Desde sus orígenes, la
edición francesa ha sabido acoger la literatura infantil de otras regiones del
mundo; aprovechando tradiciones anónimas, clásicos adaptados o al pie de la
letra y creaciones contemporáneas. Sin embargo, esa situación, que pudo alcanzar
su Edad de Oro en los años 1980, ha venido deteriorándose en las últimas dos
décadas.
Así quedó claro en las jornadas Traducción y Literatura Infantil organizadas por
La Joie par les livres (centro nacional de literatura infantil), el Instituto
Internacional Charles Perrault y la Asociación de traductores literarios de
Francia.
En 2006, solo el 16.5% de los libros infantiles publicados en Francia fueron
traducciones. Pero más alarmante aún es que entre el 56% y el 75% de esas
traducciones procedía del inglés.
Si Asia (con Corea, Japón, China o Taiwán a la cabeza), América Latina (México y
Brasil, sobre todo) y España abren sus catálogos a la literatura infantil
francesa, la reciprocidad está lejos de ser la regla. Francia presta cada vez
menos atención a los libros para chicos originalmente editados fuera de Gran
Bretaña, Estados Unidos y, en menor medida, algunos países de Europa Occidental
y de Japón, de donde se importan sobre todo mangas y álbumes.
Según Jacques Vidal-Nacquet, subdirector de La Joie par les Livres, solo 14
títulos se tradujeron del español en 2003. Es el doble de lo traducido en 2000 y
2001, pero se confirma la tendencia a la baja respecto a 1998 y 1999, con 20 y
17 títulos respectivamente.
Las dos editoriales invitadas a la cita de la Biblioteca François Mitterrand
representaban bastante bien las principales tendencias de la edición infantil
francesa: Syros, pequeña editorial que ha mantenido su línea de interés por la
diversidad cultural y la educación ciudadana pese a haber sido “devorada” por un
gran conglomerado, y Hachette, uno de esos cíclopes de la edición (a nivel de
Francia y del mundo), que descuida cada vez más su otrora excelente y variado
catálogo para concentrarse en best sellers y blockbusters... bárbaro término que
viene del mundo de las mega producciones hollywoodenses, pero se ha ganado un
lugar en la edición infantil desde que muchos de los títulos líderes en ventas
deben su primacía a versiones cinematográficas y otros efectos especiales de
marketing.
Cécile Térouanne, directora de colecciones en Hachette, expuso –con satisfacción
evidente- cómo se las ingenia para cazar los más prometedores productos
editoriales anglosajones: tiene un scout (sabueso) en Londres, que la llama cada
vez que “olfatea” una buena presa. A menudo se trata de novelas en proceso de
edición y la localización del propietario de los derechos puede resultar más
compleja que la trama en cuestión.
La editorial que está a punto de editar en inglés suele remitir a un agente
literario que a veces resulta ser un mero un subagente. También pueden mediar
traductores particularmente bien relacionados, o el asunto acabar en una subasta
internacional de manuscritos; en el marco de ferias como las de Francfort y
Londres, o no. La negociación puede revelarse intrincada y onerosa, pero los
grandes grupos editoriales no escatiman en gastos... que pueden rondar los 100
000 euros por novelas de la calidad –bien relativa, como sabemos- de Eragón o
Artemis Fowl.
Notando quizás que el auditorio no estaba particularmente encantado con sus
proezas comerciales, la jefa de colecciones de Hachette refirió otra épica
experiencia: el empeño intelectual que supuso llegar a una correcta traducción
de un libro japonés cuyo título no creo haber escuchado.
Aparentemente, la literatura nipona requiere un proceso de doble traducción
debido a las particularidades que la separan de un discurso estético
comprensible y disfrutable por los chicos franceses…
No puede uno menos que preguntarse porqué los protagonistas de semejantes
odiseas editoriales demuestran tan poca tenacidad frente a la excelente, variada
y mucho más accesible producción literaria de las lenguas ibéricas. No solo me
lo pregunto; se lo pregunté a Madame Térouanne, y me respondió que la literatura
infantil de América Latina es triste y dura. La prueba de su desconocimiento
–por no decir desinterés- es que con la misma frase definió a la literatura
infantil escandinava cuando una traductora sueca se inquietó por la reducida
presencia de compatriotas de Astrid Lindgren, Tove Janson, Jostein Gardner o
Bjarne Reuter.
Un lector medianamente informado opinará que lo único común entre la literatura
infantil en lenguas ibéricas, por un lado, y la de los países nórdicos, por
otro, es la continua reducción del espacio que les reserva la edición francesa.
