Para alguien que hasta los 19 años de edad vivió en una de las provincias orientales de Cuba, la televisión resultaba fascinante. Programas de aventuras, musicales, novelas, películas, documentales, comedias y dramas del espacio Teatro ICR, que aún no podía comprender a plenitud, absorbían mi imaginación.
Los artistas cubanos que protagonizaban tales trasmisiones eran para mí dioses del Olimpo. Así surgieron mis manifestaciones primarias de interés hacia Alicia Alonso, Rosita Fornés, Benny Moré, Bola de Nieve, Esther Borja, Barbarito Diez y María Cervantes.
Pero a esos nombres de grandes de la cultura nacional debo sumar el de una mujer capaz de provocarme mucha expectación por la lisura de su canto y la versatilidad demostrada ante un sinnúmero de contrastantes personajes: Blanche Dubois, María Estuardo, Lady Macbeth y aquella alcaldesa Remigia que hiciera reír a todo un pueblo, tras proferir tres notas agudas in crescendo y, seguidamente, un grito estentóreo para llamar a su fiel mayordomo Agamenón en el programa televisivo San Nicolás del Peladero, que durante poco más de dos décadas permaneció en la preferencia popular.
Por lo tanto, mi adolescencia, mis estudios en el preuniversitario, finalizaron contemplando en la pequeña pantalla a una personalidad que integra la lista de la más relevantes cancioneras líricas de cuba, de las más preclaras actrices de nuestra historia, desde que en la segunda mitad del siglo xix la cienfueguera Luisa Martínez Casado trazó una senda luminosa en la escena criolla.
Me he referido hasta ahora, señoras y señores, a María de los Ángeles Santana, inspiradora de mi libro Yo seré la tentación.
Un día comprendí que mi vida se deslizaba en el tiempo con suma rapidez. En 1976 egresé de la Facultad de Periodismo, de la Universidad de La Habana, en coincidencia con la agonía del luego calificado “quinquenio gris” de la cultura cubana. Digo “luego”, pues en ese momento nadie pudo detenerse a escoger el color que realmente debía aplicársele a modo de identificación.
La labor profesional se convirtió en un objetivo primordial de mi existencia. Radio Habana Cuba, donde trabajo hace 27 años, me reveló las verdaderas e infinitas posibilidades de un medio de difusión de tanto alcance social. Y, tras asumir diversas tareas en la Redacción Central, dos años después, con una entrevista a Alicia Alonso, daba los primeros pasos en calidad de realizador de programas.
Aquellos espacios me pusieron en contacto, desde entonces, con protagonistas de numerosos momentos de intensidad que estructuran el vasto y diverso panorama de la cultura nacional. Entre ellos, por supuesto, estaba María de los Ángeles Santana, quien, después de yo estrenar un ciclo dedicado a grandes de la música criolla, colaboraría con él al hablarme de Bola de Nieve, Barbarito Diez y Ernesto Lecuona, la figura de mayor influencia en su trayectoria profesional.
Recuerdo que a principios de la década de los ochenta, del pasado siglo, le solicité un testimonio para mi entonces libro en preparación dedicado a Rita Montaner.
En un intento de mostrarle la forma en que los entrevistados abordaban la personalidad de la legendaria “Rita de Cuba” entregué a la Santana varias transcripciones de mis entrevistas, en las cuales, aparte de los méritos de su colega, aparecían alusiones a su polémico carácter y se narraban anécdotas de sus desencuentros en el complicado ambiente de la farándula.
Unas semanas más tarde me los devolvía, acompañados de la siguiente nota, que nunca antes leyera ante un auditorio:
“Amigo Fajardo:
“He leído, con mucha atención, su minucioso y paciente trabajo sobre Rita. Hay algo que me ha llamado poderosamente la atención. En todos los testimonios sobre la artista trata de destacarse, con todo flujo de detalles, la parte más fea de un ser humano, como si con esto quisiera empequeñecerse todo lo valioso del artista.
