Quiero
agradecer a Miguel, María Teresa y Javier el cariño que representa la
invitación a hablarles esta noche y agradecerles la felicidad que nos
brindan a todos de esta ocasión, en que podemos juntos recordar a sus
padres, Miguel y Hortensia, al comenzar la temporada navideña.
Yo
conocí a Don Miguel en agosto de 1969 como mi maestro de segundo año de
Humanidades en la Universidad de Puerto Rico, pero nos hicimos amigos
gracias a un ángel.
Y
no hablo figurativamente sino muy concretamente. Un día al final de la
clase se me ocurrió preguntarle al maestro sobre la desagradable actitud del
ángel que guía a Dante al Paraíso en La Divina Comedia. Entramos en
una conversación que duró más de dos décadas.
Cuando regresé de mis estudios en Boston en 1977, fui a visitar a los
Figueroa un domingo por la noche y estaban viendo el primer capítulo de la
serie i, Claudius en
Masterpiece Theater. Vimos juntos la serie entera y de ahí en adelante,
mientras viví en Puerto Rico, la visita dominical se hizo parte de nuestra
rutina. A lo largo de nuestras conversaciones, sobre los temas más diversos
de actualidad, libros y acontecimientos familiares, tuve el privilegio de
oírles muchas reminiscencias.
Quiero esta noche hacer unos comentarios sobre el libro que Miguel, María
Teresa y Javier han publicado, Dos años de reclusión en el Vaticano,
por Miguel Figueroa y Miranda, recalcando dos asuntos:
-
El libro como texto
literario y fuente histórica.
-
Lo que se quedó
fuera (que yo recuerdo de nuestras conversaciones).
No
quiero resumir el libro para no quitarles el disfrute de irse encontrando
con los diferentes episodios que Don Miguel narra, pero debo darles el
contorno de su alcance. Los Dos años de reclusión del título se
quedan cortos en cuanto a describir el contenido, que en realidad cubre de
1937 a 1945.
Llegaron Miguel y Hortensia a Roma en septiembre de 1937, en medio de dos
importantes precedentes de la Segunda Guerra Mundial. Italia, bajo Benito
Mussolini, Il Duce, había invadido Etiopía sin que la Liga de las
Naciones pudiera remediarlo y la Guerra Civil española servía de campo de
entrenamiento para los ejércitos de Italia y Alemania. La alta sociedad
seguía, sin embargo, según Don Miguel, disfrutando de esa “dulzura del
vivir” que Talleyrand añoraba del siglo 18.
[1]
Aún el comienzo de la guerra europea dejó inalterada la rutina de los
diplomáticos de América, pero el bombardeo de Pearl Harbor y las
subsiguientes declaraciones de guerra los convirtió súbitamente en
refugiados. Los representantes a la Santa Sede tuvieron que salir de Italia
y entrar en el Vaticano. Dentro de la terrible situación del momento, estos
diplomáticos cautivos recibieron un trato de especial consideración (Don
Miguel los compara al Arca de Noé en el diluvio). Aún así, vivieron
confinados, limitados en sus comunicaciones, temerosos de las agresiones
nazis y a riesgo de los bombardeos.
Luego de la llegada del ejército americano, los diplomáticos recobraron la
libertad. Miguel, Hortensia y los niños salieron de Roma camino a Nápoles,
los Estados Unidos y Cuba.
Este libro de Miguel Figueroa nos recuerda que hay entre nosotros, en
nuestra comunidad caribeña, testigos de grandes acontecimientos que importan
a toda la humanidad y cuya experiencia no debemos dejar desaparecer en el
olvido.
Don Miguel era un hombre de memoria especial, que no almacenaba los datos en
compartimientos aislados sino como referencias interconectadas. Por eso,
sus reflexiones sobre una época o un fenómeno eran multidimensionales,
combinando historia, política, artes visuales, literatura, música y
teología. Me parece que el primer y principal atractivo del libro es ese
comentario a la vez entretenido y profundo.
Como si el libro tuviera varios autores, nos beneficiamos del conocimiento
de un diplomático, un político, un burócrata, un historiador de la iglesia y
un historiador del arte; todos ellos con las características fundamentales
de patriota cubano y fiel católico.
Hay dos virajes inesperados en el texto que reflejan los amplios intereses
del autor. Uno es su mención, entre los refugiados protegidos por el Papa,
de algunas de las obras de arte “refugiadas” en el Vaticano: la Venus de
Cirene, los cuadros de la historia de Santa Úrsula, por Carpaccio y la
Palla d’oro del altar de la Basílica de San Marcos.[2]
El otro ocurre en el párrafo que empieza: “Preocupado por la idea de un
largo encierro en el Vaticano”, durante el período de incertidumbre luego de
comenzar la guerra.[3]
Esperamos oír una serie de preparativos de orden económico o material para
afrontar el sufrimiento, pero lo que sigue es ocasión de júbilo. Don Miguel
se prepara para realizar un sueño de toda la vida: investigar la historia
colonial de Cuba en el Archivo Vaticano. Sin embargo, debo recalcar que no
descuidó lo que veía como misión oficial principal en esos años: conseguir
el nombramiento de un cardenal para Cuba.
