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Carne de doncella

(Tercera variación)

Carne de doncella (Hyeronima cubana Muell. Arg.):

Árbol magnífico, pero escaso, de madera rosada y dura.

Flor rosada y de sabor dulzón, agradable. Crece en tierras

feraces y medianas (según Paz y Morejón), en cualquier

terreno (Lanier); mide 20 pies de altura y uno de diámetro

(Paz y Morejón), 36 y 2 (Lanier); florece en abril

(Paz y Morejón), o en junio (según La Sagra).

No intenta abrir los ojos. Ni podría. A través de los párpados, traslúcidos como medusas, contempla el techo agrisado por años sin la caricia de una brocha. Un paisaje bastante monótono, delimitado por el rectángulo de cristal, como pantalla de televisor a la inversa: ella es el programa que los demás vendrán a contemplar desde el otro lado: el incómodo sofá de sus vidas. Qué ironía. Hastiada de ver día tras día el mismo rostro tras el mismo cristal, encerrado en la misma caja negra; ahora es su rostro el que yace bajo un cristal, confinado en esta caja gris; pasto de los mirones que se asomarán a curiosear su muerte durante toda la noche. Debí incinerarme como un bonzo. No me tendrían aquí en exposición, con carita de bella durmiente picada por la mosca tse-tsé. La visión del cielorraso sembrado por las deyecciones de las moscas y el tiempo, es rota por una mano que irrumpe en el cuadrilátero de cristal. La mano cuelga una corona en la pared. Las dalias y extrañas rosas se balancean algunos segundos, tropezando con otros ganchos multiusos: lo mismo servirían para sostener la ofrenda mortuoria que un pernil de cerdo. Teresa apenas puede leer: No te olvidan tus compañeros de... ¿De dónde serán, ay mamá? Son de la loma y cantan en llano. De donde sean, ya no son. ¿Fueron alguna vez? Lástima que no me enterara. Y es ahora la barbilla del funerario ocupando toda la pantalla, mientras coloca una segunda corona, más grande y escandalosa que la anterior. Seguro es de tía Esther, siguiendo instrucciones de mis padres. Siempre tuvieron esa propensión atroz a los dorados, la brilladera y los colorinches. Un papagayo sobre el hombro de mamá palidecía de discreción. En Miami deben ser muy felices. Que no se les ocurra regresar. Les daría un infarto si descubrieran que apenas se fueron, vendí cómodas y espejos, butacones y mesitas: toda su escenografía de Sissi Emperatriz. Como un vaquero de Tucson en el decorado de Cleopatra, yo no resistía vivir equivocada de película entre aparadores art noveau y sillas Luis XVI. El que fue a Sevilla perdió su silla. Y el que fue a Miami perdió el mobiliario completo. No por parricidio, como dijo tía Esther; ni así estuviera seis meses sin hablarle a papá, que era la intolerancia en dos patas. Yo sé, tía, que uno no puede vivir cambiando de carro todos los años, yéndose de compras a Nueva York y pasando las vacaciones en Europa; y recibir con abrazos y cafecito caliente al interventor que viene a expropiarte las cuatro fábricas de muebles. Era más fuerte que ellos salir a la terraza y ver un negrito ─un becado, mamá─, un negrito ─un becado─, está bien, un negrito becado, meando los rosales de la Mansión Godínez, convertida en albergue de estudiantes campesinos desde que se fueron los marqueses en el 59. Yo sé que no es fácil crecer en un mundo ordenado, donde nosotros lanzábamos monedas a las pocetas del malecón, y los niños de San Lázaro se zambullían en cueros a buscarlas; y encontrarse de pronto, codo a codo, con una horda de barbudos analfabetos tendidos en las purísimas arenas del Internacional.  