“No me explico esa morbosidad de conocer y publicar defectos y fallas ahora que esa artista no puede contestar a ellos. Creo que cuando un creador logra adueñarse de una época y es capaz de seguir dominando en absoluto ese recuerdo no merece más que respeto y admiración.”
Con tan elegantes términos, María de los Ángeles Santana rehusaba mi solicitud. Debo admitir que quizás mi elección no fue la mejor para convencerla en algo que la caracteriza: su extremo cuidado al dar un juicio acerca de los demás y, sobre todo, en lo tocante a sus compañeros desde su debut en nuestra cinematografía, en 1938.
No en balde, durante los días en que La Santana era proclamada Reina Nacional de la Radio, el periodista Germinal Barral, Don Galaor, buen conocedor de la tradicional lucha entre ángeles y demonios en el ámbito artístico local, subrayaba en las páginas del semanario Bohemia: “[...] se merece este reinado, porque la belleza de su físico prodigioso es un regalo que puso en ella Dios como premio a su carácter exquisito, a su poderosa discreción, ¡Tan rara, Señor —tú lo sabes y por eso lo premiaste en ella— en las criaturas de su sexo, y en el nuestro, que los hay peores.”
El relato anterior no menoscabó en lo mínimo mi ulterior relación amistosa con la Santana. Mi proyecto inicial de aquel libro cambió por determinados motivos y se transformó en la biografía Rita Montaner: testimonio de una época. María, una apasionada del género, la leyó detenidamente y recibí su felicitación por el equilibrio logrado en la obra para analizar, desde distintos ángulos, a “La Única”.
Y quizás, para recompensarme de la ausencia de su voz en el texto, en 1998 presentó la segunda edición del mismo durante un emotivo acto celebrado en la Casa de las Américas.
Mas, aún en 1998, ambos no lográbamos ponernos de acuerdo en un aspecto: habían transcurrido tres años de mi solicitud de entrevista para ofrecerle una de las trasmisiones de mi ciclo de figuras señeras de la música cubana.
Es cierto que distintos compromisos la agobiaban y no recuerdo cuántos aplazamientos tuvieron lugar. Entre uno y otro me reiteraba una frase derivada de su consubstancial llaneza: “Tú veras, pronto vamos a hacerlo. Pero no te preocupes tanto. Mi vida artística simplemente tiene importancia por la gente extraordinaria con que me ha tocado trabajar.”
Por fin, en abril de ese año, acompañada de Julio Vega Soto, su esposo y alter ego a lo largo de 61 años, la Santana, en respuesta a un compromiso formal adquirido –en lo cual es sumamente respetuosa–, llegó a Radio Habana Cuba. Hizo una reverencia, me besó y agregó: “Esto constituye un premio a tu constancia.” De inmediato nos encaminamos hacia uno de los estudios de la emisora y me concedió -–en el lapso de tres horas– una de las más bellas entrevistas que, hasta la actualidad, he podido concertar.
Los resultados del programa en cuestión desencadenaron en mis pensamientos una idea: la entrevista que lo sustentó contenía el embrión de un libro, pero era imprescindible profundizar en ciertos pasajes. El escollo principal estaba en cómo convencer a María. Su sobrino político e hijo espiritual, el escritor Enrique Pérez Díaz, me comentaba su fracaso y el de otros autores en persuadirla con tal finalidad. Su respuesta, en cada caso, fue una réplica de la que dilató la concesión de la entrevista para el comentado programa radial. Un buen día –esos en que los creadores presentimos el advenimiento de la hora propicia para poner en marcha un proyecto– la llamé por teléfono y le expliqué la necesidad de vernos. Acordamos día y hora y, después de tratar en ese encuentro algún que otro asunto, le revelé mis pretensiones. Sus ojos se convirtieron en dos saetas y en el instante en que sus labios iban a abrirse y yo esperaba el habitual pretexto, me formuló una inesperada pregunta: “¿Y cómo procederías para hacer este libro?”