Sin embargo, la diferencia menos sospechada es que las realidades y ficciones
escandinava y finlandesa están masivamente presentadas por autores de la gélida
región, mientras que la mayoría –creo poder afirmarlo sin hacer una verificación
estadística- de los textos que reflejan la realidad y el imaginario
iberoamericano está firmada por franceses (sobre esto volveré).
Entre los oradores del 31 de mayo pasado en la biblioteca François Mitterrand
predominaban los traductores de inglés, pero también había una germanista
universitaria, una eslavista editora, una traductora y agente literaria coreana
e incluso un escritor e investigador que, ocasionalmente, tradujo a un
betsellérico narrador español. El panel era representativo de la apertura de la
intelectualidad francesa a la diversidad cultural, pero su influencia parece
nula sobre las políticas editoriales.
Resulta anonadante oírle confesar a un responsable de Gallimard -probablemente
la más rigurosa e innovadora, y una de las más poderosas editoriales francesas-
que no tiene lectores de castellano. Si han traducido, entre otros, a Bernardo
Atxaga, Andreu Martín y Elvira Lindo (solo conservan en catálogo títulos de los
dos últimos), es por la notoriedad que sus firmas alcanzaron en algún momento,
dentro o fuera de la literatura infantil y no porque la empresa tenga una
ventana abierta sobre el vasto vergel de nuestras lenguas.
En cuanto a Hachette, editora de mis tres primeros libros franceses, recomendé
personalmente a Liliana Bodoc, Marina Colasanti, Gloria Cecilia Díaz, Ana María
Machado, Luis María Pescetti y otros excelentes autores... sin el menor
resultado.
La mayoría de los editores franceses hablan o por lo menos leen inglés, pero
excepcionales son los que comprenden castellano o portugués (para no hablar del
catalán, el gallego o el vasco, que seguramente calificarán de “lenguas raras”).
Los consejeros editoriales en lenguas extranjeras suelen ser traductores que ya
han trabajado para la casa, pero como cada vez se traduce menos, el círculo
vicioso estrangula esas voces presuntamente autorizadas. En un oficio donde se
corren cada vez menos riesgos, la posibilidad de recurrir a un tercero se vuelve
remota, y con ella, la de poner a los chicos franceses en contacto con nuestros
talentos.
La literatura brasileña quebró la cuarentena en 2006 gracias a la celebración de
un eficaz “Año de Brasil en Francia”. El Festival (nacional) del libro infantil
de Montreuil acogió en noviembre de ese año una decena de autores e ilustradores
del gran país sudamericano (gigante no solo por su territorio, población y PIB,
sino por su literatura, ilustración y actividad editorial). Pero si los libros
entonces publicados están todavía en catálogo, resultan casi invisibles en las
librerías. En fin, que confiar en un eventual Año de España, de Argentina, de
Cuba, de México… en Francia es una esperanza pírrica.
El desinterés por el libro infantil de España e Iberoamérica resulta paradójico
si consideramos que probablemente no había nadie aquel 31 de mayo en la
Biblioteca Nacional de Francia que no haya leído a García Márquez, Borges,
Vargas Llosa o Carpentier. Si los mejores autores iberoamericanos para adultos,
y un buen grupo de sus colegas españoles, resultan familiares a cualquier
francés culto, los hijos y nietos de esos apasionados lectores no tienen fácil
acceso ni siquiera a las premiadísimas Lygia Bojunga Nunes y Ana María Machado,
no pueden leer a la colombiana Gloria Cecilia Díaz (Premio Iberoamericano de
literatura infantil 2006) ¡que sigue inédita tras 20 años viviendo en París! y,
si acaso, lograrán encontrar en las estanterías (de perfil y no de frente) algo
de Elvira Lindo o de la inevitable Laura Gallego.
Frente a decenas de autores cubanos para adultos, tengo el dudoso privilegio de
representar solo a la literatura infantil cubana en los catálogos activos de la
edición francesa. La situación no era la misma en los años ochenta y 90;
entonces se encontraban, entre otros, libros de los argentinos María Elena Walsh,
Carmen Vázquez Vigo, de los uruguayos Ricardo Alcántara y Carmen de Posadas, de
los cubanos Hilda Perera y Nicolás Guillén, los chilenos Víctor Carvajal y
Marcela Paz, de las brasileñas Antonieta Dias de Moraes, Lygia Bojunga Nunes,
Ana María Machado, Marina Colasanti, Leny Werneck o José Mauro de Vasconcelos,
cuyo best seller Meu pé de naranja-lima llegó a nombrar una colección de
Hachette.
