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Profesor del Departamento de Humanidades, en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo. Nació en Bayamo, Cuba. Fundó y trabajó durante dieciocho años en la Casa del Caribe, de Santiago de Cuba. Ha publicado doce libros, repartidos entre la crítica literaria, la investigación, el ensayo y la narrativa. Igualmente, ha recibido numerosos premios internacionales. En 1997 la Oficina Regional de la UNESCO para América Latina y el Caribe le otorgó el premio Memoria por su ensayo “Mirar torcido: hablar derecho”, punto de partida del texto que ocupa la tercera sección de su libro La mirada en el camino. En el año 2001 ganó el primer premio en el Concurso Internacional de Cuentos de Casa de Teatro y en 2003 fue primer finalista en el Concurso Internacional Libresa-Julio C. Coba de literatura infantil. A partir de 1998 se radicó en Santo Domingo y pasó a ser docente en las universidades INTEC y APEC. Actualmente trabaja como editor en Ediciones SM.

La Editorial Plaza Mayor ha publicado su libro de relatos Un tigre perfumado sobre mi huella.   

 

 

Comentarios a su obra

 
En  los relatos de Fernández Pequeño prevalece una suerte de claustrofobia. Los personajes se desenvuelven bajo el acecho de ojos invisibles e imposiciones impersonales. Se trata de un mundo pautado por un sistema automatizado en que el discernimiento de las especificidades no tiene cabida. Pero no se trata de un mundo absurdo. Más bien es un sistema poderoso que se nutre de pequeños lapsus y gestos sin explicación.

No obstante el sentimiento de encierro de los personajes, en
Un tigre perfumado… habrá espacio para sentimientos relajados. Si nos dejamos llevar por el juego narrativo, encontraremos mucho humor, bastante poesía tanto en el lenguaje como en diversas situaciones dramáticas. Por eso, aunque sí prevalece la claustrofobia dicha anteriormente, no se trata de un libro monocromático. En sus páginas hallaremos motivos para reír, pensar, amargarse, llorar…
(Pedro Antonio Valdez, acerca de
Un tigre perfumado sobre mi huella).

 

La mirada en el camino es un intento por interpretar la cotidianidad desde la cultura. Está dividido en tres secciones. En la primera, “Los sitios de la palabra”, Fernández Pequeño somete a reflexión discursos sociales tan frecuentes e ignorados por los investigadores de la cultura como las fabulaciones que surgen en la comunicación pragmática, los piropos, la narración de pelota, los carteles escritos en los vidrios de los vehículos, etc. En la segunda, “Ah, la literatura”, pueden encontrarse reflexiones en torno a autores y géneros literarios (como el testimonio), propuestas acerca del futuro de la literatura (y de la enseñanza de las letras) en un universo dominado por la comunicación multimedia, y acercamientos a ciertos discursos lúdicos y alternativos, nacidos del intercambio entre los escritores. La tercera, “Literatura de todos los días”, está completamente dedicada a estudiar los chistes callejeros como expresión de una elaboración simbólica tan funcional como rica. En fin, con un lenguaje suelto y preciso, La mirada en el camino propone una aventura agradable y al mismo tiempo provechosa, que conduce al lector con auténtico disfrute entre lo testimonial, la magia de la memoria, la fabulación literaria y la argumentación teórica.
(Nota de prensa sobre su libro La mirada en el camino)

 

“Cuando leí Cuentos para Angélica sentí un gran alivio. Pequeño hizo por mí la labor de escribir tantas historias dichas en voz alta. Después de la dedicatoria (que es para Angélica Fernández, por supuesto), José cita a Antoine de Saint-Exupéry, aquel aeronauta francés que desapareció en un vuelo nocturno: “Amar no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección”. Todo lo que sucede de ahí en adelante, es un profundo diálogo entre padre e hija, un diálogo muy imaginativo, pero sobre todo honesto.

“No soy lo que se llama un lector de literatura para niños, aborrezco esos libros que
–salvo grandes y hasta geniales excepciones– están cargados de ñoñerías y, sobre todo, de estupideces. Sin embargo, Cuentos para Angélica es todo lo contrario. Está escrito con las mismas palabras que les hablamos a nuestros hijos y dice todo lo que siempre queremos decirles.”
(Camilo Venegas).

“Con lenguaje asequible, candoroso y atractivo, Fernández Pequeño aborda las relaciones entre los niños, el espacio de ellos dentro de la familia, sus vínculos con los ancianos y otros adultos, el primer amor, la visión infantil de la muerte, el descubrimiento de nuevos mundos. En estas piezas no hay el más mínimo didactismo, a pesar de la velada intención de inducir en su descendiente puntos de vista y comportamientos, además de excitar todavía más su chispa por conocer aspectos que la corta edad no le había permitido.


Cuentos para Angélica no solo constituye el mejor regalo de un padre para su hija, sino una original manera de escribir para ese sector poblacional, siempre necesitado de cosas nuevas e inteligentes, de vivir en los sueños y en los cuentos. El escritor evade toda ñoñería o expresión que pueda disminuir la autoestima del lector infantil. Por el contrario, dialoga de tú a tú con él, haciéndole saber cuán importante es. Y, junto a ello, le transmite la idea de que cualquiera a su edad puede tener un amigo de muchos años y beber en su sabiduría.”
(Carlos Manuel Pérez).

 

Para leer

 
Mirar torcido: hablar derecho  
José Fernández Pequeño
(Ensayo de su libro La mirada en el camino)

Para Salvador e Hiram, en carabachaca sostenido

¿Y las manifestaciones orales?

Admito que la alarma por la disminución de las tradiciones orales siempre me pareció sospechosa, sobre todo porque se asienta en una comprensión exclusiva de esas tradiciones orales como pasado, como fuente rica y esencial para el grupo, pero con serias imposibilidades para arrostrar el presente dominado por las tecnologías de la comunicación. Y no es así. Lo mismo que cualquier otra tradición viva, la oral constituye un cuerpo múltiple, que se refuncionaliza en constante intercambio con el existir concreto de cada momento.

La oralidad mantiene una estrechísima relación con la realidad que la condiciona. Basta un cambio importante en esa realidad para que ella cambie a su vez, y no sólo en lo que a sus cuerpos significativo y expresivo se refiere, sino también muchas veces en sus modos de producirse y reproducirse. Por sus características intrínsecas, las manifestaciones orales se trasladan en el espacio y en el tiempo transformándose de voz en voz, gracias a procesos a la vez dinámicos y conservadores. Esa es su manera habitual de existir, que les ha permitido recorrer distancias increíbles y perdurar siglos remodelándose continuamente, siendo siempre distintas según el lugar y la época de inserción.

Desde siempre
-desde que nuestros ancestros se recogían al amparo de la hoguera, en la noche de los tiempos- hasta las actuales autopistas de la información, el espacio comunicativo humano se ha ido rediseñando incansablemente, y dentro de él, las tradiciones orales. Pero precisamente por su apego a la realidad que les da vida y gracias a sus maneras específicas de producirse, esas expresiones han demostrado una ágil capacidad de refuncionalización, que les permite adaptar muchos de sus componentes comunicativos sin dañar sus estructuras profundas. No hay por qué esperar entonces que ciertas tradiciones orales se mantengan inalterables sólo porque ayer tuvieron un lugar importante dentro de la sociedad. Probablemente sus maneras quedaron vacías de pertinencia frente a nuevas necesidades y angustias de la sociedad.

Tampoco tenemos derecho de alarmarnos porque la oralidad de hoy sea distinta de aquella que en algún momento fue sancionada por la tradición. Muchas veces estamos demasiado pendientes del pasado y no tenemos oídos para la espesa urdimbre de usos orales que nos rodea y condiciona nuestras vidas. Ni siquiera estoy pensando en el espacio rural, que fue siempre propicio a las expansiones orales directas. Examinemos sin prejuicios nuestro entorno citadino, hurguemos en la infinidad de códigos orales que se trenzan a nuestro alrededor. Si somos capaces de renunciar a ciertos conceptos cimentados por el predominio de la escritura y el espejismo de la todavía llamada “alta cultura”, probablemente quedaremos sorprendidos ante la manera en que los modos orales -de los rumores a los chistes, de la música trovadoresca a las anécdotas de todo tipo, de las parodias a las reuniones de esquina, de los piropos a las adivinanzas- llenan la cotidianidad de nuestras ciudades.