Le contesté que sería en sesiones semanales de dos horas de duración, en su propia casa, para no agotarla físicamente, y en su transcurso respondería a un cuestionario, sin nunca anticiparle los temas a abordar, pues deseaba respuestas espontáneas, matizadas por esa innata locuacidad suya que le permitió ser llamada en España “pico de oro” y comparada con uno de los más convincentes oradores peninsulares en determinado período: Federico García Sanchiz.
Acordados ciertos pormenores y organizado su descomunal archivo de documentos y fotografías, a las dos de la tarde del 29 de septiembre de 1999, María de los Ángeles y yo nos enrolábamos en otra de sus “aventuras”, como a veces denomina al inicio de algo en que su aguda percepción le anticipa un resultado provechoso. Sentados frente a frente en dos sillones de caoba colocados en la sala de su apartamento de El Vedado, a lo largo de un año la Santana me permitiría obtener un extenso relato recogido en unos 60 casetes y diversas cintas magnetofónicas.
De sus abuelos, de sus padres y restantes seres queridos, de su infancia, de los meses de permanencia en parajes distantes de la Habana, como Nuevitas y el central Constancia; de su adolescencia; de su paso por el Colegio de Nuestra señora de Lourdes; de las imperecederas enseñanzas recibidas en ese centro docente de monjas de la orden San Felipe Neri; de particularidades de la vida doméstica en otras épocas; su visión de una antigua Habana, cuyas calles registran el hecho de recibirla – adelantándose a su época– como la primera mujer cubana que las transitó conduciendo una motocicleta; de hechos políticos que conmocionaron a la opinión pública; de las lecciones de piano y canto impartidas por su madre y las de guitarra que le diera el célebre Guyún, y de sus amores con Julio Vega me habló María de los Ángeles Santana como parte de un sinfín de remembranzas de su novelesco vivir.
Largas jornadas dedicamos a su labor histriónica en México, Estados Unidos de Norteamérica y, fundamentalmente, a los tres años y dos meses que se mantuvo contratada en España por la Compañía de Antonio y Manolo Paso que, junto con el afamado maestro aragonés Daniel Montorio, crearon para ella dos revistas musicales de incalculable éxito en casi todo el país ibérico: “Conquístame” y “Tentación”, en la cual, anunciada como “La Gran Estrella de Cuba”, debutó el 9 de febrero de 1951 en el teatro Madrid, con capacidad para cinco mil personas.
Con cuánta modestia me entregó críticas, informaciones periodísticas y programas que evidencian cómo, desde la revelación de la mítica argentina Celia Gámez, no se recordaba en España un éxito semejante por otra personalidad femenina del arte latinoamericano al que nuestra María alcanzó en el Madrid de las chulapas.
Una peña de intelectuales la escogió de madrina y Jacinto Benavente disfrutaba dialogar con nuestra artista en las primeras horas de la madrugada en la villa del Oso y el Madroño mientras comían churros y tomaban chocolate caliente.
Mario Cabré, el célebre torero catalán, le redactó la siguiente dedicatoria: “Cuba podrá tener muchas obras de arte, pero ninguna como María de los Ángeles Santana”; Eugenia Zúffoli, la reconocida actriz dramática, apuntó: “Celebro en el alma y muy sinceramente que una artista cubana haya triunfado en España como tú has triunfado. Hoy es un día que hay que decir ¡Viva Cuba! Yo lo digo todos los días con el alma”; el prestigioso periodista Joaquín Aristigueta subrayó que la Santana, “con su fina elegancia y belleza personal, ha abierto el mercado grande a las artistas cubanas”; Don Antonio Paso, a la sazón decano de los autores teatrales, manifestó: “No necesitas tú, para anunciarte, ser vedette, ni estrella, ni cubana; a ti te basta sólo con llamarte María de los Ángeles Santana”, en tanto que al ella decidir volver a Cuba, en el final de un soneto, Joaquín Dicenta patentizó el sentir colectivo de una nación: “Y que va a decir con rumor de olas/ que España no te olvida y que te espera,/ María de los Ángeles Santana”.