Si el desinterés por la literatura infantil española podría explicarlo la falsa
idea de que sus temas y formas serían similares a los de Francia y que no
valdría la pena la inversión adicional que supone toda traducción, los libros de
autor iberoamericano resultan sospechosos de todo lo contrario: ser “demasiado”
diferentes.
Cuando identificas en un catálogo el tema “América Latina” (o “del Sur”, como
suelen decir erróneamente los franceses) encuentras documentales, colecciones de
cuentos y leyendas e incluso novelas plagados de estereotipos negativos
(violencia, niños de la calle, tráfico de drogas, quema de selvas…) o positivos
(rica imaginación, sólido tejido familiar, naturaleza portentosa…) cuyos autores
o compiladores son –en su abrumadora mayoría- franceses. Se impone así un
mediador “de la casa” entre una realidad presuntamente ininteligible y el joven
lector.
Pude vivirlo este mismo año cuando la editorial Mango me invitó a escribir una
novela en forma de diario de viaje de un chico francés a Cuba. Bajo el mismo
concepto ya habían publicado libros sobre Nueva York, Vietnam, Venecia y
Senegal. La ilustradora prevista había presentado unas acuarelas hechas durante
una estancia de dos semanas a La Habana y Pinar del Río: eran bonitas aunque
bastante estereotipadas.
Unas semanas después supe que la propia ilustradora había sido encargada de un
texto que acumula los más lamentables estereotipos sobre Cuba: la gente vive
sencilla y feliz, las familias son numerosas y bien llevadas, todo el mundo es
alegre y bailador, la naturaleza es una fiesta y las casas están pintadas de
alegres colores; si hay escasez y apagones se debe al embargo estadounidense. El
conjunto debidamente rociado de errores garrafales: Fidel Castro lleva 50 años
en el poder, las pañoletas de los pioneros serían amarillas, el arroz congrí se
prepara con frijoles negros o con lentejas, los viejos automóviles
norteamericanos son de los años cincuenta y sesenta, un niño habanero de 12 años
trabaja como limpiabotas cuando no va a la escuela (de la cual todo el mundo
está tan orgulloso como de sus manuales escolares) y un anciano de más de 80
trabaja como proyeccionista en un cine, etc, etc, etc, etc.
Tal vez la editora temiese que mi doble pertenencia a la literatura
latinoamericana y francesa resultase insuficiente para impedir que mi prosa
resultase “triste y dura”, y prefirió asegurarse una blanda y “deliciosa” (es el
adjetivo más frecuente en el librito de marras) imagen de Cuba.
El “pecado original” de los prejuicios sobre la literatura infantil
latinoamericana puede estar en los manuales de español avalados por el
Ministerio de Educación de Francia (que Hachette y otras grandes editoriales
también editan). Un par de días después de la jornada sobre traducción que
comento, los alumnos de Gloria Cecilia Díaz, al enterarse de que ella es,
también, escritora le pidieron: “Madame, ¿puede leernos algo que sea menos
triste que lo que hay en el manual?”
Tengo la casi certeza de que muchos europeos adultos utilizan a América Latina,
Asia y África -con sus innegables problemas sociales, económicos, políticos,
ambientales o de salud- para educar a sus primer mundistas retoños sobre los
problemas de la Humanidad. Algunos lo harán con “la mejor intención”, pero
sospecho en otros la tentación de hacer sentir a los chicos la suerte que tienen
de estar en la orilla buena de nuestro turbulento planeta.
Francia está lejos de ser el país industrializado más cerrado a las literaturas
extranjeras. Todo lo contrario, es una nación cosmopolita donde abundan los
libros sobre otros países, culturas y épocas. Pero es una razón más didáctica
que estética la que determina la presentación de la realidad y el imaginario de
la mayor parte del planeta (con preferencia por las regiones que aportan
emigrantes en gran número) y entonces el autor –si es de origen extranjero- se
lo prefiere residente en Francia. La poderosa razón comercial es la que define
el resto de las traducciones, y entonces se privilegia la producción que ya ha
demostrado alta rentabilidad… en el seguro y modélico mercado anglosajón.
Paradojas de la globalización –que ya sabíamos un embudo: ancho por el lado de
los ricos y estrecho por el lado de los pobres- las distancias se acortan
asimétricamente: el mundo ibérico está al alcance de la mano para irse de juerga
y playa, pero lejos, muy lejos cuando se trata de abrirse a lo mejor de su
literatura y la vasta complejidad de sus culturas.
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*Escritor cubano residente en Francia. Enviado por el autor
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