Y no me mires así, tía Esther, ni lloriquees sobre el cristal, que se empaña. Sécate con el pañuelito y sóplate los mocos. Tú sabes que yo puedo entenderlo. Ellos nunca me entendieron a mí. Nunca aceptaron que me fuera a alfabetizar, que me apuntara en las milicias, ni que me negara redondamente a irme. No me quedaba huérfana, como dijeron ellos. Durante años la Patria y la Revolución fueron mis padres adoptivos. Pero con los padrastros ideológicos tampoco tuve suerte. ¿Tú no crees, Joaquín? Pero su vecino del número doce, que siempre apreció sin decirlo a esta muchacha que se hizo cargo de su propia vida a los dieciséis años, sólo le responde con una cara de perro triste, y se aleja del cristal con una palmada de consuelo a la señora Esther, antes que la lágrima indecisa bordee el promontorio de su nariz. Parece que la paternidad exige siempre devociones monogámicas, tía. Si vas a seguir llorando, mejor te sientas y me dejas contar las cagadas de moscas en el techo. Así. Tranquilízate. Nunca te lo confesé, pero al principio no podía escribirles: la mano se negaba aunque lo intentara. ¿Qué podía contarles? ¿Qué podían contarme? ¿Un diálogo de sordos por teléfono? ¿Un esquimal y un chino discutiendo sin traducción simultánea? Después no pude: Corría el riesgo de que me expulsaran de la universidad por comerciar palabras con el enemigo a pesar del bloqueo. Al final no pude: Ya no sabía qué decirles. Si regresan algún día, diles que los quise, que los odié, que los quise, mucho, que incluso desde aquí los quiero.  Y sospecho que eso no cambiará nunca, porque cuando entras en este lado, la dialéctica queda derogada. Diles que. No. Mejor siéntate y no llores más, y no les digas nada. Adiós, tía. Hola, Florinda. Qué milagro. ¿Pasabas por casualidad o vienes a cerciorarte de que mi casa ha quedado por fin deshabitada? Con suerte y tu habilidad para el tejemaneje y la trapalería, quizás consigas que se la entreguen a tu hermana, la única que te queda en Oriente, el tercer mundo del Tercero, como quien dice el noveno mundo. Corre a preparar el papeleo y no pierdas tiempo haciéndote la doliente. Ni tú tampoco, Gabriel. ¿Qué haces ahí? ¿Viniste a cumplir alguna tarea del Partido? ¿Estás contabilizando una baja en las filas del enemigo? ¿O comprobando in situ que mis posibilidades de resucitar son más bien remotas? Redacta tu informe, chivatón de mierda, y acuérdate de afilar la ortografía, aunque tus lectores puede que sean más vurros e incurtos que tú. Con la de noches que dediqué a repasarte para que aprobaras a empujones el primer semestre. Pero tus neuronas con cierre de seguridad sólo te permitían memorizar las páginas como fotogramas de una vieja película. Y evocarlas a dos por segundo, en cámara ultralenta, con aquella cara de estreñido crónico frente a la hoja del examen. Pero tu memoria auditiva era perfecta, Gabriel: transcribiste todos mis comentarios sobre la locura aquella de la zafra, la corrupción, el amiguismo y el referéndum perpetuo de la Sierra Maestra, que eligió a nuestro Mársimo Lídher por los siglos de los siglos amén. Y tú sin abrir la boca, aunque no hubiera moscas. Será por bruto, pensé; cuando la bruta era yo: atragantándome de latín y lingüística, mientras tú aprendías que «el que sabe, sabe, y el que no sabe, es jefe». ¿Yo fui tu tesis de incondicional, Gabriel? ¿Te graduaste cum laude por denunciar a tu mejor amiga? Qué ejemplo de intransigencia revolucionaria. Pasen, señores,  pasen. Cinco como éste y la Patria está a salvo. Más de cinco habrá. ¿A qué viene esa lagrimita de cocodrilo en la comisura del ojo, Gabriel? Acuérdate que el Partido no perdona la duda. Lloras o no lloras. Y para llorar no tienes motivo. Te graduaste, al fin, con seis o siete cabezas pisoteadas (un saldo más bien modesto). Respondiste consignas cuando te preguntaron por las vanguardias artísticas del siglo xx, y tu futuro ahora es promisorio: en el sótano del poder, espulgarás de ideas nocivas poemas y novelas, y los devolverás a la luz aptos para el consumo proletario. Pero no te preocupes. Dispones de ascensor y escalera de incendio. Ay Ay Ay Ay, trepa y no llores;  porque trepando se alegran, cielito lindo, los corazones.  