Mientras avanzaban las sesiones de entrevistas, con cuánta paciencia Mary hurgaba en gavetas y escaparates para confiarme, entre otros documentos, sus diarios, postales cursadas a su madre y hermana desde remotas tierras; tarjetas de Félix B. Caignet y Jacinto Guerrero y cartas inéditas de Eliseo Grenet y de Ernesto Lecuona, quien la incluyó en su correspondencia con un reducido número de sus afectos dejados en la Isla, cuando en 1960 partió de Cuba e, insistentemente, reclamaba la presencia de su «Santanini» en Estados Unidos y España.
Las misivas de Lecuona son unos de los documentos de singular valor en la obra para comprender qué sitio ocupó en realidad La Santana en el sentimiento amistoso y el profuso elenco del más difundido compositor de nuestra música a escala mundial, del maestro que en una oportunidad la conceptuó “gran artista y orgullo nuestro”.
Asimismo recogimos los enjuiciamientos de la Santana con respecto al vedettismo, la música y el teatro; el rigor que un profesional debe tener al actuar en estudios de la televisión o la radio; sus secretos y experiencias en cada uno de los medios aludidos, cómo la fama nunca estuvo entre sus objetivos y la necesidad de una entrega absoluta en cada tarea aceptada.
No excluimos sus inteligentes referencias a su misión en la vida, a que nunca abandonemos la fantasía para hermosear –a nuestro paso por el mundo– tantas cosas que de por sí nada poseen de bellas y las pautas éticas y humanas que la sostienen hasta hoy.
Aún sin finalizar la amplia entrevista para el libro, a mediados del 2000 comenzamos a redactar los primeros capítulos. Cada uno era revisado de inmediato por María y enseguida entraban en acción mis amigas Amalia Sanmartino y Silvana Garriga en una eficaz labor de edición.
Ellas me ayudaron a aplicar la denominada «economía del lenguaje». Como bien me ha expresado La Santana, “si se hubiera puesto todo lo dicho había que publicar una enciclopedia. Ese es el resultado, hijo mío, de vivir demasiado.”
Lamentablemente, una vez escritas las setecientas ochenta y una páginas del original del texto y presentadas al director de Letras Cubanas, Daniel García, este nos precisó que, a causa de tal extensión y las 200 fotografías a incluirse, esa casa editora carecía de los recursos económicos para publicarla. Se necesitaba iniciar gestiones en busca de apoyo financiero con Ediciones Cubanas, cuyos resultados aún desconozco.
Comprenderán ustedes lo que significó para mí escuchar esas palabras. Ninguna respuesta recibieron, en tal coyuntura, sendas cartas de Josefa Bracero, vicepresidenta del ICR-T para la Radio, y de Enrique Pérez Díaz, quienes argumentaron en ellas ante el Ministerio de Cultura y el Instituto Cubano del Libro la importancia de publicar el texto, e incluso, individualmente insistieron en lo hermoso de tenerlo listo en el 2004, cuando la artista celebraría su 90 cumpleaños.
Pero en aquellos días de desaliento inesperadamente se abrió una puerta. Amir Valle, escritor y coordinador en nuestro país de la editorial puertorriqueña Plaza Mayor, realizó una valoración preliminar del libro, “se enamoró de él a primera vista”, según sus propias afirmaciones, y lleno de un contagioso optimismo lo envió a San Juan, donde una mujer que ríe y llora por Cuba, Patricia Gutiérrez, presidenta de la mencionada firma, aprobó casi de inmediato la propuesta recibida, sin poner cortapisas al considerable número de páginas y fotografías.