Quizás la oralidad primaria de la ciudad de hoy potencie manifestaciones más simples, algunas de las cuales viven entre nosotros desde hace mucho y que, por tanto, se nos hacen difíciles de entender como portadoras de claves atendibles para introducirnos en la idiosincrasia y comprender los mecanismos culturales de nuestras sociedades. Las tensiones y angustias actuales parecen condicionar la presencia cada vez más acentuada de expresiones orales cuyo sentido lúdico y beneficio catártico son cuando menos muy funcionales. Quizás ellas sean nuestra manera de sentarnos alrededor de la hoguera, la épica de nuestra cotidianidad.

El espacio de las manifestaciones orales es hoy otro, pero eso no significa que desaparezca. Quiere decir que se ha rediseñado para insertarse en este momento específico de la historia del hombre. Siempre fue así, sólo que tal vez en otros tiempos el planeta se movía más lentamente y las expresiones orales eran más visibles.

En clave de relajo

Son nuestros compañeros infaltables, leales supervivientes en un planeta que pronto necesitará campañas para detener la irreparable extinción de la fidelidad. Con ellos a flor de risa nos reciben los parientes el día de nuestro nacimiento, quizás para remojar así los miedos con que les obligamos a pagar la decisión inconsulta de hacernos venir hasta la vida. A nuestro alrededor revolotean, tozudos y manuables como espíritus de simpatía, en cada paso que largamos por los caminos de la voluntad y el azar: ahí, siempre ahí, no importa si apenas les concedemos valor; tanto más próximos cuanto más difíciles son las circunstancias. Nunca piden, nunca esperan nada; que no podamos abandonarlos aunque queramos es su premio. Y, finalmente, con ellos nos despiden los amigos y enemigos -a esa hora, ¿qué más da?-, cuando se apaga el hilo de luz de nuestras miserias y nuestras ternuras, y abrimos los brazos sin reservas a la muerte amiga.

En el fondo, dan mucho porque pretenden poco. Son la risa callejera, los cuentos de relajo. Algunos les llaman chistes, nombre demasiado ancho, que sirve casi para cualquier acción humana capaz de provocar la risa -desde una anécdota hasta un guiño-. Otros, más cerca de la verdad, los conocen como cuentos colorados, etiqueta demasiado estrecha porque reduce esta práctica lúdica a sólo uno de sus asuntos, lo erótico, cuando en realidad ella cubre todos los terrenos del afán humano. Cuentos de relajo es, en mi opinión, el nombre más ajustado. Contiene en su designar ese sentido de desarticulación de lo aceptado como correcto, de carnavalización de lo socialmente establecido, que está en la colectiva esencia de esa manifestación oral.

Si lo es, todo cuento de relajo reta a su realidad, examina el lado oculto de algún valor admitido o impuesto dentro del conglomerado social. Basta que algo -sea persona, elaboración simbólica, concepto, institución, objeto, prejuicio, etc.- se presente o se acepte como relevante, para que el cuento de relajo busque la perspectiva contraria y lo someta a prueba por medio de la risa, en una instintiva, común y libre manera de investigación de la realidad, un modo humano de asumir que nada de cuanto nos rodea es inmutable y, por tanto, puede -más bien debe- ser cuestionado y mejorado. Esa implacable dialéctica da sentido al contradiscurso que -unas veces más claramente, otras menos- es el cuento de relajo.

Me recuerdo en México durante el verano de 1988. Las elecciones enfrentaban agudamente a Carlos Salinas de Gortari y Cuauthemoc Cárdenas. Los correligionarios de este último creían posible -por primera vez en muchas décadas- la derrota del Partido Revolucionario Institucional. Algo de razón podía haber en el anhelo porque el PRI lanzó una descomunal campaña encaminada a convencer sobre la segura victoria de Salinas. Así, mientras deambulábamos por la capital mexicana, empeñados en gastar la madrugada que nos separaba de los resultados de la votación, alguien se acercó con este cuento, recién sacado del horno:

 

Dicen que anoche, después que se cerraron los colegios electorales, llegó Salinas a la casa y le dijo a su esposa:

-Esta noche por fin te vas a acostar con el presidente electo de México.

A lo que la esposa, distraída, respondió:

-¿Cuauthemoc va a venir o yo iré a su casa?

 

Y es que nada estimula tanto el ánimo cuestionador del cuento de relajo como el poder y las jerarquías. He aquí un ejemplo de hechura dominicana:

 

Cuando el Papa visitó la República Dominicana fue recibido por el anciano presidente Joaquín Balaguer al pie del avión. Ya en el salón VIP del aeropuerto, el jerarca religioso se quejó:

-Hace mucho calor. Me gustaría tomar algo fresco.

-Pida usted, su Santidad -respondió solícito un edecán.

-Me apetecería una cerveza -declaró el Papa.

El edecán fue a buscarla. Al rato regresó con una Heineken y le dijo al Papa:

-Su Santidad, excuse que le traigamos esta marca. Es que no tenemos Presidente.

A lo que el Papa contestó:

-Sí, ya me di cuenta al bajarme del avión.

 

No importa dónde se coloque ni cuál sea el signo de lo relevante o establecido, siempre estará al alcance del cuento de relajo y su alegre abrazo. Estoy tratando de decir que, al contrario de lo que se piensa, esta manifestación popular e intuitiva no es un ejercicio dispensable: es expresión de un mecanismo humano, libre e infaltable, por medio del cual la organización social revisa su realidad y su propia estructura. Por eso siempre está a mano -con sus características específicas, claro- en todos los estratos de la sociedad, en todos los niveles educacionales y generacionales, en todos los espacios físicos donde al menos se muevan dos seres humanos. Por eso siempre me ha extrañado que los teóricos de la comunicación social y los investigadores de la cultura popular no le hayan prestado atención, con lo que se han hecho bien poco favor.

Ya tendríamos mucho que agradecer al cuento de relajo si sólo sirviera para combatir los excesos de envaramiento, las poses cristalizadas con que nos empeñamos en simular una dignidad acartonada y triste. En 1998, cuando acababa de establecerme en la República Dominicana, fui invitado a una estirada reunión. De pronto se desató un debate tan encarnizado como inútil, en el que las partes se acometían esgrimiendo su respectiva condición intelectual. Hastiado de los tonos pastosos con que los litigantes reiteraban esa palabra, intelectual, corté de un cuento la discusión. Sé que varios de los presentes aún no me lo perdonan.

 

Dos prostitutas se encuentran. Luego de los saludos, inquieren por sus respectivos destinos. Dice una de ellas:

-Yo ahora salgo con intelectuales.

-¿Y cómo es eso? -pregunta la otra.

-Bueno, me pongo en una esquina con un libro debajo del brazo y espero a que aparezca un tipo bien raro, con unos espejuelitos de aros y una ropa estrambótica. Cuando lo ubico, enseguida le saco conversación sobre las inconmensurables dimensiones del ser y la subjetividad. Eso no falla. Al ratico, el tipo me invita a ver una exposición de cuadros incomprensibles. Yo los miro como si me interesaran muchísimo y hablo de la línea, el color, la textura y un montón de disparates más. Después el tipo me invita a ver una película aburridísima, que bien puede llamarse El perro andaluz, por ejemplo. Ahí, a la salida, le hablo con mucha emoción del montaje, las actuaciones, etc., etc. Después el tipo me invita a tomar algo en el bar de un hotel. Yo pido el trago más raro que haya, el que tenga un nombre extranjero más enredado. Al rato el tipo compra una botella de vino y me invita a seguir la conversación en un lugar más privado, una habitación del hotel, por ejemplo. Y ya cuando estamos en la habitación pasa lo de siempre: el tipo me quita la ropa y me introduce el pene.

-¿Y qué es el pene? -pregunta la otra prostituta.

Responde la cazadora de intelectuales:

-Nada, lo mismo que tienen todos los hombres, pero más blandito.

Mejor al revés

Si lo cómico es médula infaltable en el cuento de relajo y la risa su recompensa anhelada -y buscada a cualquier precio-, su sentido radica en el examen -vía cuestionamiento- de los discursos socialmente consolidados en tanto poderosos, relevantes o aceptados. Aquello que en el marco social se presenta como valor que es o pretende ser compartido, como ritual sancionado por la costumbre, como norma impuesta o acatada, como criterio o prejuicio prevaleciente, como personalidad encumbrada, etc., impulsa a practicar una inversión por medio de la risa que investiga la cara oculta del supuesto valor y somete a prueba su consistencia ante posibilidades encontradas e inusuales de enfoque.

