Lo primero es cuestionarse, ¿qué significa eso de la literatura hoy? ¿Qué territorio, si alguno, compete a la literatura exclusivamente en estos tiempos radicalmente insumisos a fijarse en los moldes heredados tras poco más de cinco mil años de escritura? La literatura fue alguna vez una parte de la creatividad humana vaciada en la letra solamente. Dentro de esa definición tramposa se convertía en gesto de poder y en mecanismo de control. Fue, y es, un discurso ordenador y un discurso de poder.
Letra e historia se asociaron en una hermandad malévola: la historia comenzaba con la escritura, se decía. O bien las sociedades ágrafas no poseían, no podían poseer historia puesto que no la registraban. Aquellas eran formas aceptadas de matar la memoria viva y su magicalidad. La esclavitud a la escritura, que martirizó la historia literaria durante siglos, se fue quebrando cuando la revolución de lo textual abrió paso a elementos como la oralidad y con ello se fundamentaron técnicamente otro tipo de “lecturas”. Desde las publicaciones de Eric Wolf, ese molde se quebró dramáticamente (Wolf, Hobsbawm). Posteriormente, la teoría de los discursos que se entrecruzan, completó apenas recientemente la liberación de la palabra de la originaria cárcel de lo escrito interpretado como un absoluto (Foucault).
La impresión que a veces me queda de todo esto, es que en ocasiones la escritura es la perfecta tumba de un texto en la medida en que lo fija y lo deja indefenso ante la lectura del “otro”. Entonces la riqueza del texto no es intrínseca o taxativa sino extrínseca o contingente.
Paralelamente hay que plantearse una otra cuestión ¿cuál es el panorama de la “escritura” y las “letras impresas” en un mundo que se virtualiza? ¿Qué será de la letra tal y como se aprendió hasta el siglo xx en un orden en que domina la rarefacción de todo y todo se hace ilusorio aceleradamente? (Marx, Nietzsche) ¿Qué ha pasado y qué pasará en un caos de pensamiento donde predomina y se celebra la fluidez?
También está el asunto de si acaso la literatura es una zona exclusiva o una zona inclusiva. ¿Es un hato cerrado o un territorio abierto y dispuesto a tolerar todo cuanto venga a nutrirla? Cuando se escribe desde los límites de los discursos, y esa metáfora es crucial para entender el discurso literario ante el siglo xxi, el redactor se da cuenta que eso de la literatura se ha convertido en una gran sombrilla que todo lo arropa con sus signos, y todo lo abraza con su mirada. Eso no significa que sea el único modo del lenguaje. Significa que las fracturas en el discurso tradicional han sido notablemente enriquecedoras en este panorama.
Lo cierto es que desde esta perspectiva de análisis las fronteras, los límites de los discursos, las diferencias entre lo que es literatura y lo que no lo es son profundamente imprecisas. Me parece que ese es un logro que exige cada vez más de las personas que pretenden entrar a la literatura y que, en esa misma medida, beneficia a la literatura como un todo múltiple. No es fácil producir y sobrevivir en estos territorios marginales.
La cuestión es que se escribe desde los límites de los discursos. No se respetan las fronteras. Se falta el respeto a la tradición porque hacerlo se considera un deber. Se afirman los roces y las intersecciones. Los encuentros de camino y los engaños parecen ser la forma más apropiada de elaborar un lenguaje que aparenta ser cada vez más un conjunto de códigos caóticos que el discurso soñado por la modernidad.
Bien leída Seva (1984), la escandalosa crónica de Luis López Nieves, ocupa una posición muy especial en todo este entorno. En este texto la torsión, la flexión del discurso histórico literariamente hecho, engañó a los seres más rabiosamente petulantes de su capacidad de tomar la verdad por asalto: los historiadores de toda laya. Las fronteras estaban rotas otra vez. López Nieves escribió desde los límites de los discursos literario e histórico. Un texto de François Guizot o de Jules Michelet sobre la revolución francesa de 1789 causaría el mismo efecto en un lector inexperto del presente. Resultaría difícil para el mismo precisar si se trata de textos históricos (presuntamente verdaderos) o de novelas históricas (sospechosamente ficticias). Con la crónica de Seva / Ceiba, López Nieves rescató un recurso ancestral del discurso histórico -falsear a medias, autenticar a medias- procesos históricos poco conocidos. Se trataba de un interesante juego en donde un sector presuntuoso se incomodó cuando quedó en evidencia su propensión a ser engañado. Mucho más cuando el texto había aparecido a modo de artículo de investigación en Claridad, un órgano de las izquierdas en Puerto Rico en diciembre de 1983. La situación resultaba patética: un periódico alucinaba a los intelectuales que leían lo que no tenían que leer y tejían la lectura que mejor se ajustaba a sus peculiares intereses.