Y chúpate esa lagrimita, que Magaly te está vigilando. Si cae, es capaz de atraparla al vuelo y presentarla como prueba en la próxima asamblea. No te vayan a expulsar deshonrosamente como a mí ─lloré sobre tu hombro, me consolaste, y pasaron años antes que me enterara, Gabriel, que mi expulsión in eternis de todas las universidades nacionales, fue el módico precio por tu carné del Partido─. Aunque aquella reunión que me convirtió en cadáver político queda tan lejos. Ya me da lo mismo. Gasté todas las lágrimas antes de convertirme, yo solita, en cadáver a secas. Pero no soy el único. Esto parece un desfile de modas en la pasarela de Necrolandia. Beatriz, Laura, Rosendo: parecen evadidos de un congelador de la morgue, con esos ojos vidriosos de no soñar ni en sueños. Y las aspiraciones adolescentes degradadas a diez libras de papas adicionales y dos litros de aceite. Pobrecitos. Al menos yo me morí al contado. Ustedes se están muriendo a plazos, con intereses y recargos. Lo peor es que no lo saben. Tú sí estás hecho un cadáver, Albertico. Si quieres te hago sitio. La cárcel te trató mal. Y todo por seguirle la corriente al insobornable Pancho Mendoza, prócer de la democracia y apostolillo del diálogo nacional. Por algo fue profesor de filosofía marxista en la universidad. Lector de Hegel. Más dialéctico y materialista que todos los partidistas y partidarios. A mí me embobeció desde el primer día, Albertico. No te creas el único mingo de esta historia. Su discurso de la sociedad civil, la resistencia pasiva, la dignidad de los primeros cristianos frente a la corruptela del poder, la fuerza movilizadora del ejemplo, me arrastró hasta su Unión Democrática Cubana, hasta su núcleo de confianza y hasta su cama. Una no aprende, Albertico. ¿Cómo se puede confiar en un hombre que mientras tiempla echa discursos? Tonta de mí que tras doce años tragando consignas que ceban de carbohidratos y grasas la imaginación, pero desnutren el alma, no aprendí a desconfiar de las palabras. Doce años creyendo en el esfuerzo decisivo, el hombre nuevo, el porvenir luminoso, el paraíso comunista sin serpientes y con manzanas por la libre, sin racionamiento. A la primera duda vino el arcángel Gabriel y me echó a patadas a la cuneta por un delito de interpretación en el primer mandamiento. Dios Padre sólo acepta lecturas rectilíneas, Albertico. Por eso creí de inmediato en el discurso opuesto. Tú también, y mira como has quedado. La Concordia nacional, las Virtudes cívicas, las Animas de nuestros próceres que velan por la Lealtad al pueblo. El programa de Pancho Mendoza más parecía el callejero de Centro Habana. Pero nos lo creímos todito todo. Y en el momento del esfuerzo decisivo, te cogieron imprimiendo las octavillas. Cuando supimos que estabas preso, esperamos la autoinculpación heroica del insobornable ─condenadme, no importa, la historia me absoberá─; pero le dieron a escoger: la Cárcel de Boniato ó irse a comer boniato frito en Miami Beach. Y dejó que cargaras con el muerto completo, Albertico ─te dieron a escoger entre la Cárcel de Boniato y la Cárcel de Boniato─ (el movimiento recompensará algún día tu sacrificio por la causa), para que él pudiera continuar la lucha desde el exilio (como nuestro Apóstol, ¿me comprendes?); donde recaudando fondos para la liberación de la Patria, ha montado una inmobiliaria que funciona con un patriótico margen de beneficios. ¿Me comprendes? Tú y yo, por crédulos, nos quedamos con los maleficios, mirándonos a través de este cristalito, cada uno en su lado, como si estuviéramos del mismo: que te entierren después de muerto o te entierren vivo, qué más da. Y tú aliméntate, o te veo por este barrio en breve. Mirándote ya no sé quién viene a dar el pésame a quién. O mejor le damos el pésame los dos a todos estos que vienen a consolarse con mi muerte de sus viditas agónicas. Alguien acuñó aquello de que «Al menos estamos vivos», y ustedes se lo creen. Ignoran que aquí no siento frío ni calor ni hambre. No tengo apuro ni me inquieta el mañana. No necesito huir. No tengo miedo. Creo que lo peor pasó. Dudo que los finados necesiten maltratarse entre si por conseguir un escaño de cadáver primera categoría. Aquí todos somos igualmente indiferentes, ese sucedáneo de la felicidad. Para felices los crédulos. ¿Verdad, Señora Dominga?  