En ocasiones esas inversiones son muy obvias. Por ejemplo, cuando el cuento de relajo se mueve en terreno tan polarizado como la política.

 

Un cubano se muere y es enviado al infierno. Le dicen:

-Siga por ese camino.

Pues el tipo va caminando hasta que el camino se divide en dos. La senda que torcía a la izquierda tenía un cartel que decía “Infierno Socialista”; la que seguía a la derecha decía: “Infierno Capitalista”. El tipo piensa: “Yo pasé toda mi vida en el socialismo. Ahora que me he muerto, sería bueno probar el capitalismo”. Y echa a andar por el camino de la derecha. En ese momento, escucha que llaman:

-Oye... oye... -decía la voz. El hombre mira y mira. Hasta que ve a un individuo escondido, que le hace señas entre los matorrales del camino de la izquierda-. Echa para acá, no seas bobo -repetía el hombre escondido.

-¿Yo? -pregunta el tipo-. Es que quiero conocer el Infierno Capitalista.

A lo que el oculto responde:

-No seas bobo, ven para el Infierno Socialista. Aquí, cuando no es porque falta la leña, es porque no hay fósforo, pero nunca queman.

 

En este caso el cuestionamiento no sólo se extiende hasta la propaganda sobre las bondades del socialismo, sino que se ejecuta a través de una inversión primaria e ingeniosa, mediante la cual aquello que en la realidad de crisis y carencias resulta intolerable, pasa a ser conveniente y deseable en la visión trastocada del cuento de relajo.

No siempre el discurso sometido a inversión o los procedimientos que se emplean para ejecutarla son tan obvios. Cuando el cuento de relajo se ocupa de tabúes, prejuicios, dogmas, costumbres, etc., el discurso objeto de inversión suele no aparecer citado, más bien corre implícito en el saber social. Así ocurre, por ejemplo, en la mayor parte de los llamados cuentos colorados, de carácter erótico, cuyo acto cuestionador puede llegar a convertirse en una agresión, en un golpe instintivo y atrevido ejecutado contra el telón de fondo de los prejuicios y la pacatería con que usualmente nuestras sociedades asumen lo relativo a los órganos y los comportamientos sexuales. Como en el siguiente caso, que puede escucharse en las calles dominicanas.

 

Un hombre va a comprar un preservativo a la farmacia. Cuando lo solicita, contesta la empleada:

-¿Qué talla, por favor?

-¿Talla? -responde el individuo-. Yo no sabía que eso se compraba por tallas.

-Pues sí -ilustra la mujer-. A ver, déjeme ver, sáqueselo.

El hombre se muestra confundido. La empleada se echa a reír.

-Vamos hombre, esto es algo estrictamente profesional. Deje ver. Yo le digo la talla.

El hombre se saca el pene. La mujer lo toma con sus manos y grita hacia el interior de la farmacia:

-María, trae un preservativo talla 8... o no, mejor trae uno talla 9... No, no, no, que sea talla 11. O no, déjalo y mejor trae una toalla.

 

O este otro, que desde hace mucho se escucha en Cuba:

 

Una mujer se suicida tirándose desnuda de un decimoquinto piso y queda despatarrada en la calle, a la vista de todos. Un hombre que llega primero al lugar del suceso, por pena, se quita los zapatos y, con ellos, tapa el sexo de la mujer. Sigue llegando gente y, cuando ya hay un grupo grande alrededor de la muerta, viene un borracho:

-Permiso, por favor... Permiso.

Y, cuando por fin logra ponerse frente a la mujer, exclama el borracho:

-Ecuanimidad, caballeros, a ese hombre hay que sacarlo vivo de ahí.

 

En este último caso la agresión se hace doble: contra nuestra solemne percepción de la muerte y contra las coerciones sociales que rodean al sexo. La burla popular se da gusto en transgredir las prohibiciones y represiones con que las normas de conducta diabolizan esos aspectos de la realidad considerados como bajos, repugnantes, inmorales, sucios, etcétera.

Comentario aparte merecen los cuentos de relajo dedicados a reír de grupos minoritarios, bien sean étnicos, de género, de creencia, etc. En ellos lo invertido -es decir, lo distinto, lo otro, lo diferente- está en el asunto mismo. Sobre este tipo de cuentos habrá que volver en su momento.

Ese terco oficio de vivir

Al contrario de otras elaboraciones simbólicas, los cuentos de relajo van a lo suyo sin muchos regodeos. Con la menor cantidad de palabras posibles, argumentos bien escuetos y personajes muy tipificados, se apropian de los discursos y los valores reconocidos por el grupo social. Es decir, que entre esta expresión oral y la realidad que la alimenta hay una distancia mínima, en la que no son usuales las mediatizaciones ni las focalizaciones oblicuas tan naturales en otras recreaciones, como las artísticas por ejemplo.

Esto puede hacer pensar que cada cuento de relajo -con la intensa vocación de presente que caracteriza a los de su especie- está marcado para morir apenas cambia la realidad que le dio pie y que se trata, por tanto, de un discurso primordialmente efímero. El asunto no es tan sencillo. De hecho, todos conocemos cuentos de relajo longevos, que ya eran contados por nuestros padres e incluso por nuestros abuelos. Son aquellos que recogen comportamientos muy generalizados, encarnan actitudes comunes a la mayoría de los hombres y casi parecen intemporales. Como la humana irreverencia de confrontar lo sublime y abstracto con la realidad palmaria y concreta de todos los días, que es uno de los mecanismos de inversión habituales en el cuento de relajo.

 

Un borracho entra a una iglesia mientras se oficia misa de Semana Santa. En ese momento el cura daba el sermón:

-Y Cristo, nuestro señor, fue apresado, golpeado, herido, vilipendiado y crucificado para redimir a la humanidad…

Mientras el cura hablaba, el borracho lloraba.

Un año después, el mismo borracho va por la calle y ve la iglesia encendida, oye ruido y entra. El cura estaba oficiando su misa:

-Y Cristo, nuestro señor, fue apresado, golpeado, herido, vilipendiado y crucificado para redimir a la humanidad…

Mientras el cura hablaba, el borracho decía “Me alegro… me alegro…” El cura, que lo estaba escuchando, detiene el sermón y le pregunta:

-Dígame señor, si el año pasado usted estaba tan afligido por las desgracias de Cristo, ¿por qué dice ahora que se alegra?

A lo que responde el borracho:

-Mire, señor cura. Si un año a usted lo maltratan tanto en un lugar, hay que ser muy idiota para volver el año siguiente al mismo sitio… ¡Me alegro, por pendejo!

 

Pero además, en no pocas ocasiones los cuentos de relajo sobreviven con mucho a las circunstancias contextuales en que aparecieron pues los comportamientos y actitudes de que se ocupan siguen vivos de otra manera dentro del grupo social o en otros espacios cercanos a él. Que la Revolución cubana prohibiera la prostitución hace cuarenta años, no impidió que continuaran circulando cuentos que se desarrollaban en los prostíbulos porque, de hecho, las motivaciones profundas de la prostitución y su demanda pervivían en lo profundo de la sociedad. A la luz de la realidad cubana de hoy, no parece necesario argumentar demasiado el punto. El siguiente es un cuento que ha recorrido bastante más de medio siglo.

 

La hija de un campesino se va para la ciudad y se mete a prostituta. Por tal razón, su padre la desprecia. Un día, la hija regresa a su antigua casa vestida como una gran señora. Al verla, el padre se dirige a su esposa:

-Vete a ver qué quiere esa mujer, porque ya ella no es mi hija…

La muchacha interpela al padre:

-Ay, papá, no me trate así. Tanto como yo lo quiero... Mire, he traído un carro nuevo para regalárselo, y le tengo comprada una casa en la ciudad, y además le hice una cuenta de banco con veinte mil pesos…

El padre, confundido, le pregunta:

-Ven acá, hija, ¿a qué fue que tú te metiste?

-A prostituta, papá -responde la chica.

-Ah, bueno, acabáramos -riposta el padre-. Yo creía que era a protestante.

