(Palabras en la presentación del libro Paso de los vientos, Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, 30 de abril de 2004). Al llegar, toda generación literaria es recibida por un canon bifurcado. De un lado están aquellos autores y obras considerados paradigmáticos, entendidos como representaciones de la calidad literaria según el gusto imperante. Este suele ser un corpus venerable, con extensas raíces tendidas hacia el pasado y que se sustenta sobre un consenso difícil de cuestionar. Del otro lado se ubican autores contemporáneos, dueños de una obra más o menos amplia, cuyo trabajo literario reciente extiende al escritor que se inicia propuestas concretas de cómo enfrentar el afán literario en el aquí y ahora de ese momento específico. Se trata de un “canon circunstancial”, que puede ser asumido por el debutante a partir de la afirmación o de la negación y que será violentamente modificado luego, con el paso del tiempo y la disolución de perspectivas en extremo inmediatas y, la mayor parte de las veces, extraliterarias. Muchos de los narradores cubanos que se asomaban por primera vez al balcón de la literatura en torno a 1970 encontraron mayormente ese “canon circunstancial” en la cuentística de autores que habían dado a conocer sus primeros libros luego de 1965. Aún recuerdo el impacto que sentí cuando, apenas un adolescente quinceañero, el amigo Manuel Llanes me mostró el cuento “No hay Dios que resista esto”, de Jesús Díaz. No habría para mucho más. Aquel momento sería remecido con violencia por el vendaval de un discurso político hiperdominante y enemistado con los matices, que azotó los años setenta en Cuba. Pero esa es una historia que espera por razonadores más acuciosos o quizás menos apasionados. Entre aquellos autores que encontramos al llegar (el propio Díaz, Norberto Fuentes, Eduardo Heras León, Manuel Cofiño y otros), el mayor en edad y el más maduro literariamente fue Antonio Benítez Rojo, quien había ganado en 1967 el premio Casa de las Américas con Tute de reyes y obtendría casi enseguida el premio de la UNEAC con El escudo de hojas secas. A una corriente literaria como la cubana de entonces, tan castigada por el discurso explícitamente referencial y el realismo sin trasfondo, Benítez Rojo trajo la finísima percepción estética de la historia, la verosímil inserción de lo fantástico y la calidad de un estilo dúctil, características que serían toques distintivos de toda su obra literaria. Hoy, cuando la hojarasca de la inmediatez ha sido ya despejada, sólo Jesús Díaz y Antonio Benítez Rojo muestran una obra personal, definitiva e incuestionablemente valiosa entre aquellos cuentistas cubanos que fueron recibidos en el segundo quinquenio de los años sesenta como los abanderados de una nueva narrativa revolucionaria. Pero antes y en concordancia con la sutil nota lúdica que muchas veces destella en su obra, el escritor Antonio Benítez Rojo nos jugó una mala pasada. Luego de abandonar Cuba, en 1980, el narrador que había mostrado tan auténticos destellos abrió un largo paréntesis de silencio y, de paso, sumió a sus lectores en una densa incertidumbre hecha de espera y anhelo. Cierto que sabíamos de su exitosa carrera como catedrático de literatura latinoamericana en Amherst Collage y como profesor visitante en Harvard, Emory, Brown, Yale, Pittsburg, Miami, etc. Cierto que su novela El mar de las lentejas (1979) fue reeditada y aplaudida en los Estados Unidos y otras plazas. Cierto que su actividad como investigador y profesor culminó en la publicación del ensayo La isla que se repite (versión definitiva en 1998), una de las más lúcidas reflexiones que se hayan hecho entre nosotros sobre la cultura múltiple y conflictiva del Caribe. Todo eso es cierto, pero seguíamos esperando las obras narrativas que el pulso certero de Benítez Rojo nos había prometido y que, por tanto, él nos debía. Así, confieso que inicié la lectura de Mujer en traje de batalla (2001) con miedo. Demasiados altares