No me mire con esos ojitos de carnero degollado. Usted seguirá creyendo en el buen pastor Cecilio Benavente, otro mago de la palabra, ese deporte nacional. Y con la propensión que tengo yo a dejarme seducir por la palabra. Debí casarme con un diccionario. Al menos contiene todas las palabras, sin discriminación, no sólo las que le convienen. Y de palabras convenientes ya estaba harta, Señora Dominga, de gente que usaba a la Patria como materia prima: pienso patriotialimenticio para el engorde de borregos que serán conducidos más temprano que tarde al matadero. Al menos Cecilio hablaba en nombre de Dios, un tipo menos dialectizable, aunque tan discutible como Adam Smith, Marx y Engels. Y yo había dejado de creer en cuanto discurso rodaba por este mundo. Sólo me faltaba dejar de creer en los discursos del otro. Cecilio Benavente fue llenando con mucha paciencia mi incredulidad: sacrificio, misericordia, renunciamiento y piedad, palabras llanas, leves al tacto, dulzonas al oído. Me dejé mecer por las palabras. Proponía un cielo incomprobable (y por tanto indudable): democracia representativa o comunismo bucólico a la carta. No era un inquisidor de la Revolución. Ni un profeta neoliberal de la secta MacDonald. Cecilio Buenavente fue en aquellos días el aeropuerto internacional donde aterrizaban creyentes transidos, prófugos de muchas decepciones, militantes de carné que se entrevistaban con Dios a hurtadillas, y fieles de ocasión, atentos a las donaciones de leche condensada, jabón y carne en lata. Cecilio Benavente los recibía con idéntico fervor. «No podemos pretender, por ahora, que todos se dediquen a Dios a jornada completa. Él acepta los eventuales, pero sólo les concederá su premio eventualmente». Admirábamos su generosidad y su tolerancia, su capacidad de acoger sin distingos a «los hermanos que sufren». Lo que usted todavía ignora, Dominga, es que nuestro querido pastor se descarrió del rebaño, que nunca más lo volverá a ver. Con esa naricita de olfatear incienso se lo irá oliendo usted en el curso de los días. Ignora que Cecilio me propuso matrimonio antes de viajar a la convención de Los Ángeles. Ignora que vendiendo la mitad de las donaciones ha amasado una fortunita que tiene en algún City Bank a plazo fijo; y que cambió a «los hermanos que sufren» por «los hermanos que no sufren» en la casa matriz de New Orleans. Ya nos enviará por Internet sus sermones en inglés de academia, redactados con una fe de academia también; y con la ventaja multinacional y transformista de Dios, que se adapta a todos los públicos como un político de centro izquierda. Ya se enterará, Señora Dominga, que nuestro pastor necesitaba contar el triple de ovejas que nosotros, para dormirse sin sobresaltos, ni policías que lo despierten de madrugada para incautar una máquina de escribir, presunto instrumento de propaganda enemiga. Pero si hoy llora mi muerte con lágrimas de telenovela, es porque imagina al pastor Romeo peregrinando al regreso hasta la tumba de la oveja Julieta.  Nunca se enterará que la oveja mandó al carajo a su pastor aquella tarde, que le dije de mercader divino palante, y me encerré tres días seguidos en mi casa antes de volverme cuerda. Tres días. Nadie me llamó por teléfono. Nadie tocó a mi puerta. Tres días en la casa más desnuda de La Habana: la pared conserva la huella donde un día estuvo el corazón sangrante de Jesús que veneraban mis padres. La huella del affiche del Che con su mirada de infinito en la foto de Korda. La huella del retrato enorme de Fidel que me regalaron por vanguardia de no sé qué. Los restos del marco donde tuve la foto sonriente de Pancho Mendoza. El clavo que hasta ese mismo día sostuvo el crucifijo de ébano que me regalara nuestro descarriado pastor de fieles ovejas, Cecilio Benavente. Y quizás nunca comprenda, Señora Dominga, que se puede construir un templo sobre las ruinas de otro, pero en la cima de tantas ruinas superpuestas, no hay cimientos ni para levantar un bohío. O remendar un sueño con parches de otros sueños, pero la tela del alma se va pudriendo poco a poco, hasta que no aguanta una puntada más y se deshace. Por eso la envidio, Señora Dominga. Crédula como un perro abandonado que regresa mil veces al mismo dueño. Impermeable a la duda, usted debe creer aún en los Tres Reyes Magos, la concepción in vitro de Jesús, el Paraíso Postmoderno y el Coco que se lleva a los niños desobedientes, aunque vengan de París a bordo de una cigüeña. Yo cometí el pecado original de la duda. El único que ninguna religión perdona.
 

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