 

Puede ocurrir, así mismo, que la realidad superada permanezca en la memoria del grupo social o de una parte importante de él. El fin de la guerra fría no ha significado el cese de los cuentos sobre los países del colapsado campo socialista, que continuarán circulando mientras sean socialmente mayoritarias las generaciones que vivieron la confrontación este-oeste durante gran parte del siglo anterior. No otra cosa ocurre en las comunidades de emigrantes antillanos en los Estados Unidos. Al cabo de los años, muchas de ellas continúan trasegando cuentos de relajo cuyo referente real ha sido drásticamente modificado o ha dejado de existir en el país de origen. El espacio que esos cuentos dibujan sólo tiene corporeidad para los sujetos de la comunicación, son representaciones alimentadas por la nostalgia y el fantasma del desarraigo, que se codean con otras elaboraciones nacidas de la nueva circunstancia encontrada en el país receptor. Véase, en este último sentido, un caso cubano de dudosa gracia aunque interesante porque cobra sentido en el ámbito del bilingüismo, uno de los aspectos culturales más importantes de las migraciones desde el Caribe español hacia Estados Unidos ocurridas durante la segunda mitad del siglo pasado.

It was the first day of school for the kindergarten class; as the teacher walked in the classroom, she noticed something was written on the chalkboard: “T T T 1 A”. She looked at the children and said

-Who wrote this?

Johnny raises his hand and says:

-I did, teacher.

-Well, what does that mean, Johnny? -asked the teacher.

Johnny answers:

-It means “To The Teacher 1 Apple” -and with that, he gave the teacher an apple.

-Very good -says the teacher-, thank you.

The next morning, the teacher walks in the classroom and notices, once again, something written on the board. This time, the chalkboard reads: “T T T 1 O”.

She asked the children:

-Who wrote this?

Then Mary answers:

-I did, teacher.

The teacher says:

-Well, Mary, what does that mean?

Mary says:

-It means “To The Teacher 1 Orange” -and she gives the teacher an orange.

-Very nice, Mary, thank you -said the teacher.

The next morning, she walks in the classroom and she noticed on the chalkboard “F U C K 1 T”

Disappointed, the teacher exclaimed:

Who wrote this?!

Then Pepito raises his hand and says:

-I did, teacher.

Angrily, the teacher asks:

-Well, what does this mean, Pepito?

-It means, “From Us Cuban Kids, 1 Tamal”.

 

Pero hay más. El cuento de relajo, en un vivo toma y daca con la realidad mutante, posee una enorme capacidad de refuncionalización, que le permite desembarazarse de lo factual obsoleto y, calafateando sus argumentos y personajes, adaptarse a las nuevas circunstancias. Es por eso que puede prolongarse en el tiempo y trasladarse de país en país sin más alteraciones que un cambio de personaje y ciertas adecuaciones instrumentales; como este cuento, que en Cuba se escucha referido a otro protagonista:

 

José Francisco Peña Gómez fue a visitar a Clinton, en su casa de los Estados Unidos. Cuando oprimió el timbre de la puerta, escuchó que sonaba melodiosamente “clin-ton”. Admirado, le comentó el asunto al presidente norteamericano, quien le prometió enviarle a Santo Domingo un timbre semejante pero con el nombre del dominicano. Así pasó el tiempo, y un día recibió Peña Gómez en su casa el envío de Clinton. Después que instalaron el timbre, oprimieron el botón y escucharon que sonaba “bem-bon”.

 

O este otro sobre un lanzador soviético de martillo, que escuché cierta tarde en la ciudad de Bayamo y que, poco después, volví a oír con nueva carta de ciudadanía:

 

Había una competencia de lanzamiento del martillo. Viene el ruso y lanza. Miden: ochenta metros. Todo el mundo aplaude. Viene el americano y tira: noventa metros. Aplausos. Entonces le toca al cubano. Agarra el martillo, le da vueltas y lo tira. El martillo comienza a elevarse y elevarse, hasta que se pierde en el cielo. Enseguida vienen los periodistas a preguntarle al cubano cómo ha logrado desaparecer el martillo en el infinito, a lo que este responde:

-Eso no es nada, deja que agarre la hoz.

 

Semejante a cualquier otra tradición oral, el cuento de relajo elabora estructuras que se reacomodan constantemente a los cambios de la realidad gracias a retoques en sus componentes, que dejan indemnes los niveles significativos profundos. Un modelo como el archifamoso de los tres presidentes seguirá reproduciéndose en nuestros países con las variantes de cada caso, no importa si los nombres de esos presidentes, sus nacionalidades, sus acciones o actitudes cambian. Lo importante es que al final siempre triunfe el más débil pero también más hábil, y hasta menos escrupuloso. Ese triunfo y su actor principal, el pícaro, pertenecen a la mejor estirpe del folklore literario americano, sea encarnado por Pepito en los cuentos de relajo; o por Anansi, la araña trasplantada desde África hasta el Caribe anglófono; o por los andares de Tío Conejo en buena parte de América Latina; o por Pedro Urdemales, quien también ha encontrado espacio en la tradición oral dominicana; o por tantos otros nombres de nuestro mapa folklórico.

Hay un cuento que he estado escuchado en versiones cada vez agrandadas durante quince, quizás veinte años. La primera vez que me encontré con él, involucraba únicamente a dos regiones geográficas y un país. Mucho me temo que por aquella época el país era intercambiable según la nación socialista donde se circulara el cuento. Luego, con el paso del tiempo, ha ido sumando otras nacionalidades, hasta que no hace mucho los dominicanos le pusieron su coletilla:

 

La ONU acaba de finalizar la encuesta más grande de su historia. La pregunta fue: “Por favor, diga honestamente: ¿qué opina de la escasez de alimentos en el resto del mundo?” Los resultados no han podido ser más desalentadores. La encuesta ha sido un total fracaso.

Los europeos no entendieron qué significaba “escasez”.

Los africanos, en general, no sabían qué eran “alimentos”.

Los argentinos no entendieron qué quería decir “por favor”.

Los gringos preguntaban qué significaba “el resto del mundo”.

Los cubanos pedían que les explicaran qué significaba “opinar”.

Y en el Congreso y Gobierno dominicanos, hasta hoy se debate sobre qué quiere decir “honestamente”.

 

Amparado en los meandros de la memoria colectiva, actualizando sus componentes ideotemáticos o refuncionalizando sus estructuras profundas, el cuento de relajo se traslada en el tiempo y en el espacio. Hecho de burla perpetua, se burla también de una fugacidad que es nada más apariencia.

Las estirpes del cuento de relajo

El cuento de relajo pertenece por derecho propio y con sobrados méritos a la cultura popular. Ocupa un espacio entre las formas de lo cómico-festivo, que tan relevante papel tienen en nuestras sociedades mestizas.

Si entendemos la cultura popular no tanto en su carácter de respuesta u oposición a otros discursos culturales, sino sobre todo en su esencial sentido de mecanismo para la sobrevivencia social de las personas económicamente menos favorecidas, no será difícil reparar en el valor que las manifestaciones de lo cómico-festivo poseen para el examen de la realidad social, la actualización de la memoria del grupo y el enfrentamiento de las pruebas a que este último es sometido por la cotidianidad. Esa actitud, que late en el alma misma de los cuentos de relajo, se produce también a su manera, digamos, en la vitalidad de las fiestas callejeras, en el doble sentido de la música popular, o en la irrefrenable vocación paródica del ciudadano común y corriente. Al comportamiento cómico-festivo le están reservados registros y elaboraciones simbólicas que no se permite la alta cultura, seria y oficial, ni la cultura mediática, banal e presuntuosa.

La parodia popular, por ejemplo, asume de manera ágil y libre la función de acercamiento e inversión de estatus. Tomemos por caso el archifamoso cuento de La Caperucita Roja, entendido como paradigma didáctico y narrativo, infaltable en el repertorio de cada niño y, por tanto, víctima de la parodia popular, que de inmediato desarticula su discurso:

 

Iba Caperucita por el bosque y de pronto se le apareció el lobo. Como era usual, le preguntó:

-¿Dónde vas Caperucita?
A lo que respondió la niña:
-Voy al laguito, a lavarme el culito.
Y dice el lobo:
-Coño, ¡cómo ha cambiado este cuento!

 

Claro que hay aquí mucho de juego, de instintivo ademán lúdico. ¿Y quién dice que el juego y la risa no son imprescindibles? ¿Quién dice que no son instrumentos suficientes para la verdad, lo necesario o lo importante? En este caso lo lúdico sacude el moho con que nuestra falsa seriedad quiere inmovilizar la historia y reducir el comportamiento humano a las valoraciones unilaterales.

El paso siguiente a esta trasgresión será la relectura a través del acto inversor, infaltable en toda manifestación popular cómico-festiva que se respete:

 

Caperucita llega a la casa de su abuela y entra. Dentro está el lobo. De pronto se escuchan unos gritos y ruidos de objetos que caen. Una vez que cesa el escándalo, sale Caperucita, toda llena de arañazos. Al verla, pregunta el leñador alarmado:

- ¿Qué pasó, Caperucita?

