Todo libro es papel. Papel
hecho con celulosa de madera. Madera de árboles de rápido crecimiento, como
los pinos o eucaliptos, que se cultivan para alimentar la industria y
suplantan a menudo esos bosques naturales imprescindibles para controlar el
CO2 y garantizar la diversidad ecológica.
La abrumadora producción editorial contemporánea consume millones de
árboles. E incluso cuando parte del papel es reciclado, los otros insumos
del libro raramente son recuperables o de origen natural: las tintas, la
cola o el plástico que protege las tapas. Al costo de cada libro han de
añadirse ingentes cantidades de agua y energía, directa o indirectamente
implicadas en el proceso de impresión y lo que se invierte en publicidad,
gestión y distribución.
En aras de la rentabilidad, los libros más costosos (álbumes, documentales,
libros-juguetes) se imprimen cada vez más frecuentemente en países lejanos,
como la República Popular China, donde la mano de obra es más barata
(¿tendrán el tiempo, el dinero y la educación necesarios para leer esos
obreros de las imprentas deslocalizadas…?)
Salta entonces a la vista que “rentabilidad” y “uso racional de los
recursos” no son sinónimos, pues en este caso se ahorra dinero, pero no
impacto ecológico; pensemos en el combustible que consume un barco cargado
de libros para venir de Shangai a Barcelona, o en el avión que los editores
deberán tomar de vez en cuando para controlar el proceso de impresión.
Creo escuchar una voz sensata que me objeta: “Todo en la vida tiene un costo
y la cultura bien merece ciertos sacrificios”.
La cultura, sí; pero ¿y los productos cuya finalidad es puramente mercantil?
Álbumes derivados de dibujos animados, juegos de video y giras musicales;
novelizaciones de películas de éxito, y cuentos y novelas de escritura
precipitada; todo consagrado a explotar una temática de moda, fidelizar al
consumidor a través de series insustanciales o engrosar el catálogo de una
editorial que intenta ganar en visibilidad o impedir a la competencia ocupar
nichos de mercado.
El colmo es que un libro caro –ese que probablemente fue enviado a una
imprenta de otro continente– no es necesariamente un libro trascendente. Un
álbum troquelado, de gruesas tapas plastificadas, con luces y sonidos o
materiales que permiten explotar las sensaciones táctiles, no implica
forzosamente una mayor inversión de talento por parte del autor ni mejor
calistenia intelectual por parte de los lectores. Por otra parte, tales
libros raramente llegan a bibliotecas públicas o escolares; su destinatario
individual y sus tiradas reducidas. Su duración en el mercado suele ser,
además, más breve que la de un libro convencional.
Pagan justos por pecadores
Francia, el país donde vivo, es una de las primeras potencias editoriales
mundiales. En 2005, se editaron 65 700 títulos (¡350 por día!) para un total
de 512 millones de ejemplares, de los cuales solo se vendieron 388. Los
millones de ejemplares restantes corresponden tanto a obras de calidad como
a las que saturan con su mediocridad los espacios de venta, dejando a cada
título cada vez menos tiempo para ser descubierto (críticos, libreros,
bibliotecarios y maestros confiesan carecer de brújula para orientarse en la
colosal producción). Es cierto que obras que no están en las librerías, pero
permanecen en catálogos activos, pueden acabar encontrando lector, pero
–para volver al ejemplo francés– unos 60 millones de ejemplares terminan,
cada año, en las recicladoras de papel. Para tener una idea de la
importancia de este volumen, recordemos que es exactamente la misma cantidad
de libros infantiles publicados en España en 2007.
El libro es un producto casi perfecto: producirlo cuesta poco y no requiere
particulares condiciones de conservación. Lo realmente difícil –y caro– es
distribuirlo y garantizar su venta. Debido a los costos de gestión y
almacenaje, es más rentable destruirlo que darle una segunda oportunidad. El
exceso de novedades se basa en un sistema de rotación que permite al librero
devolver en un plazo dado, cada vez más corto y con poca o ninguna pérdida,
los ejemplares no vendidos. La rentabilidad contable justifica el margen de
devolución que las editoriales consideran razonable, pero ¿quien se toma el
trabajo de calcular el impacto ecológico de libros que, se sabe
anticipadamente, no harán más que evitar que la máquina de la distribución
deje de girar? ¿quien ha calculado el impacto cultural de productos que
niegan el principio mismo de la creación: la originalidad y la exigencia
estética?