Del mismo modo Las formas del vértigo (2002) de Alberto Martínez-Márquez es un modelo de hasta qué punto se flexiona y re-flexiona en torno al discurso filosófico en un poemario en que la imaginación y la intuición se transforman en un medio, otra vez como en el romanticismo, castizo de saber. No se trata de los romanticismos extenuantes ni de las renuncias a una lógica que se impone. Los instrumentos de un surrealismo intimista y renovado han hecho su juego en la literatura de Martínez-Márquez. En este caso se trata de la invención o descubrimiento de una hiper-lógica invadida por la anarquía y el desorden de una realidad manifiestamente caótica. El “orden” que la modernidad soñó no está por ninguna parte retratado ni en Seva ni en Las formas del vértigo. Por fin se reconoce la condición de que el orden presunto es una representación mínima del desorden dominante. El sujeto (el creador) lo erige como un castillo de naipes y lo rompe cuando quita una de las piezas. Me parece que esa ha sido la verdadera revolución de la escritura en Puerto Rico: el poeta, que aquí vale por escritor, está al fin consciente de que es un dios.
Mi experiencia de la escritura ha sido análoga con esos panoramas. Nunca he sentido incomodidad violando la sacralidad de los géneros y las tradiciones. Si los siglos xix, en especial en su última parte, y xx, en las dos posguerras, fueron específicamente irreverentes, esa tendencia debe afirmarse en un siglo xxi que apenas nace. Mi escritura ha estado abierta a la concurrencia de los lenguajes y a la ocupación de territorios antes vedados por otros lenguajes. Para los historiadores literatos o los literatos historiadores que es lo mismo, la recuperación de las formas narrativas en el decir de los historiadores, rechazadas con pasión por el racionalismo radical, y el rescate de espacios de investigación que no hubiesen pasado la criba de la disciplina 20 años atrás, han sido claves para dinamizar unas letras que amenazaban desfallecer. Lo que pretendo afirmar es que Puerto Rico no ha estado exento de estos procesos de revisión a fines del siglo xix, y no dejará de estarlo en el siglo xxi.
En realidad no se puede aislar la literatura de los múltiples contextos que la alimentan. Es como intentar atrapar una manada de mamuts (que están extintos) para preservarlas en el bosque seco de Guánica (donde van a morir de calor). Tampoco se puede limitar la literatura a los territorios consagrados por el tiempo porque la reiteración de una ficción puede dar y da un extraordinario sentido de coherencia a cosas que no la tienen.
En resumidas cuentas, la gente de vanguardia está acostumbrada a escuchar que “Dios ha muerto” pero se resiste a entender que la “literatura ha muerto” también. Ambas propuestas son gemelas en muchos sentidos. Me parece que en general la literatura (y esto es válido para todo tipo de arte y ciencia) tal y como se concebía hasta el siglo xix está muerta. Se concibe de otro modo, se hace de otro modo. Ese fue el caso de dios y no otra cosa.
Hoy día cuando se habla de literatura se trata de determinar el comportamiento de una red de discursos que se entrelazan de múltiples modos. Ese proceso de entrelazamiento de discursos ocurre desde la esfera de lo simplemente cotidiano hasta la de las disciplinas que, en la medida en que son reevaluadas, se labran una nueva complejidad sorprendente. El ejemplo de la literatura histórica, el cual es un campo que me compete porque fue el que estudié, es particularmente significativo. En el término de 250 años el objeto de la escritura (y de la investigación) emigró de los planos de la civilización, por el camino de la nación y la clase, hacia la atomización total del discurso que en todo encuentra un texto por leer (Burke). La cuestión de si eso es peligroso para las aspiraciones sintetizadoras de toda ciencia, es importante solo para los que todavía sueñan con una recuperación de un modelo neorracionalista (Habermas).
