamentales y residencias de la burguesía. Este esplendor arquitectónico
también recibió el impacto de las vicisitudes
que sufrió todo el país en el siglo
xx, a consecuencia del embargo económico impuesto sobre Cuba
por razones políticas.
Las zonas históricas suelen ser las más castigadas en las
ciudades de la América hispana, y así sucedió en La Habana, en parte a
consecuencia del éxodo masivo de sus habitantes, comenzado muchos años antes de
que el gobierno iniciara actividades comerciales y residenciales encaminadas a
su recuperación y ocupación por parte de otros usuarios. El deterioro
arquitectónico, económico y social de la ciudad, motivó
el surgimiento de voces que clamaban por su
reconstrucción de acuerdo con los nuevos tiempos. Este llamamiento puramente
“modernista”, que también se escuchó, y se atendió, en otras históricas ciudades
de América, y que fue responsable de la mutilación y parcial destrucción de su
tradicional imagen arquitectónica, por suerte no encontró apoyo en el gobierno
de la Isla, y menos aún entre los intelectuales y artistas
de la bella ciudad, que tanto había sido estudiada
por su primer historiador, Emilio Roig de Leuchsenring, e inmortalizada como
nadie por el escritor Alejo Carpentier.
Afortunadamente, como no es raro en momentos de graves
crisis y de grandes discusiones, surgió la persona que, por su amor a la ciudad
y lo que ella significa para el alma nacional, asumió la responsabilidad de su
defensa: el historiador Eusebio Leal, quien se encontró con una ciudad en estado
ruinoso, pocos medios económicos para su rehabilitación, y voces que seguían
invocando su “modernización”. A pesar de
todo, él logró reunir un admirable equipo humano, en el que
destacaban arquitectos e historiadores, quienes, al igual que él, reconocían en
la conservación y restauración de la ciudad una responsabilidad patriótica.
Aunque el equipo inicial no fue muy numeroso, gracias a su gran dedicación, muy
pronto se pudo ver cómo la histórica ciudad comenzaba a despertar y florecer.
Antiguos edificios del gobierno, fortalezas, castillos, palacios y elegantes
residencias, resurgieron, convirtiendo La Habana en un importante centro
turístico del Caribe.
El éxito alcanzado repercutió en toda América, por lo que
la renovación de La Habana ha sido motivo de estímulo para el soñado deseo de
que, en sus respectivas ciudades, se pueda producir el mismo milagro. Eusebio
Leal se ha convertido, de este modo, en el profeta del renacimiento de las
ciudades históricas de nuestra América.
Esta Habana, en particular, y Cuba, en general, han sido
observadas de modo magistral por el fotógrafo José Ismael Fernández. Nacido en
San Juan en 1960, y fotoperiodista
desde 1979, es uno de los profesionales puertorriqueños más
laureados, por su extensa producción gráfica internacional en el principal
periódico de la Isla, El Nuevo Día. Su lente ha captado imágenes de las
personalidades y eventos más destacados de las pasadas cuatro décadas en Puerto
Rico, el Caribe, América Latina y Europa. Desastres naturales, golpes de Estado,
elecciones, grandes acontecimientos deportivos, etcétera, han merecido la
atención de este puertorriqueño, cuyas fotos han sido publicadas en periódicos y
revistas de todo el mundo, siendo destacadas por agencias de noticias
y diversas publicaciones, como Associated Press,
The New York Times, SIPA Press, Le Figaro, Paris Match,
Interview, Newsweek y Time.
Es miembro fundador de la Asociación de Fotoperiodistas y
presidente del Taller de Fotoperiodismo de Puerto Rico, organización no
lucrativa esta última, que da apoyo educativo y tecnológico a niños de las áreas
más marginadas de todo el país.
Ha sido galardonado por el Overseas Press Club, la
Asociación de Fotoperiodistas, el Instituto de Cultura y el Ateneo
Puertorriqueño, entre otras organizaciones. En 1996 recibió el Premio Rey de
España de Periodismo, por la foto de una mujer amamantando a su hijo tras el
paso del huracán “Marilyn” por la isla de Culebra.
Fernández siempre ha tenido un interés especial en Cuba,
país que ha visitado en numerosas ocasiones. Allí cubrió eventos de alcance
mundial, como la visita del Papa Juan Pablo II, en 1997; la reunión del
presidente Fidel Castro con el entonces presidente de la desaparecida Unión
Soviética, Mikhail Gorbachov, en 1989; y los Juegos Panamericanos de 1991, entre
otros relevantes eventos. Ha recorrido este país hermano realizando extensos
reportajes gráficos, para acompañar diversas historias de interés humano, en las
que siempre ha sabido encontrar una dimensión diferente de la
realidad, y captar el trasfondo y la hondura de las
situaciones o los gestos, en apariencia sencillos o cotidianos.
Las fotografías que recoge este libro son el fruto mejor de
estos viajes. En ellas, su autor retrata Cuba a través de imágenes que la
representan en su alucinante, compleja y variopinta realidad: niños y adultos
que ríen o muestran fatiga, angustia o cansancio; inverosímiles métodos de
transporte donde a veces se agolpan las personas, en su dura jornada o camino de
la playa, incluso portando una balsa en la que pretenden navegar.
La temática se divide en cinco categorías: Gente; Política
–la visita papal, los líderes revolucionarios, las elecciones, los 50 años de la
Revolución–; Arquitectura –desde chozas y edificios en ruinas, destrozados por
los huracanes o venidos abajo por el paso del tiempo y la falta de cuidados, sin
techo, o cubiertos con pencas de palma, hasta impresionantes monumentos
restaurados, y la ciudad-museo colonial de Trinidad, la mejor conservada del
país, proclamada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad–; Vida diaria –la
lucha por la supervivencia–; e Industria –desde el turismo, que sostiene en gran
medida la economía nacional, pasando por la agricultura y las destilerías de
ron, hasta el hombre que vende por las calles la carne que transporta en el baúl
de su automóvil, o el que sale al mar en un neumático, a ver qué pesca.
En Cuba, el fotoperiodista encontró y captó el sentimiento
de un pueblo, de unas gentes golpeadas, de modo injusto, por las duras
circunstancias económicas, y obligadas a reinventar medios que les permitan
salir adelante. Así los presenta, por ejemplo, en los antiguos modelos de autos,
que con gran habilidad han sido restaurados y se mantienen en circulación, sobre
todo por La Habana, dotándola de una nota, entre ingenua y anacrónica, que ha
llegado a convertirse en un rasgo distintivo muy personal, que atrae la
curiosidad y la admiración de los turistas.
Estas imágenes también nos muestran cómo, ante las
dificultades que se les presentan, los cubanos se resisten a admitir el
infortunio que se cierne sobre ellos, y tratan de burlarlo mediante su orgullo
nacional, su patriotismo, sus mágicas creencias y el disfrute de la vida.
Asimismo, merecen un lugar destacado las instantáneas de los edificios
restaurados de carácter militar y religioso, históricas iglesias y conventos,
que han sido devueltos al pueblo convertidos en atractivos
centros turísticos y culturales, gracias a la función social que ha presidido
todo el trabajo de Eusebio Leal en La Habana.
El arte de estas fotografías nos permite así acercarnos a
ese otro arte que no se puede transportar, el que permanece entre las gentes y
las calles de Cuba, filtrándose por sus antiguas piedras, haciéndonos sentir y
vibrar; arte que solo puede transmitir un enamorado de su profesión y del ser
humano como José Ismael Fernández.
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