Para que entendamos lo que ocurrió durante su reclusión en el Vaticano, Don
Miguel nos describe el mundo de la diplomacia, un mundo que si mal no
recuerdo a Don Miguel, todavía acataba las reglas acordadas en el Congreso
de Viena de 1815. Nos explica también la atmósfera de la alta sociedad
romana y de los dirigentes de las instituciones con que estuvo en contacto.
Aunque el autor revela que su educación e inclinación le hacían muy
atractivo ese mundo, no se deja seducir por “sus pompas y sus glorias”. Nos
transmite el encanto del brillo social o la impresión estética, pero también
denuncia la carencia moral o material si los acompaña. Sus maestros en la
observación son La Rochefoucauld, La Bruyére y Talleyrand, esa escuela de
estilo y análisis sicológico que desembocó en Marcel Proust.
Los comentarios de Don Miguel sobre cómo la sociedad romana asimilaba los
expatriados serían muy útiles como introducción a las novelas sicológicas de
Henry James. Cita también Don Miguel al Padre Coloma, jesuita, que en su
novela Pequeñeces retrató la frivolidad de la nobleza española. Pero
por supuesto, Don Miguel tenía raíces mucho más profundas en el pensamiento
jesuita. Desde joven conoció a fondo los Ejercicios Espirituales de San
Ignacio.
En
1935 entró en la Agrupación Católica Universitaria, una congregación de vida
cristiana fundada en La Habana por el jesuita Padre Rey de Castro y en ella
se mantuvo activo hasta el final de su vida.
Otro de los atractivos principales de este libro es la magistral descripción
de imágenes o situaciones inauditas. Creo que ustedes, como yo, después de
leer estas memorias siempre recordarán el descenso a las catacumbas, la
selección de un ama de cría, la puerta bajo la tumba del Papa Alejandro
vii, las luces de bengala para
iluminar un bombardeo nocturno, y los soldados alemanes que en su retirada
aprovecharon para hacer el “tour” de la Basílica de San Pedro.
Quiero anticipar dos posibles reacciones negativas a la lectura del libro.
Una es la sensación de frivolidad que trasmiten ciertas secciones del texto,
especialmente las que yuxtaponen grandes tragedias y pequeñas miserias.
Hasta donde yo sé, Don Miguel nunca editó este texto después de verlo
mecanografiado. Es comprensible, por lo tanto, que algunas expresiones
hayan quedado sin pulir. Estamos viendo también las consecuencias de
escribir muchos años después de una vivencia, atenido a un hilo conductor
cronológico. Todos sabemos que eventos muy dispares en importancia pueden
estar relacionados a una misma fecha.
Otro asunto que puede provocar escepticismo en el lector es la admiración
sin límites que expresa Don Miguel por el Papa Pío
xii, especialmente en cuanto a
sus esfuerzos por mejorar la suerte de los judíos. Varios libros recientes
han reforzado la idea, ya presentada hace décadas, de que ni el Papa ni la
Iglesia Católica como institución, ni muchos obispos se enfrentaron con
suficiente firmeza al nazismo.
Don Miguel nos habla de lo que vio y conoció, y nos recuerda que la
comunidad judía de Roma en 1944 y el estado de Israel en 1958 le rindieron
tributo a Pío xii en
agradecimiento a sus acciones. Don Miguel asegura que el Papa como persona,
y dentro de sus responsabilidades a los católicos, hizo todo lo que
consideró posible.
Ahora sabemos que la enormidad del crimen del Holocausto (que conocemos
nosotros mejor que los contemporáneos que no lo sufrieron) no se podía
remediar con medidas de asistencia individual y protestas diplomáticas, que
eran las armas usuales del Papa. El Estado Vaticano quizás no vio otras
posibilidades de acción que no condujeran a la inmolación. Sus críticos
actuales sí las ven, pero tienen la ventaja de 50 años de reflexión y la
seguridad de que los nazis no están a sus puertas.
Quiero ahora comentar algo de lo que se quedó fuera del libro. Lo primero
es que ésta es también la historia de un matrimonio joven. El título del
“cautiverio” no le hace justicia a lo que fue para Miguel y Hortensia una
época que siempre recordaron con gran afecto. Echo de menos la voz de Doña
Hortensia en este libro, una mujer formidable, de enorme sensibilidad.
Sospecho que fue ella la que hizo posible todo lo que cuenta Don Miguel,
porque era ella la de las habilidades administrativas y sobre todo
financieras.