Hoy día ya ni siquiera se puede garantizar que la literatura ocupe un lugar especial en el orden de las ideas ni siquiera por su contenido o por su carácter metafórico. La metáfora es el criterio de todo discurso incluso del puramente científico como ha sugerido Thomas Kuhn (Glasserfeld). La misma metaforicidad de la filosofía (J. Derrida) y su lenguaje, rompe con unas fronteras consideradas hasta el presente inviolables por la teoría del conocimiento en general y por la de la ciencia en particular.
La segunda gran cuestión que quiero plantear es ¿qué territorio compete en todo este oscuro panorama a lo puertorriqueño? ¿Cuánto valor tiene verdaderamente ese concepto en el territorio abierto de un despersonalizado y enrarecido mundo global? Aquí los paquetes de respuestas pueden ser punzantes.
Cuando se escribe ante el siglo xxi, sea éste lo que sea porque aún no se le ha definido, se escribe desde la marginalidad, desde los límites de los discursos. Pero toda marginalidad implica la pre-existencia de un centro autoritario. Los siglos xix y xx, fueron los periodos “literarios” de la puertorriqueñidad en el sentido estrecho de la producción escrita e impresa. Los mismos circunscribieron aquel discurso dentro de una puertorriqueñidad que hoy no resuelve la pregunta de por qué o para qué se escribe. Pero para responder una pregunta de esa naturaleza se tiene que aceptar la posibilidad de formularla lo cual significaría aceptar que las nacionalidades también nacen, cambian e incluso, posiblemente, mueran.
El asunto de lo nacional ha sido tema de debate en Puerto Rico tanto en la década de 1990 como en la frontera inmediata de siglo xxi cronológico. No es ciertamente la primera vez ni será la última. Antecedentes hay en la Generación del 30. En aquel caso fueron también los ensayistas quienes tomaron la batuta de la discusión. El montaje de una idea de lo nacional funcional en el mundo del populismo fue el gran producto de aquel laboratorio de ideas. Claro que estoy conciente que toda conclusión en torno a temas tan volubles como estos es totalmente tentativa. Lo que sucede es que no todos lo consideran de ese modo. La idea de la nación como un asunto acabado ha sido uno de los dilemas más complejos en la historia de las ideas (y de la literatura) puertorriqueña. Solucionarlo con afirmaciones o negaciones gratuitas no resuelve nada.
En el Foro del Ateneo Puertorriqueño, 1940 (1976) se intentó tomar el toro por los cuernos desde una perspectiva analítica tradicional. Se realizó una invitación abierta a aquellos sectores ideológicos que se estimaba habían servido de fuentes al paradigma de lo nacional. Era además la antesala del populismo y había que limpiar aquella idea de la nacionalidad cargada de peligro que había inventado el albizuismo de cara a un futuro en que la misma adquiría un cariz tolerable en medio de una coyuntura de cambio. Enrique Laguerre, su discurso y su lenguaje, ha sido la mejor traducción de aquel mundo hasta el punto de que ha querido consagrársele con una candidatura del Nobel de Literatura.
Cada vez que se ha presentado la pregunta sobre el “presente” y, en consecuencia sobre el “pasado” y el “futuro”, las puntas de lanza de los analistas han sido las mismas. Se ha reincidido en lo que llamaré de inmediato el pecado del esencialismo (la nación es una y la misma desde siempre) y el irracionalismo (la nación se organiza por sí sola al margen de la razón humana). Ambos elementos son inseparables de toda definición de lo nacional que, sin remedio, debo disparar a las tradiciones alemanas del romanticismo especialmente a Herder. Se aprendió el molde de la idea de los europeos y solo se iba a interpretar como lo hicieron los europeos.
La imagen del nacionalismo ha tenido una historia traviesa durante los últimos 40 años. Las voces del sesenta jugaron un papel crucial en todo aquel proceso. Los intelectuales de aquel momento se encontraron ante el dilema de rescatar lo rescatable de las generaciones que les habían precedido, transformarse en su consecuencia inevitable (ese es el artilugio de todo pensamiento historicista) y tratar de producir un balance entre dos posturas siniestramente opuestas: los proyectos nacionales y los de clase tendrían que aprender a convivir.
Hacer nueva literatura (el mito de la protesta social y un discurso para la revolución definitiva) y rescatar el nacionalismo treintista haciendo todas las concesiones a lo que no fue nacionalismo, fue un proyecto destinado al fracaso desde sus inicios. Nadie lo podía percibir. No se intenta transformar el mundo con la noción del fracaso a cuestas. Los esquemas populistas se impusieron en la construcción de aquel imaginario y el oficialismo se tragó cualquier posibilidad de un discurso revolucionario penetrante.