Empezaron entonces mis frecuentes visitas al ático en que viven Amir Valle y su gentil esposa, Berta Medina. La revisión final de tantas páginas del texto y el procesamiento de cada una de las fotografías exigieron de agobiantes jornadas, en las cuales Amir y yo nos alimentamos del amor y la consideración merecidos por María de los Ángeles Santana.
Entretanto, desde Puerto Rico, Patricia sustraía tiempo a sus complicadas responsabilidades para alentar, a través del correo electrónico, la obra que se gestaba en La Habana y ella concluyó al ser recibida en la sede de Plaza Mayor.
Emanando aún de cada ejemplar el olor de máquinas impresoras madrileñas, Yo seré la tentación llegó a la Feria Internacional del Libro de La Habana entre los restantes títulos que este año integran la Colección Cultura Cubana, fundada por la señora Gutiérrez con el objetivo de difundir la creación intelectual de autores de esta nacionalidad residentes dentro o fuera de la Isla, atendiendo a un principio único: la calidad.
Sin embargo, al conocerse el arribo a La Habana de María de los Ángeles Santana en formato de libro, todo indica que un devoto de Nuestra Señora de la Murmuración la invocó con demasiada fuerza y se desencadenó una ola de rumores en torno a que Yo seré la tentación estaba financiado por la Fundación Nacional Cubano Americana.
Quisiera tener el placer de conocer al descerebrado invocador de una santa, sólo canonizada por el periodista y escritor cubano Carlos Robreño en un excelente artículo, para preguntarle dos cuestiones: ¿Dónde están los contratos que Plaza Mayor y Ramón Fajardo suscribieron con la susodicha Fundación? ¿Qué interés en específico podía tener la misma para patrocinar una obra basada en la vida y el quehacer profesional de una de las divas criollas y, por ejemplo, no fijar más su atención en obras de renombrados creadores de mi patria que también pertenecen a la Colección Cultura Cubana, entre otros, Pablo Armando Fernández, Reynaldo González, Leonardo Padura y Gregorio Ortega?
Todavía nadie nos ha explicado a Patricia Gutiérrez, Nelson Dorr, director del concierto que acaba de efectuarse, y a mí las causas que motivaron el traslado del acto de presentación del libro de la sala de conciertos de la Basílica y Convento de San Francisco de Asís hacia la Alejandro García Caturla, ni la imposibilidad de publicar una nota en la prensa para informar el cambio de locación, lo cual generó un estado de confusión entre personas interesadas en departir con nosotros las emociones de esta tarde.
Tampoco se me han dado justificaciones concretas por las cancelaciones de entrevistas en Radio Ciudad de La Habana y CMBF-Radio Musical Nacional, emisora esta última en la que uno de sus realizadores, Jorge Pérez Jaime, sumamente apenado, me informó de tal decisión en la noche del viernes último, después de aclararme que no se trataba de una medida contra el autor y «la vieja», de acuerdo con lo que dijeron.
A Pérez Jaime –a quien aprecio y acabo de obsequiar un ejemplar de la obra– le pido que se lo preste al que impidió mi asistencia a la entrevista programada el sábado último en CMBF para que pueda conocer los inestimables aportes a la cultura nacional de la señora –como las normas de la buena educación lo indican– María de los Ángeles Santana, quien, le acoto, disfruta la vejez que invariablemente no puede obviar el ser humano con mucha dignidad y rodeada del cariño y la simpatía de miles de cubanos.
Por cierto, viene a mis pensamientos en este instante que a la vejez también han llegado Alicia Alonso, la más universal de nuestras artistas, y nadie cuestionará su trascendencia en siglos venideros; Esther Borja y Rosita Fornés, a las que distintas generaciones del público rinden tributo a estas alturas; Luis Carbonell, sin parangón en los anales del arte criollo; los respectivos legados de José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz, Nicolás Guillén, Virgilio Piñera, Wifredo Lam, Amelia Peláez, Esteban Salas, José White, Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig o las ausentes y cubanísimas voces de Rita Montaner, Benny Moré, Bola de Nieve, María Teresa Vera, el Trío Matamoros y las Hermanas Martí.