Esta responde:

-Más respeto. Señora de Feroz para la próxima.

 

No es sólo una posibilidad de lectura diferente, invertida, de la relación entre los clásicos personajes -y, por tanto, un trastocamiento del paradigma ingenuidad-maldad pretendido en la lectura regular del cuento-, sino el ensayo de otra mirada, que saca a flote un matiz erótico que -y perdónenme los susceptibles- siempre estuvo en el significado profundo de La Caperucita Roja. Ese elemento erótico, que la mirada “seria” pasa por alto con gesto pudoroso, es foco central para lo cómico-festivo:

 

Caperucita y Pinocho salieron a pasear. Iban por un camino, cuando de pronto tropiezan. Resulta que Caperucita cayó sentada sobre la cara de Pinocho. En esa posición, se le oye rogar:

-¡Pinocho, por favor, miénteme; miénteme, por favor, Pinocho!

 

Semejante operación actualiza y humaniza -y así mantiene viva- la historia clásica, al llenarla con necesidades concretas y simples de los seres humanos comunes y corrientes, pero sobre todo vivos. La lectura paródica convierte una narración que pertenece al acervo del grupo en instrumento oportuno para recrear la realidad de ahora mismo y, de paso, hacer risibles sus esquinas más hirientes. Por ejemplo, cuando la crisis económica de los noventa en Cuba redujo drásticamente las posibilidades de la población para alimentarse, allí fue a insertarse nuestro personaje con su caperuza carmesí:

 

La Caperucita Roja iba por el bosque cuando de pronto apareció el lobo, le arrebató la cesta con la merienda que llevaba para su abuelita y salió corriendo. Pasan dos minutos y, otra vez de pronto, se asoma el lobo entre los árboles y dice:

-Coño, Caperucita, ¿fongo y picadillo de soya otra vez?

 

Igual procedimiento he escuchado en Cuba con textos clásicos de José Martí, como “Los zapaticos de rosa”. A una niña de doce años escuché esta parodia:

 

Hay sorbeto y raspadura,                               Hay sol bueno y mar de espuma,
Helado fino, y Pilar                                         Y arena fina y Pilar
Quiere salir a estrenar                                    Quiere salir a estrenar
Su zapatico’e la Yuma.                                    Su sombrerito de plumas.

-“¡Vaya la niña divina!”                              -“¡Vaya la niña divina!”
Dice el padre y le da un peso:             Dice el padre y le da un beso:
Para qué quiere ella un peso                          Vaya mi pájaro preso
Si es el fula el que camina.                              A buscarme arena fina.

 

No hay en este acto paródico una apreciación irrespetuosa de José Martí o de su poema. Es, en el fondo, un intento humano de acercar el poema convertido en paradigma y, a través de él, la figura del autor-héroe, inalcanzable en la retórica del discurso patriótico, que la remonta a la dimensión amorfa y estéril de lo perfecto, donde sólo es posible llegar a través del ceremonial de los homenajes oficiales. Cuando introduce los versos martianos en la esfera de su vida cotidiana y, de paso, los utiliza para burlarse de la onerosa dicotomía extranjero (dólar) / nacional (peso), el hombre común los mantiene vivos y consigue que el héroe sea más compañero y menos recuerdo.

Los ejemplos podrían extenderse. El cuento de relajo, la música popular, las fiestas callejeras, la parodia, etc., son puestas en escena de una misma actitud que se apropia y cuestiona los discursos de poder o de prestigio. Todavía falta en esa familia un miembro de primera relevancia: el carnaval.

Nadie: entre el carnaval y un cuento de relajo

¿En qué se parecen el carnaval y un cuento de relajo? No estoy intentando un chiste. Veamos. El carnaval, reconocido como manifestación humana importante por casi todos los culturólogos, constituye la puesta en escena más impactante de lo cómico-festivo. Ellos son “los más típicos rituales cíclicos de inversión de estatus” -la cita es de Enrique Gil Calvo-, representan entre nosotros mucho más que una “fiesta de la carne” o un estruendoso ritual para atraer la bienaventuranza -Octavio Paz- y poner la suerte a favor nuestro; son una licencia -concedida o arrebatada o sobreentendida- para violentar los límites del comportamiento social, hastiado de la cordura y el raciocinio implacables que las normas echan sobre él durante un largo año.

El carnaval -si es de verdad carnaval y no una fiesta popular cualquiera- late en los barrios, en los patios, dentro de la gente, y de ahí sale a reinterpretar lo establecido o sancionado por la costumbre, a imponer atuendos, maneras, comportamientos, cantos, movimientos, etc., que articulan un discurso diferente al reconocido, aceptado, serio, deslumbrante por su prestigio o temible por su poder; es decir, un discurso hecho de inversiones delirantes e irreverentes.

¿Y acaso no es esto lo que hacen, desde su picante modestia, esos cuentos de relajo que nos propinamos cotidianamente para sazonar las horas, divertirnos un poco o entrenar el sentido del humor y la agudeza, atributos muy apreciados por nuestra mestiza manera de comprender? La actitud que el carnaval magnifica en el estallido de unos días y -a veces- bajo autorización, es ejercitada por el cuento de relajo todos los días y en el incontrolable trasiego callejero.

Pero las similitudes entre estos discursos, diferentes a primera vista, no se detienen en coincidencia tan de fondo, que marca la pertenencia de ambos a la cultura popular.

Del mismo modo que el carnavaleante se vale del disfraz para ser otro -u otros posibles- sin dejar de ser él mismo, durante ese breve paréntesis en que da libertad al instinto y al delirio, el narrador de cuentos de relajo halla en su férrea voluntad anónima un estado de mimesis que facilita la posterior adopción y reelaboración colectiva del cuento que de pronto se le ha ocurrido. Quien disloca la lógica del discurso de poder y humilla a la autoridad durante el paseo carnavalesco, lo hace a nombre del personaje que representa a través de su disfraz, bien alejado de su cotidiana individualidad. Quien examina las normas establecidas a través del cuento de relajo, se ríe de ellas y pone a la vista sus desencuentros con la realidad, no es un “creador” que intenta imitar a Dios -como sí ocurre con el artista culto-, tan especial papel corresponde a la colectividad, que sanciona la pieza narrativa al acogerla, trasmitirla y, de paso, despojarla de todo rastro de autoría individual.

He conocido a muchos y muy buenos narradores de cuentos de relajo, incluso algunos originalísimos. Pero, honestamente, ninguno ha confirmado nunca ser autor de uno solo de los cuentos que con tanta gracia dicen. “Ayer oí un cuento”, “Anda un cuento por ahí”, entre otras fórmulas parecidas, son las máscaras con que se presentan, lo que en principio resulta comprensible pues, dado el carácter cuestionador y burlesco de esas mínimas piezas narrativas, la anonimia protege a los autores de las represalias con que las instituciones oficiales podrían castigar tanta osadía y espíritu trastocador. El narrador se presenta entonces como el simple intérprete de una expresión que le llega desde el grupo; esto es: de la masa inaprensible.

Pero en realidad la empecinada anonimia del cuento de relajo no tiene su principal razón en el temor. La composición de esas piezas jocosas es el acto muy socializado de un individuo que prácticamente crea muy poco, pues hereda un código establecido, una tradición probada, y estructuras narrativas que apenas varían. Él, si algo pone, es mucha perspicacia e ingenio para adecuar esas estructuras al momento y a la realidad exacta en que vive. El estudio mediante el cual Vladimir Propp redujo hace ya mucho los cuentos fantásticos a una cifra cerrada de motivos que se reiteran, podría ser puesto en práctica también para el cuento de relajo, si tal ejercicio tuviera alguna utilidad.

Al lanzar un cuento de relajo que circulará de boca en boca rehaciéndose y readaptándose, al avivar el regocijo y el espíritu polémico de lo popular, al propiciar la expresión de sentimientos y actitudes reprimidas en el grupo por leyes y normas más o menos severas, el individuo -como el personaje típico del carnaval, como el Charlot de Chaplin en la etapa circense del cine- se disfraza de colectividad: es todos y nadie a la vez, y de ese modo encuentra un punto de comunión con su medio.

Trato de decir lo siguiente: en el cuento de relajo la anonimia no acontece tras un proceso de socialización más o menos largo, como sí ocurre con muchas piezas literarias, orales o no, que se despojan de sus autores originales para terminar siendo patrimonio de la sociedad; esa anonimia -la del cuento de relajo- constituye una decisión apriorística, un formante indispensable en el cuerpo de esta expresión, cuyo “autor” apuesta a la reencarnación a través del colectivo.