El 1970 no me preocupa mucho porque allí los ensayistas, los historiadores y los sociólogos tomaron la batuta del debate. Los buenos literatos fueron continuadores originales de aquel sesentismo confabulado con la tradición. La fisura que representó a escala global la década de 1980 y la del 1990, en términos de la muerte definitiva de los metarrelatos (uso el lenguaje de Lyotard) que habían animado a un occidente ambicioso desde el siglo xviii, son claves para entender este problema.
La pregunta es si tiene que ser “puertorriqueña” la literatura del siglo xxi. Lo otro es, en qué sentido puertorriqueña o bien, cuáles serán los contenidos de ese principio en el porvenir. Yo creo que la imagen del jíbaro es una construcción caduca a la altura del siglo xxi. Incluso las perspectivas de aquellos que teorizaron dentro de la literatura sobre la transición del mundo agrario al mundo industrial ofrecen pocas opciones hoy a quienes se preguntan por el futuro de la nación.
Se reiteran problemas viejos: lengua e identidad. Se presume que la resolución de la una remedia la otra. En realidad ese es un problema demasiado académico como para que se convierta en motivo que aliente a las masas a refinar la definición de lo que son. Cuando en los años 1990 volvió sobre el tapete la cuestión de la nación y se reevaluó a Pedro Albizu Campos a través de un polémico libro de Luis Ángel Ferrao (1990), yo pensaba que el dilema debía estar resuelto hacía tiempo. El otro dilema es obvio. Se ha pretendido fundar en la literatura, la república que no se fundó en la historia (Ríos Ávila, 1995). A pesar de todo lo dicho, el debate del lenguaje sigue abierto.
Es curioso que aquel fuese el momento en que la “literatura puertorriqueña” (ya no lo era en el sentido en que lo había sido para la Generación del 1930 y la de 1950) comenzó su tardía pero bien financiada penetración de los mercados internacionales. La verdad es que aquella literatura había comenzado a perder los atributos que en otra época la hubiesen hecho netamente puertorriqueña.
Los mercados del concepto de la puertorriqueñidad y las esferas que validan el producto literario, han ido fluctuando de una manera notable en la segunda mitad del siglo xx. Hay mercados que dejan de significar y validar en momentos específicos cuando los programas que los alimentan pierden sentido. Muchos de los elementos que sirvieron para que Veinte siglos después del homicidio de Carmelo Rodríguez Torres fuese una novela corta exitosa en 1971, dejaron de serlo en algún momento. El discurso fue parcialmente silenciado y el emisor también. Los discursos caducan en la medida en que los mercados de las palabras se re-forman y eso es algo que los escritores tienen que tener muy claro cuando se enfrentan a la página en blanco o a la pantalla digital.
Yo recuerdo de manera paradójica, como tras la caída del socialismo real -del bloque soviético específicamente, -una inmensa cantidad de libros representativos de aquella forma de interpretar el mundo fueron vendidos a precios de liquidación en las aceras de un Río Piedras efervescente. Había que abrir espacios a los nuevos mercados. Los espacios eran físicos pero también emocionales. Desde entonces ha habido menos presión para discutir todo lo que significó el socialismo durante la segunda mitad del siglo xix y el siglo xx. Pero no es menos cierto que el mercado de ese tipo de discurso en más estrecho hoy que cuando significaba una resistencia coherente al orden capitalista internacional. Eso significa que había mucho de “comprar y vender” en la cuestión de la conciencia de clase. Del mismo modo hay mucho de “vender y comprar” -más de lo que se piensa- en la cuestión de la postmodernidad y las actitudes teóricas nuevas.
El tercer problema es ¿qué territorio cronológico le compete al siglo xxi? ¿Cuándo se dispararon las revoluciones en esas letras? Si se trata del futuro y sus contenidos ¿ya llegamos a él? ¿Dónde comenzó el futuro? Esta no es una pregunta sin sentido. El tiempo de la memoria, los códigos del recuerdo, los de la historia, tienen una importancia cardinal para el historiador de las ideas que va a codificar representaciones. Debo recordar que el historiador es primero que todo un codificador, un archivista vivo de acontecimientos muertos, de cosas imaginadas, un Funes memorioso (Borges) bastante limitado.
