¿Qué
es Paisaje de Arcilla? Cuentos, autobiografía, novela, poemas.
Los treinta y dos fragmentos que componen éste, el primer libro de
Alejandro Aguilar, se resisten a y problematizan cualquier definición.
En parte es eso, pero también desintegran esos géneros en algo más.
Porque esta es una de esas obras que expanden los límites literarios
hacia el campo visual puesto que lo más apropiado sería describirla como
un conjunto de fotografías habladas.
Al entrar al texto, una primera impresión indica que son fragmentos
autónomos, al continuar, el lector tendrá la sensación de una serie
temática: el colegio militar de un grupo de jóvenes cubanos en el año
1969. Pero, pronto descubrirá que aquí también hay experimentación, no
se está frente a una serie que actúe por acumulación para construir su
significado, como Cortázar decía lo hace una película. Cada texto
mantiene su valor estético intrínseco porque posee ese impacto vertical
propio de la fotografía: la selección hecha por un lente de una escena
exacta enfocada en sus detalles más precisos donde todo lo que no
pertenece a ese encuadre, es innecesario. Ese efecto se agudiza porque
el tiempo utilizado es el presente que se vuelca sobre sí mismo cerrando
así los objetos de la escena en una atemporalidad perpetua. Los textos
son entonces fotografías habladas, precedidas de escuetos títulos,
desplegadas una a una ante el lector/espectador que reconstruye la
imagen, hace una pausa y enseguida entra en la próxima.
Finalmente definir qué es Paisaje de Arcilla,
no tiene ninguna importancia más allá de dar ciertas falsas certezas a
preguntas como qué estamos leyendo. En cambio, si creemos con Amorós que
la técnica narrativa nos reenvía siempre a una concepción de mundo, se
podrá ahora sí tener la seguridad de que estamos ante un paisaje frágil
contrario a ese universo estable, sólido y tranquilizador de las
narrativas del siglo xix. No es la realidad de este libro, ni es la
realidad de nuestro mundo.
Y es un mundo inquietante precisamente por
la perspectiva desde que se nos habla, un lente en off alejado de toda
retórica, con cierto mutismo, adopta una actitud lejana, no se permite
afectaciones ni énfasis, observa y registra, y sólo a veces comenta con
ironía, pero siempre invita a la reflexión. Cuanto más objetivo el
abordaje, más tenso y desgarrado. Por eso sobresalen aquéllos fragmentos
cuya atención preferente es la concretud de lo material como en “El
Paisaje”:
Los techos de zinc, parrillas
calcinantes en aquella llanura implacable. El cielo azul, a veces
amenazante o abiertamente furioso; siempre un pizarrón al alcance donde
dibujar secretamente los mejores sueños. Y las nubes de finísimo polvo
mineral emborronando, encegueciendo, atizando. La naturaleza y sus
sonidos. El aire que no cesa los zumbidos en las copas de los pinos y
casuarinas, enredándose en los techos y sobre todo, en las pesadas
líneas de alta tensión que pellizcan la esquina más profunda de la
escuela y causan un sordo temor a toda hora. Pánico en la madrugada. De
vez en cuando, se descuelga el estampido de un trueno o un avión del
aeropuerto militar aledaño pasa en vuelo rasante, como burlándose de la
lentitud y el tedio de aquí abajo. O la campana, con su cíclico alarido
para ordenar el tiempo. El mundo sonoro de la escuela. Nada más.
Cuando captura conscriptos es como si fuese
una fotografía de un grupo cuyos miembros clonados no serían
distinguibles ni para la mirada más cercana: “los treinta del pelotón,
los ciento veinte de la compañía, los quinientos del batallón.” Cuerpos
moldeados y disciplinados. El ritual en “Cabezas rapadas” marca el
inicio de un método cuyo fin es incorporar en ellos “la apariencia que
deben tener, la del hombre uniforme. Nada personal, nada distintivo.
Sólo obedecer.”
Ellos y los otros, el adentro y el afuera.
Adentro vemos al grupo retratado en la cotidianeidad del entrenamiento
de la agobiante escuela militar en escenas que resumen días idénticos en
supuestos actos patrióticos, en marchas interminables, reportes,
deméritos, pases suspendidos, en gritos. Desde afuera llegan los
familiares, los amigos y las novias que solo “ven la punta del iceberg,”
esos días “la escuela es el orgullo del país”. Cada fragmento
contribuyendo en la insuperable creación de una atmósfera opresiva de
encierro, no mediante la desmesura sino del despojo.
Mientras en lo formal ese proceso de despersonalización se agudiza, se
hacen algunos retratos individuales:
ELEMENTO 602
Es la anguila. Hiperactivo, inteligente,
débil. El honor siempre al rescate por sus amigos de entre los puñetazos
de todo adversario conque se cruce. Su recompensa es la alegre lisonja
para los demás; la garantía de que será defendido en una nueva ocasión.
El círculo vicioso se rompe en el segundo año, cuando ya casi aprende a
valerse por sí solo. Los amigos no pueden salvarlo de los golpes
mortales de la leucemia.
Solo luego
del FIN descubrimos que uno más de la escuela, el Elemento 622, es esa
voz en off que escribe/toma las instantáneas. A pesar del
close up sostiene ese eficaz estilo parco y nunca llega a
personalizar, el elemento 851, el elemento 783, el mismísimo elemento
622, tienen historia pero han sido privados de un nombre. Y, se sabe, al
no estar sus nombres en el discurso, es el ser de esos sujetos el que
corre peligro.
Pasan cuatro años en 32 tomas. En la última la fragilidad del mundo aquí
representada se hace evidente: los elementos promedian catorce años, son
por fin militares que van a la guerra con balas de salva. Los oficiales,
los profesores, los actos patrióticos, ellos mismos son un simulacro.
¿Es también esa sociedad - el afuera que los espera y su soñada
libertad- un simulacro?
Setenta elementos se marchan sin antes soportar un
último acto, pero entre quinientos que se gradúan, son una minoría y por
tanto sin importancia. Al menos por un corto lapso, han sobrevivido como
muchachos normales. Sólo setenta saben, al decir del epígrafe de Antonio
José Ponte que anticipa estas fotografías habladas, que no son
culpables/ no son santos. |