Vieja es, además, una parte de la geografía habanera, donde el doctor Eusebio Leal rescata de la destrucción vetustas edificaciones, sin por ello dejar de ser la más atractiva zona para el turismo internacional.
Entornar la mirada hacia lo viejo nos posibilita en el presente comprender mejor las claves de nuestra identidad y la actualidad de la cultura cubana. Entornar la mirada hacia lo viejo sólo convoca a la admiración y el respeto, algo que ha ganado con creces, ante sus coterráneos, María de los Ángeles, quien en medio de los cambios políticos en Cuba, a partir de 1959, puso a un lado tentadoras ofertas del exterior para permanecer cerca de su pueblo, a cuyo lado, como ella me diría, su vida se reafirmó (cito) “con principios muy estables que aún me ayudan vivir y confiar. Y, si uno profundiza en ellos, son más importantes que la fama, muchas veces propensa a perderse con el paso del tiempo, a ser pábulo del olvido”.
Esbocé antes que estamos ante un libro que es un canto de amor a Cuba a través de la presencia cardinal de sus más legítimas criollas, un libro también hecho con amor en su proceso de redacción por la Santana y el autor, al cual, para alcanzar los resultados que disfrutarán algunos de ustedes, finalmente aportaron cuotas del mismo sentimiento Amir Valle y Patricia Gutiérrez, una cubana que gana su dinero con el sudor de la frente, con su trabajo diario, hasta avanzadas horas de la madrugada, en la revisión de cualquier propuesta de libro; que define los vínculos con los escritores de su Colección Cultura Cubana sobre una base amistosa, cordial, lejana de la común y fría relación contractual entre un escritor y una casa editora.
De haberlo deseado, pudo ella, con total libertad de acción, escoger a las Ferias del Libro celebradas en Miami o Guadalajara y presentar, por primera vez, Yo seré la tentación Sin embargo, quiso que fuera aquí, en Cuba, la tierra natal de María, para que compartiéramos a su lado el júbilo por la publicación de un libro que opina la Santana, “muestra a la vedette en la portada y a la mujer en sus páginas”.
Querida Mary:
Dejemos que predomine en la sala el exquisito aroma del homenaje que hoy constituye la presentación prístina de su biografía-testimonio en Cuba, el primero que se organiza en el país en ocasión de su próximo 90 cumpleaños. Usted y yo nos sentimos muy felices y cerramos un eslabón de nuestra amistad, de irrepetibles momentos compartidos en nuestro viaje por épocas y entornos.
Nunca olvidaré la emoción que nos invadió en la mañana del 10 de agosto del 2002, cuando, a unos minutos de terminar de escribir Yo seré la tentación le leí por teléfono las páginas finales. Con la lectura del último párrafo pongo fin a mis palabras:
“Lo que aún posea de arte quiero ofrendárselo a mis compatriotas, me han pagado en demasía por tan poco que les di, y al cerrar mis ojos definitivamente aspiro a que ellos no me recuerden sobre un escenario, sino como una mujer sencilla, con defectos y virtudes, inmersa en sus ocupaciones habituales y merecedora, a su debido tiempo, de lo necesario para hermosear la vida.
“Deseo que también piensen en mí como una cubana fiel, sensible, romántica y provista de una vehemencia que el maestro Ernesto Lecuona intentó dosificar cuando en sus conciertos me sugería:
“¡Santanini, deja algo para el final!”
(Palabras de Ramón Fajardo, autor de Yo seré la tentación. María de los Ángeles Santana, al presentar su obra en La Habana Vieja, 16 de febrero de 2004). |