Pero volvamos al carnaval. Hace mucho el escritor e investigador Joel James Figarola me señaló que los cantos de conga en los desfiles carnavalescos de Santiago de Cuba son una ejecución condensada y vertiginosa del proceso generativo que antes describí para el cuento de relajo. Entre las miles de personas que arrollan tras una conga, alguien lanza un canto; el grupo más cercano lo acoge y corea; así tropieza con otros cantos de otros grupos, confronta con ellos, se mezcla o no, es modificado aquí y allá; parece que se pierde y de pronto resurge entre la muchedumbre, cien metros más lejos; regresa distinto. Un arrastre de conga puede llevar varios cantos fluctuantes a lo largo de su cuerpo multitudinario. Puede que no. A lo mejor uno enamora a la masa y reina por un tiempo, se torna voz unánime. Nunca se sabe. Salvando las distancias de momento y modo, esa es también la forma en que se funden individuo y grupo en el cuento de relajo.

Estamos hablando de respuestas culturales, de actitudes que poseen una prosapia tan antigua como la existencia del género humano y su necesidad gregaria. Las formas de lo cómico-festivo son, claro, maneras eficaces para la satisfacción de requerimientos lúdicos indispensables. Pero son de igual modo contrapesos claves para el sano accionar de la sociedad. Esto, que se reconoce a veces en el caso de manifestaciones muy notorias, como el carnaval, es un valor que se niega a otras, más cotidianas y menos resonantes, como el cuento de relajo.

¿Verdad? ¿Mentira?
la anécdota y el cuento de relajo

Aun cuando forma parte de las expresiones cómico-festivas, el cuento de relajo constituye un cuerpo expresivo muy bien delimitado, distinguible incluso de aquellas manifestaciones que le son particularmente cercanas, pues comparten el espacio de la narración callejera. Así pasa con la anécdota, sobre todo en su variante jocosa.

Es comprensible que la anécdota -o caso, como la llaman los especialistas- y el cuento de relajo tiendan a veces a confundirse en la percepción de los hablantes. Para ambos, ciertos objetivos -lúdicos, de investigación de la realidad- son comunes, aunque los realicen de maneras y en busca de resultados distintos. De ahí que alternen armónicamente en cualquier intercambio. Un mismo narrador, en una noche de buena conversación, suele mezclar anécdotas, cuentos, chistes, narraciones folklóricas, mitos, etc., sin el menor recato, casi sin darse tiempo para respirar.

Pero las diferencias entre la anécdota y el cuento de relajo son notables y de fondo. En principio, la primera basa su fuerza en una pretensión de veracidad a la que no puede renunciar sin negarse. Es decir: el éxito de la anécdota debe mucho a la presunción de que lo contado ocurrió en verdad a personas reales, con nombres y apellidos, en un tiempo y un espacio verificables, y que llega además a través de la perspectiva de un testigo. Esa aspiración de verdad puede ser efectiva por sí misma, aun cuando no se conozca a los protagonistas, como en este caso:

 

Tengo una amiga a cuyo padre, de unos setenta años, le ha dado por ir detrás de las adolescentes. Así, mi amiga tiene que pasarse todo el tiempo vigilante para que su padre no se le escape. Hace unos días el señor estaba en el parque, conversando con una de esas “niñas” que merodean, y le avisaron a mi amiga, quien de inmediato fue para allá. Cuando llegó, después de espantar a la joven, mi amiga increpó duramente a su padre:

-¡Ay, papá, usted me va a volver loca! Ya no puedo ni dormir porque usted se me escapa. ¿No le da vergüenza, tan mayor y detrás de esas muchachitas? ¿Usted no ve que esas jóvenes lo van a enfermar y le van a quitar hasta el último quilito?

A lo que el señor, filosófico, responde:

-Ay mija, ¿y tú no puedes entender que esos son mis últimos culitos?

 

O este otro ejemplo, igualmente cercano al cuento de relajo, pero cuya fuerza radica en que lo narrado resultaba perfectamente posible dentro de la realidad revolucionaria cubana:

 

Un amigo director de un CAI [central azucarero cubano] se arrancaba los pocos cabellos que le quedaban porque al centro de acopio de cañas se le había partido una imprescindible correa y el técnico que las arreglaba funcionaba a nivel provincial, pues era una rotura poco frecuente; la zafra estaba a punto de detenerse, y para colmo, en medio de aquel atoro se recibió un télex: “Preparen condiciones, a las 10:00 a. m. llega el embajador de Corea”.

Cundió el pánico. A movilizar a todo el mundo, chapear la entrada del Batey, pintar con cal los andenes, cultura a montar una danza china con los niños, a elaborar trencitos y abanicos de papel con forros de Bohemia. ¿Quién rayos tiene el himno de Corea? Ofrenda floral, censo de los chinos que quedaban en el ingenio, agua embotellada. ¿Qué coño comerá el coreano?

Pero el esfuerzo pudo más que las dificultades y al día siguiente a las 10:00 a. m. en punto, porque los asiáticos son muy puntuales, estaban los pioneros con pañoletas en las manos; los merenderos con sólidos y líquidos completos; el administrador del CAI en guayabera; las sillas dispuestas para los cincuentenarios; y un file con un chinito pintado afuera para el comunicado que se leería. Como estaba previsto, a las 10:00 a. m. en punto, un jeep levantaba polvo por el terraplén. A su paso se agitaron banderas y se corearon himnos. Al fin el vehículo se detuvo y de su puerta posterior salió un negro patillú enfundado en un grasiento overol. El télex había copiado mal. El empatador de correas también era un hombre puntual y dicen que se emocionó muchísimo con el recibimiento.

 

Ahora, las posibilidades expresivas de la anécdota crecen mucho cuando sus protagonistas son personas con una existencia -presente o pasada- real, verificable. De ahí que casi todos los seres humanos famosos sean protagonistas de un profuso anecdotario, que en buena medida ellos mismos a veces desconocen. Una vez, mientras tertuliábamos, escuché al historiador Orlando Inoa contar una anécdota que no sé si pueda repetir con fidelidad, por lo que doy excusas de antemano.

 

En cierta ocasión, Rafael Leonidas Trujillo, el dictador dominicano, se enamoró de la esposa de uno de sus funcionarios y envió al “afortunado” cónyuge a una importante misión de siete días en el extranjero. El enviado parece haber sido muy eficiente, pues concluyó sus tareas en sólo cinco días y decidió regresar al país, donde aterrizó antes de lo previsto. Al llegar a su casa, la encontró fuertemente custodiada por el ejército y la policía. Se cuenta que el militar que fungía como jefe del operativo de vigilancia lo recibió con estas palabras:

-Señor, este es un asunto de importancia nacional. Usted debía de llegar cuarenta y ocho horas después, así que se me va ahora mismo para un hotel y regresa a su casa dentro de dos días.

 

Obsérvese que he dicho “pretensión de veracidad”. Lo importante aquí no es si la anécdota -o ciertas partes de ella- fue real o no, sino la manera en que recrea y tipifica una circunstancia, la dictadura; un carácter, el de Trujillo; y un envilecimiento, el de sus adeptos.

El cuento de relajo, por su parte, se mueve en un terreno de fantasía absoluta y con todas las libertades de la imaginación concedidas, como ocurre -de otra manera, claro- en el dibujo animado. Cierto que el cuento de relajo suele emplear como protagonistas a personajes reales, importantes, poderosos o muy conocidos, pero jamás pretende que creamos verdadero lo que cuenta. Al contrario. Su objetivo está colocado en otro sitio: busca cuestionar no al individuo, sino la imagen que de él imponen los discursos sociales. Su diana son los discursos establecidos, que el cuento de relajo voltea a través de la libre imaginación y la risa. Como en este cuestionamiento de la pacatería moral, la demonización del sexo y la ñoñería, que escuché en una empresa donde trabajaba:

 

Una mujer ha criado a su niñita de diez años en la mayor pulcritud moral, sin permitir que su pureza se manche con el más mínimo conocimiento acerca del sexo. Pues esa señora conducía el auto rumbo a la escuela de su hija, que iba sentada a su lado. En ese mismo momento, una esposa despechada, para vengar una infidelidad, corta el sexo de su marido y lo arroja por la ventana de su apartamento. El miembro cortado cae sobre el cristal del auto de la señora. La hija, asustada, pregunta:

-Mamá, ¿qué es eso?