La especificidad cultural del libro viene siendo cuestionada por las
transformaciones de un sector editorial capitalizado por la concentración
empresarial, la industrialización y la especulación financiera. Muchos
editores justifican la avalancha de títulos con el argumento de la
diversidad; pero gran parte de las “novedades” son meros clones de productos
que alcanzaron éxito, o que no introducen otra innovación que las sugeridas
por un experto en marketing que cree haber hallado la fórmula ganadora. Al
mismo tiempo, propuestas más originales o exigentes –con destinatario real o
supuestamente restringido– son automáticamente rechazados por editores y/o
libreros.
El incremento de la oferta conduce a una caída de precios… No del precio de
venta de cada ejemplar, que hasta puede haber aumentado, sino de lo que
“pesa” el trabajo creador. Escritores e ilustradores no venden sus obras
sino que confían la explotación comercial de las mismas a un editor, que
concede a cambio un pequeño porcentaje del precio de cada ejemplar impreso y
efectivamente vendido. Aumentando el número de sus productos, la empresa
editorial puede mantener sus ganancias, pero al bajar la cantidad de
ejemplares, sus respectivos autores no tienen otra opción, para mantener a
flote su economía, que incrementar su bibliografía.
Los que tienen muchos libros en catálogo se convierten en “marcas”
fácilmente reconocibles en medio de la superproducción editorial. Los
lectores confirmados y con gusto propio tienen otras referencias que un
nombre de autor “que les suena”, pero ¿qué decir un elevado número de
intermediarios –maestros, bibliotecarios, padres y abuelos– que escogen los
libros no para consumo propio, sino para ponerlos en manos de los chicos?
(¿la pérdida del interés por la lectura no tendrá algo que ver con lo
desacertado de cierta prescripción?). Los escritores e ilustradores que
aceptan un ritmo vertiginoso de creación, carecen del tiempo necesario para
afinar su estilo y profundizar en los temas, y no son pocos los que terminan
publicando libros que están por debajo de su real talento. Tampoco los
editores (y los hay concienzudos y competentes) disponen siempre del tiempo
necesario para ejercer su rol de crítico primero, ayudando al autor a pulir
asperezas o subsanar carencias. La cantidad, es fácil comprobarlo en las
librerías y catálogos editoriales, se está cargando la calidad.
Decir que hay demasiados libros suena “políticamente incorrecto”. En
principio, todo lector es distinto –en su esencia y en su devenir– y, en
consecuencia, siempre hay un lector para cada libro. Estoy de acuerdo con
que todo autor –maduro o debutante, experimentador o convencional– vea
publicada su(s) obra(s), y en que todo lector pueda encontrar la historia,
género o sensibilidad que, incluso sin saberlo demasiado claramente, le hace
falta. Pero la existencia de tanto libro no deseado, inmaduro o inútil,
revela la semejanza entre el despilfarro de recursos naturales que está
matando al planeta y el malgasto de recursos espirituales que asfixia al
mundo del libro.
Las obras de temática ecológica no están a salvo de participar en la absurda
carrera a la novedad. Al contrario, en la misma medida que una temática es
necesaria y está de moda, mayor es la exigencia con que debe ser tratada. No
es cargando un tirachinas con aspirinas que se puede partir a la caza del
cáncer, ni es amontonando libros banales que se consigue el abordaje serio y
estéticamente eficiente de un tema. Un libro ecológico no es el que aborda
los temas del medio ambiente, sino el que resuelve, con la mayor eficiencia,
la ratio entre su impacto ecológico y su utilidad socio-cultural.
Trop de livres tue le livre, dicen los franceses. Y porque, efectivamente,
“exceso de libros, mata al libro”, es hora de conseguir un desarrollo
sustentable de la industria editorial, a fin de preservar el único planeta
donde, hasta donde sabemos, existe una especie lectora.
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*Escritor e ilustrador cubano.
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