El historiador tiene el oficio post-mortem por antonomasia. Historiar es una forma de la necrofilia pero no se aman cadáveres de personas, se aman cadáveres de acontecimientos. El historiador es un observador de ruinas, de las ruinas temporales de lo que fue su casa. Cierto momento de la historia le exigió un papel activo y creativo y los historiadores jugaron su papel. Pero por lo regular, a pesar de los esfuerzos, el discurso de los historiadores siempre deja ese olor amargo de las cosas muertas.
Las transiciones de siglo se miden de acuerdo con esas frustraciones. Así lo inventó el decadentismo, catastrofista del occidente judeo-cristiano. Un historiador de las ideas inquiere: ¿cuándo comenzó el siglo xx? Acaso en 1918 con el fin de la Gran Guerra. Visto de otro modo, quizá con el bauhauss, con el surrealismo o con la cinematografía. Para algunos la revolución científica de Einstein o la invención del psicoanálisis freudiano amojonan mejor aquel panorama. Es posible que otros marquen el siglo con la consolidación de los electromecánicos o con la aviación y la conquista del espacio. Lo cierto es que todas las respuestas son válidas y explican un aspecto minúsculo de un siglo complejo.
En realidad los siglos comienzan cuando lo deciden los historiadores en general y los de la cultura en particular. Siempre se fijan las fechas de nacimiento cuando resulta imprescindible explicar problemas particulares de un momento histórico. La idea de fijar el inicio del siglo xx en la Primera Guerra Mundial es resultado de la noción de que Europa decayó sistemáticamente después del proceso en beneficio de Estados Unidos. Esto es un juego de cristales cromados verdaderamente infinito.
Así se formularon las preguntas sobre el origen de la última modernidad, la “civilización” que Spengler marcó como el comienzo del “fin”, como la decadencia. Pero también esa fue la gran pregunta sobre el nacimiento de la postmodernidad. ¿Dónde, cuando y por qué se habla de postmodernidad? (Lyon) Quizá el problema radique no en la respuesta sino en la pregunta ¿por qué tenemos que preguntarnos sobre el origen de las cosas? ¿Son esos supuestos orígenes comprensibles o son meras invenciones para justificar proyectos o discursos de poder? No tengo que recordar que el saber occidental es un gran entusiasta de la noción de origen: lo necesita para afirmarse.
Ahora bien, si me preguntan cuándo comenzó el siglo xxi, no creo que el asunto se pueda resolver con el 31 de diciembre de 2000. La cuestión es que siglo XXI y postmodernidad parecen signos que se montan el uno sobre el otro. La postmodernidad y el siglo xxi empezaron cuando perdimos la fe en los metarrelatos de la modernidad, cuando la modernidad dejó de responder preguntas y eso comenzó a ocurrir lentamente hace ya bastante tiempo. Pero en el debate puertorriqueño, postmodernidad sigue siendo mala palabra para cierta gente. Si se identifican ambos polos es más sencillo dilucidar el problema planteado por este Congreso.
La cuarta pregunta es ¿qué hacer ante el problema de que todo es cada vez más raro y nada es radicalmente seguro? Ese es uno de los rasgos de una postmodernidad que se afirma sobre los cimientos de una modernidad que se va: el tiempo de fuga. La mutua dependencia de estos ámbitos es obvia. Ambas esferas se necesitan para negarse y afirmarse contra el otro. El problema de responder este tipo de preguntas es que por lo regular se espera un programa, y estos tiempos me parece no deben enfrentarse con programas que corren el riesgo de convertirse en lechos de Procusto. Todo sistema de pensamiento se idiotiza en la medida en que se ideologiza y pierde el dinamismo que le impulsó a desarrollarse. Los creadores del siglo xxi, el que sea o donde haya comenzado, tienen que asegurarse de que sus actitudes no se reduzcan a programas o síntesis que fácilmente actúan como una trampa.
Propuestas para olvidar rencores
Como respuesta tentativa se me ocurre una metáfora de coleccionista de libros. A lo largo de su historia literaria los escritores formados aquí o que han decidido ser puertorriqueños, han caminado por los pasillos de una biblioteca relativamente pequeña, agotadora y a veces aburridamente similar a sí misma. La nación y la tradición occidental han sido las claves de una forma de la lectura en donde el cosmopolitismo -lo que hoy muchos llaman perspectivas globales- y el pluralismo -la capacidad de comprender y aprehender la diferencia- han sido un mito.