La señora, muy en su papel de madre decente, responde:

-Nada, mi niña, un pajarito.

A lo que la niña responde:

-¿Un pajarito, mami? ¿Con ese güevo tan grande?

 

Si la anécdota admite -a veces exige- autor, el cuento de relajo nunca. Si aquella precisa con frecuencia un tiempo para la caracterización de los personajes y la creación de atmósfera, el triunfo de este depende mucho de su brevedad y nada lo perjudica tanto como una narración dilatada. La anécdota puede darse el lujo de detener su curso y explicar cómo es tal personaje o el papel que desempeñaba en determinada circunstancia social. En el cuento de relajo las figuras son apenas siluetas, estrictas funciones narrativas -generalmente se habla de “un hombre”, “un tipo”, etc.- y sus escenarios se describen con una o dos palabras a lo sumo. En fin, aunque en ocasiones persiga provocar la risa, en la anécdota hay siempre una intención de testimoniar, de actuar sobre la memoria del grupo, lo que le exige una más detenida formulación y le abre resonancias cognoscitivas de indudable importancia. Sin embargo, el cuento de relajo se da por satisfecho con la agilidad de la risa y la osadía del cuestionamiento. La “mentira” es su arma para examinar las múltiples caras de una realidad que está ocurriendo en ese mismo instante.

Para cerrar, regresemos a la pacatería y la falsa moral, que el cuento de relajo demuele con tan detenida sabrosura, ahora a través de un ejemplo cubano:

 

Un padre ha criado a su hijo en los mismos principios de la señora del cuento anterior. Un día el padre se está bañando y el hijo abre la puerta del baño. Viéndose así, en cueros, delante del niño, el padre se tapa el sexo con ambas manos. Pregunta el niño, extrañado:

-Papá, ¿qué tú tienes ahí?

El padre, confuso, responde:

-Una ranita, mi niño.

Y el niño, con cara suspicaz y tono de confidencia:

-¿Te la estás singando, papá?

¿Qué cabe entre un chiste y un cuento de relajo?

Aún cuando los límites que separan al chiste del cuento de relajo muestran no pocas zonas difusas, estas constituyen dos expresiones diferenciadas. Las semejanzas obedecen, en principio, a que el chiste -contrario a lo ya visto para la anécdota- acude a la brevedad con devoción incluso mayor que la del cuento de relajo, y al mismo tiempo, cuando desea, se vale de la ficción con desenfado similar. Pero esa manifestación extrema de la agudeza que es el chiste puede resultar en última instancia un sintético juego de palabras, un vertiginoso desplazamiento de significados que provoca la risa. Un gesto, un gruñido, cierto tono de la voz, un par de palabras contrapuestas, están en capacidad de convertirse en chiste gracias a las especificidades contextuales o de los receptores. Trataré de explicarme por medio de un ejemplo.

 

Me encontraba una vez en la biblioteca de Santiago de Cuba, que estaba abarrotada de público. La bibliotecaria intentaba explicar a un hombre bastante maduro el uso del tarjetero. Cuando creyó haber dado las instrucciones necesarias, la técnica regresó a su mesa de trabajo. Pasados unos minutos, el usuario la interpela a distancia:

-Mire compañera, la tarjeta está borrosa. ¿Puedo llevarla para que usted me ayude?

Ella respondió mecánicamente:

-No, si usted quiere yo voy, pero ni loco me la vaya a sacar de ahí.

 

Ante el estupor y el sonrojo de la joven, los presentes reímos a carcajadas por el desplazamiento de sentido que había transformado su última frase en un chiste involuntario.

Por su parte, el cuento de relajo -como discurso narrativo que es- desarrolla siempre un argumento, por nimio que sea, y articula un espacio y un tiempo en el que se mueve al menos un personaje. Que esos componentes aparezcan tipificados con avariciosa economía de palabras y comprimidos en ocasiones hasta extremos casi insólitos, no resta un ápice a su importancia. Sin esos componentes narrativos, el cuento de relajo sería imposible. Pienso que, si a veces las fronteras entre ambas expresiones se desdibujan, es debido a que muchos cuentos de relajo contienen chistes en su interior. Así ocurre con la anécdota que referí antes. El siguiente aparece recogido en El chiste y su relación con lo inconsciente, el texto clásico de Sigmund Freud:

 

Dos judíos se encuentran cerca de un establecimiento de baños.

-¿Has tomado un baño? -pregunta uno de ellos.

-¿Cómo? -responde el otro-. ¿Falta alguno?

 

El propio Freud sospecha que algo no anda bien a la hora de clasificar estas “historietas de judíos” como chistes, y si al final lo hace, es en tanto “casos límites”. La respuesta está contenida en la palabra historieta, que el padre del psicoanálisis se ve obligado a emplear en alusión a la naturaleza narrativa de esas piezas, verdaderos cuentos de relajo sobre minorías -en este caso étnicas-, una de sus zonas más específicas y singulares, que en verdad tiene muy pocos puntos de contacto con el chiste. Ahora se verá por qué.

Sobre todo cuando es intencional, el chiste se convierte en una manifestación personalísima, cuya producción sólo está al alcance de ingenios muy agudos y despiertos. Por eso muchos chistes célebres son inseparables de sus autores y de las circunstancias en que se produjeron. Todo lo contrario ocurre con el cuento de relajo, cuya movilidad vital radica en su libre capacidad de adaptación y recreación para las personas y contextos más disímiles.

Pero las diferencias no terminan ahí. Por su efectividad y su alto grado corrosivo, el chiste resulta con extrema frecuencia un ataque individual, dirigido contra alguna persona o institución específica, que son aludidos con sus nombres y señas particulares. Pongamos por caso la actual guerra verbal de los sexos, que se ha exacerbado a partir del crecimiento del feminismo, las reclamaciones de igualdad de derechos para la mujer, y encuentra ahora mismo terreno más que fértil en el chiste. Usted puede abrir el correo electrónico y encontrar un mensaje con una larga tira de chistes antifemeninos, al estilo de: “¿Qué pasa cuando una mujer se traga un mosquito? Pues que tiene más cerebro en el estómago que en la cabeza”. También puede esperarlo en la pantalla fosforescente la hilarante carga de sesenta o setenta chistes antimasculinos, como por ejemplo: “¿Por qué cada vez hay más hombres homosexuales? Pues porque nunca es tarde para rectificar un error”.

El cuento de relajo sobre grupos subordinados o minoritarios -sean étnicos, raciales, religiosos, de sexo, etc.- parece compartir esa vocación de ataque individual que con tanta facilidad cumple el chiste. No es así, sin embargo. Este tipo de cuento suele circular con mucha frecuencia entre el propio grupo subordinado o minoritario. Las inversiones por él practicadas resultan multivalentes, de acuerdo con quien las realiza: si es el grupo mayoritario o dominante, tienen un sentido de afirmación ante lo distinto, ante lo inverso según la norma al uso; si es el grupo minoritario o subordinado, tienen otro sentido de afirmación, no por la aparente burla del grupo hacia sí mismo, sino por la burla del estigma que se le adjudica y que socarronamente se disimula admitir; en ambos casos, es un mecanismo -complejo, contradictorio, diametralmente distinto según el lado de que se mire- de acercamiento. Digo, al menos en nuestras culturas híbridas, formadas a partir de la integración de lo diferente y que hasta ahora -gracias a todos los orichas- han sido incapaces de aquel genocidio brutal en que desembocaron los cuentos sobre judíos aludidos por Freud en su libro.

El cuento de relajo nunca organiza ataques personales o individualizados. Él somete a revisión y cuestionamiento las formas socialmente cristalizadas en que son percibidos los individuos, los sucesos, las instituciones, vengan de donde vengan esas formas: lo mismo de los grupos de poder que de los subordinados, siempre que pretendan mostrar paradigmas a nuestra apreciación. Quizás alguien se pregunte qué pasa entonces con todos esos cuentos que hacen protagonistas al comandante Fidel Castro, al presidente de Estados Unidos, a Joaquín Balaguer, Hugo Chávez o a cualquier otra persona muy publicitada. Esos cuentos no se refieren a ellos como individuos -lo que sí ocurre con el chiste-, sino a las maneras en que son presentados por los discursos de poder.