literarios se nos han venido abajo en los últimos tiempos para que también debiéramos sumar otra fe carcomida e inservible al extenso catálogo de las decepciones. Y admito que desde las primeras páginas la novela se adueñó de mi capacidad de asombro y me fue llevando, de admiración en admiración, a lo largo de un discurso literario donde campeaban aquellas virtudes de la obra inicial escrita por Benítez Rojo, pero decantadas ahora a través de su enorme cultura, su sabichosa y juguetona pericia literaria, su perspicaz manera de mezclar los códigos de la novela histórica, de formación, de aventuras, de viajes, y terminar subvirtiéndolos limpiamente desde dentro. Con su madurez y elegancia, Mujer en traje de batalla es la primera gran novela cubana del siglo xxi. La colección de cuentos publicada en 1999 por la editorial Plaza Mayor bajo el título de Paso de los vientos precede y está vinculada a Mujer en traje de batalla por más de una razón. Agrupa diez relatos que habían aparecido un año antes en inglés y que desarrollan su diégesis en diferentes espacios y momentos del ámbito caribeño. Moviéndose sin prejuicio entre los cuentos que forman Paso de los vientos, puede el lector encontrar otra vez el imaginativo manejo de la narrativa histórica que se asienta en una impresionante cultura, la capacidad para rehacer el pasado desde la memoria, la calidad de una prosa que cuaja en no pocas descripciones impactantes, la gracia del giro lúdico dosificado con malicia y (no faltaba más) la presencia de lo fantástico. Pero en las tematizaciones caribeñas de Benítez Rojo lo fantástico no aparece como asombro o sorpresa, sino como un componente cotidiano y natural de la realidad literaria. Ni desborde imaginativo con patente de realismo mágico ni racionalismo al estilo real maravilloso: para Benítez lo fantástico no representa una suspensión inesperada de la normalidad. La maravilla ocurre todo el tiempo en los cuentos de Paso de los vientos sin alardes ni necesidad de explicaciones, exactamente del mismo modo que subyace en la cultura del Caribe. El gran mérito de su autor radica en conseguir un discurso literario sólido y sensible, capaz de otorgar verosimilitud desde la ficción a ese mundo de individuos que colisionan como vientos coléricos, donde lo disímil es el principio germinal y todo se organiza a partir de un acto esencialmente canibalesco, que se apropia de los aportes, vengan de donde vengan, y los resemantiza para integrarlos al tejido de una cultura diferente, única en su compleja diversidad. Paso de los vientos ofrece otra ventaja al lector que gusta de irse hondo. En tanto reúne cuentos escritos en diversos momentos por Antonio Benítez Rojo, permite examinar la consistencia de un oficio literario en progreso. Esa mirada nos mostraría, por ejemplo, que los cuentos de factura más reciente están narrados desde la perspectiva del tiempo cumplido, lo que da pie a un agradable rejuego con los códigos de la investigación histórica. Del mismo modo que esa mirada tampoco dejaría de notar que un narrador tan encariñado con la reconstrucción histórica a través de la ficción jamás olvida que la literatura, si de algo se ocupa, es de armar el rompecabezas de la espiritualidad humana y que, por tanto, el andamiaje narrativo ha de estar al servicio de personajes sólidos, individualizados, que puedan escapar de la tipología homogeneizante. Paso de los vientos contiene algunas figuras memorables y, en la medida que sus narraciones se ciñen más a ellos, consolidan piezas muy acabadas, como ocurre con los cuentos “Desde el manglar” y “La tierra y el cielo”, para citar sólo dos textos magníficos. Agradezcamos a Benítez Rojo que nos permita entender y entendernos a través de la sensibilidad, que nos permita mirarnos en el espejo del arte y conseguir una imagen compleja, inacabable, de nosotros mismos, que nos permita entrever el contenido de ese baúl maravilloso que es la memoria, donde guardamos los utensilios de vivir. |