No se trata de que los literatos no hayan sido bien leídos u opinionados. Yo podría enumerar muchas excepciones a este planteamiento. Se trata de que el paradigma occidental ha marcado el proceso de construcción de esas imágenes del mundo. Las preguntas y las respuestas se formulan como las haría la tradición occidental. Así se formuló la pregunta de este congreso porque el siglo xxi sólo es una preocupación imaginaria del occidente cristiano.
La primera propuesta es reelaborar esa “biblioteca imaginaria” que se recorre en el extraordinario camino de la lectura y escritura. La invitación es a viajar por todas las esferas de la palabra que sea posible. Entender la palabra escrita y la no escrita y sentir la literatura hasta donde sea posible como una “búsqueda” perpetua, no comprometida o acaso comprometida con la búsqueda misma. Cavilar la literatura puertorriqueña como un producto acabado que se puede formular y componer y perpetuar, es una forma idónea de perder el tiempo. Aquí los programas académicos de literatura no resuelven mucho porque ofrecen la idea de una disciplina que nace en la medida en que muere.
Ya sugerí en alguna parte de esta ponencia, el papel que está jugando y jugará la red en la redefinición de toda literatura a la luz de ese hipotético siglo xxi que se adelantó a la cronología. La batalla que habrá que llevar a cabo será contra la democratización o vulgarización excesiva de unos medios -los literarios- que han sido territorio de iniciados. Los portales culturales, las revistas virtuales, las listas abiertas o controladas, las páginas personales en las cuales “literatura” bien o mal hecha, “imagen”, “efecto” y “publicidad” se hermanan en la redefinición de la multiplicidad del yo, son una preocupación para la crítica.
No se trata de sostener visiones aristocráticas de la escritura necesariamente. Ya se sabe que el mundo de la letra impresa nunca estuvo exento de ese fenómeno (Chartier). Desde el libro de entretenimiento condenado por cierto catolicismo extremo (Baker) hasta la novela rosa, pasando por la novela por entregas hasta el “best-seller”, el producto de las aristocracias del saber siempre ha sido retado de diversos modos. Curiosamente la red y la oralidad popular se dan la mano en un orbe literario que se había tecnificado y academizado altamente. Todavía no se sabe dónde conducirá esta llamada democratización del saber que yo llamaré “democratización de la creatividad”.
La segunda propuesta es que hay que “traicionar las trampas de la tradición”. La tradición es una impostura. La concepción de que equis es igual a equis no responde las grandes dudas de los escritores del presente. Cada vez es más cuestionable pensar que existen cosas que “debemos hacer”, demonios que es forzoso celar o actitudes que “tenemos que cultivar” en el proceso de elaboración de un producto literario netamente puertorriqueño. Esto puede parecer otra forma del individualismo radical pero después de todo ¿cuál sería el problema? ¿En qué consiste el problema del individualismo radical?
Aquí no se trata de espíritu fronterizo del romanticismo que se refugiaba en un medievo poco conocido para hilvanar respuestas a la problemática de un tiempo que se consideraba retador por la celeridad del cambio. Esa puede ser una forma encantadora del desencanto con los grandes proyectos de una modernidad que ya no es capaz de resolver los problemas de la totalidad y la particularidad de una manera aceptable. Se trata de aceptar de una vez la noción de que yo soy todos los seres de la historia en la medida en que me defino como sugirió en algún momento Federico Nietszche en camino abierto hacia el pluralismo.
La tercera propuesta tiene que ver con los conceptos de “desarraigo”, “alienación” y “marginación”. Es importante rescatar el principio de que no existe tal cosa como un “mal del siglo” ante el periodo que se aproxima. Se trata de una propuesta para romper los viejos moldes. Hay que vivir separados de los centros que se sienten con derecho a reclamarle a los creadores posicionamientos y compromisos. No sé si eso será del todo posible pero me parece que enajenarse de los focos de poder, no ya políticos sino culturales e intelectuales, es fundamental para que la independencia de la gente que escribe en Puerto Rico sea una realidad.
Me parece que los escritores tienen que ser transgresores primero que todo. Transgresores incluso de la transgresión misma. No serlo sería adoptar una posición irresponsable en el sentido en que mi generación, la del 1980 de escritores, reaprendió el compromiso al paso de la debacle ideológica del cambio de siglo. Aceptar que la transgresión es inseparable del acto de escribir y escribir y vivir no son sino la misma cosa. Muchas gracias.
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