Me
los imagino en Roma como una vez los oí aquí en San Juan. Algo propuso Don
Miguel como que era fácil y ella contestó: “Eso es fácil para Miguel porque
tiene aquí su esclavita”. Él, instantáneamente, le respondió: “Tú no eres
mi esclavita, eres mi reina, mi emperatriz, mi papisa, si la hubiera.” Y
ella, riéndose, dejó de poner reparos.
En
la primera audiencia ante el Papa, Doña Hortensia hizo una reverencia tan
elegante que Don Miguel se quedó perplejo. Luego él le preguntó dónde la
había aprendido y ella le contestó: “Las Madres del Sagrado Corazón nos
prepararon para todo en la vida.” Sin embargo, no creo que de ellas
aprendiera el secreto de su tocado ceremonial en el Vaticano. En vez de
llevar bajo la mantilla una peineta, que por lo visto era sumamente incómoda
en las largas ceremonias religiosas, Doña Hortensia llevaba un armazón de
alambre liviano que se sujetaba con un elástico y se quitaba y ponía con
facilidad.
Para la banda sonora de este libro, además del Tannhäuser que oyó Don
Miguel en el Foro Romano, quiero añadir dos obras, de parte de Doña
Hortensia. Ella recordaba con horror la función de Tristán e Isolda
que oyeron con Miró Cardona. Miró los invitó, pero como su presupuesto de
estudiante no alcanzaba más que al “gallinero”, tuvieron que oír la
larguísima ópera en las sillas más incómodas del teatro. Un recuerdo
absolutamente diferente, feliz, romántico y privado, era el que provocaba en
ambos la canción Firenze sogna, uno de los éxitos del hit parade
italiano en 1939. Habían olvidado la música, pero se recitaban uno a otro,
como fórmula mágica, el primer verso:
Sull’Arno d’argento, se specchia il firmamento
(En el Arno plateado se refleja el firmamento).
Respecto al ambiente italiano de esos años, faltan en el libro también dos
expresiones que Don Miguel y Doña Hortensia recordaban de la propaganda
fascista. La vasta ec era la extensa repercusión que siempre, según
los periódicos, tenían los discursos de Mussolini. El bagnasciuga es
la zona de la playa que el mar moja y enjuga al retirarse, y se hizo famosa
por el discurso en que Il Duce dijo que en caso de invasión, el
enemigo no pasaría del bagnasciuga. Falta además el chiste de los
romanos en medio de la guerra, en que un alemán comenta lo preocupada que
está la gente en Alemania y lo alegre que se ve la gente en Italia. Un
italiano le responde: “Eso es porque Italia tiene un arma que Alemania no
tiene.”
—
¿Qué es eso?
Le
responde el italiano: “Un aliado poderoso.”
El
puesto en Washington que el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba le
ofreció a Don Miguel luego de Roma no se materializó. Su siguiente destino
fue la República Dominicana, en tiempos del dictador Trujillo. Fue enviado
allí solo, por las tensiones diplomáticas del momento. Si mal no recuerdo,
Doña Hortensia, cansada de la separación, se metió en la oficina del
Ministro y consiguió que la familia pudiera reunirse en Santo Domingo.
Los años siguientes trajeron la entrada de Don Miguel en la política
partidista hasta el golpe de Batista, la abstención de Don Miguel de los
cargos diplomáticos en el extranjero para no representar ese régimen, el
exilio a Miami en 1961 y la mudanza a Puerto Rico en 1965. Don Miguel
enseñó en la Universidad de Puerto Rico hasta 1975 y los próximos 18 años
los dedicó a escribir, dar conferencias, colaborar con la Agrupación
Católica Universitaria y mantener una amplia red de correspondencia con
familiares y amigos por todo el mundo.
La
última noche que lo visité, el 6 de septiembre de 1993, hablamos sobre
Petronio, el “árbitro de la elegancia” en la Roma de Nerón. Don Miguel me
contó que se había sentido muy mal por la mañana:
—Después de bañarme me sentí mucho mejor. En eso me parezco a Petronio. Es
lo único en lo que me parezco a Petronio. Por lo visto Petronio despertaba
hecho un trapo y hasta que no salía del baño no recuperaba.
Yo
le dije: “Ay, Don Miguel, es que Petronio no tenía café.”
Su
respuesta: “Es que sus noches eran mucho más animadas que las nuestras.”
Luego hablamos de libros, la familia, los antepasados y los amigos. Don
Miguel y Doña Hortensia recordaron una amiga de La Habana (Chela, creo) que
dio un baile de disfraces con tema del “Año 1900”. La fiesta fue
espléndida, ellos se cansaron de bailar y, dijo Don Miguel, “Como hubo
champán toda la noche, Hortensia y yo subimos la escalera de nuestra casa
apoyándonos uno en otro.”
Así me gusta recordarlos, y por eso comparto con ustedes esa imagen de
ambos, felices y abrazados.
Muchas gracias por su atención.
[3]
94
30 de noviembre de 2007.
__________
*Editorial Plaza Mayor, 2007
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