Contrario al chiste, el cuento de relajo no conserva autor ni admite agresiones individuales. La práctica colectiva lo despoja de cualquier animadversión personal. Él es patrimonio del grupo que lo circula y, si se le mira con la distancia y la serenidad apropiadas, se verá que nunca traiciona su condición de cuestionamiento colectivo de la realidad social en que aparece. Quiero decir que la transmisión oral, informal y colectiva del cuento de relajo borra cualquier intención personal que signara su nacimiento y evita que este pueda ser empleado para agresiones individuales. Él se ocupa tan sólo de los discursos establecidos o preponderantes, no importa en la tendencia que se ubiquen. Si el grupo circula este o aquel cuento de relajo, es porque le sirve como mecanismo de examen e investigación de su sociedad, porque a través de lo lúdico acercan y hacen más llevaderos los problemas que plantea la existencia concreta de cada día.

Bien diferente se tornan las cosas cuando el cuento de relajo es arrancado del flujo oral y llevado a los canales formales de comunicación. Entonces estamos hablando de una manifestación diferente. Volveremos muy pronto sobre el asunto.

El choteo y el cuento de relajo: una nota cubana

El final del acápite anterior merece cumplida explicación, lo sé. Pero antes resulta indispensable aclarar una confusión que ha empañado un tanto la comprensión en torno al cuento de relajo y que terminará por hacernos el camino más expedito.

En 1928, el ensayista cubano Jorge Mañach dedicó un brillante y hoy clásico estudio a la Indagación del choteo, que consideraba una expresión generada por el medio social. Escribió: “El ambiente social, pues, con esas mixtificaciones e improvisaciones inevitables, ha contribuido tan poderosamente a fomentar el espíritu antijerárquico de nuestra burla, que casi pudiera decirse que ha engendrado el choteo. Más que una tendencia inmanente de nuestro carácter, éste es el resultado de una determinada experiencia colectiva. Nace del medio, antes que de la idiosincrasia”.

La reflexión habría sido perfecta si para Mañach choteo y relajo no fueran lo mismo: defectos del cubano amamantados por lacras sociales que se remontaban bien atrás en la historia colonial del país. Lo cierto es que el choteo y el cuento de relajo -tal y como lo hemos venido siguiendo aquí- se emparientan sólo ocasionalmente. Mientras el primero tiene el propósito exclusivo de zaherir, de ridiculizar a una persona o institución concreta, el segundo investiga la cara oculta de las maneras dominantes con que la sociedad asimila y evalúa determinado suceso, persona o rango. Mientras el choteo tiene -en palabras del propio Mañach- una “índole ciegamente individualista”, el cuento de relajo pone en práctica una profunda vocación colectiva. En fin: malamente pueden identificarse con el cuento de relajo la trompetilla, los ruidos onomatopéyicos o ciertos gestos de burla que sin embargo cumplen de maravilla los propósitos del choteo.

Tengamos en cuenta que Mañach estaba transcribiendo en su estudio la experiencia del primer tercio del siglo xx cubano, lo que quiere decir, históricamente, la institucionalización del escamoteo de la independencia nacional a través de la injerencia norteamericana, la burla del ideal libertario mambí por el que se luchó treinta cruentos años y su muerte definitiva a manos de la corrupción desbocada. Tal estado de cosas generaron una grave crisis de valores en la sociedad cubana y lastimaron muy hondo la autoestima nacional. Tanta frustración era, pues, caldo de cultivo privilegiado para el florecimiento del choteo como arma del inferiorizado. Porque la agresividad y el implacable gesto corrosivo del choteo no son más que eso: reacciones que, tras su burlona apariencia de altanería y superioridad, esconden un trasfondo de complejo de inferioridad e impotencia.

Bien diferente es el alma de los cuentos de relajo. De hecho, esa misma sociedad en la que Jorge Mañach escribía, ya durante los años veinte venía acometiendo un potente movimiento de regeneración social y protagonizaría, sin perder su chispeante gracejo, la revolución que en 1933 derrocó a Gerardo Machado. Ambrosio Fornet lo ha descrito así: “Mientras las estructuras burguesas se consideraron eternas era posible confundir los mecanismos defensivos con la idiosincrasia y definir de una vez por todas al cubano: es frívolo y escéptico, carece de espíritu colectivo, tiene poca memoria, todo lo tira a relajo. Pero cuando las estructuras burguesas dejaron de parecer inmutables […] las viejas definiciones se hicieron superficiales y precarias. El pueblo hacía chistes y ponía bombas, no tenía espíritu colectivo y sostenía huelgas formidables, era escéptico y se dejaba matar por un mundo futuro”.

También los que conocieron la etapa heroica de la construcción revolucionaria cubana, a lo largo de los años sesenta, vivieron una experiencia semejante. En defensa de una causa y frente a peligros descomunales -conflicto atómico agregado- millones de personas salieron a las calles sin perder su capacidad de cuestionar por medio de la risa, sino todo lo contrario. Mientras esperaban en las trincheras o en las ciudades una muerte más que probable, circulaban alegremente cuentos que muchas veces se reían a costa del proceso y los líderes revolucionarios a quienes estaban dispuestos a defender. Nada extraño hay en ello: el cuento de relajo es la noble expresión de una actitud permanente de investigación frente al mundo circundante, es un mecanismo infaltable de la cultura mestiza que nos salva del dogma paralizante.

Por su parte, el choteo es la maleada exacerbación de esa actitud, la corrosiva desviación de ella provocada por una pérdida intensa de valores dentro de la sociedad, en razón de un contexto que inferioriza, hace impotentes y descarga de capacidad para actuar a sus fuerzas más nobles. Tal vez sea por eso que el cuento de relajo con asunto político en la República Dominicana muestra en ocasiones zonas tan cercanas al choteo, reacción lógica frente al fracaso de los proyectos democráticos que han aspirado a regir la sociedad dominicana tras el fin de la dictadura trujillista y frente a una práctica política enajenante, convertida en lucrativo negocio personal. Puede ser. Sí sé que, precisamente por eso y ante el deterioro del sueño colectivista y del hombre superior que preconizó el socialismo, ante la probable bancarrota de un sistema que se ofreció y fue acogido por millones de cubanos como solución justa a todos los males del país, el siglo xxi nace para Cuba bajo el peligro de un rebrote del choteo, que ya depredó violentamente los albores de su siglo xx.

Morirnos de la risa

Muchas veces he escuchado y leído afirmaciones acerca de que nuestras culturas mestizas y tropicales, audaces e irreverentes, llegan al extremo de reír de la muerte. Es cierto que nos reímos de casi todo. Convertimos nuestros principales problemas en materia de burla. Nuestra risa, en esos casos, es chispeante e ingenua, singular instrumento para investigar y actuar sobre la realidad que nos rodea. Pero, de aquellas cosas que nos lastiman hondo, generalmente no reímos: ese es terreno del choteo, que tiene corazón amargo y alma de frustración.

La muerte, cuando aparece como personaje en los chistes callejeros, casi siempre sale triunfante. Puede llegar a ser conciliadora y hasta renunciar temporalmente a sus propósitos. Mas su picardía resulta superior. Como en aquel cuento donde la muerte decidió llevarse a Juan Pelú:

 

Pues se enteró Juan Pelú de que la muerte venía a buscarlo, fue al barbero y se raspó, se cortó todo el pelo. La muerte se pasó el día entero buscándolo y no lo encontró. Por fin, cansada, se detuvo en una calle y dijo:

-Bueno, ya que no encuentro a Juan Pelú, me voy a llevar a ese raspao que viene por ahí.

Y se llevó a Juan Pelú.

 

Digo: los cuentos de relajo no ríen de la muerte. Ríen, más bien, de las formas en que los seres humanos apreciamos a la muerte, de las creencias socialmente consolidadas en torno a ella, de los rituales con que la agasajamos o la rechazamos. En los cuentos de relajo, la solemnidad que oponemos a las manifestaciones de la muerte es neutralizada con la recurrencia a expresiones humanas muy vitales y, sobre todo, habitualmente censuradas por la gazmoñería que se disfraza de buenas costumbres.

Si cada cuento de relajo pone en práctica la inversión de una forma de apreciar socialmente admitida como correcta, no cabe duda de que los estados “anormales” constituyen sus agentes inversores por excelencia. De ahí la constante presencia en esos cuentos de los borrachos, los locos y los niños, cuyas perspectivas, desquiciadas de las “buenas maneras”, actúan en tanto prismas deformadores de la realidad “equilibrada”. De ahí también el fértil terreno que la inventiva popular encuentra en los velorios, con sus puestas en escenas histéricas y convencionales, con sus roles fijos y sus estereotipos:

 

Un borracho llega a un velorio y entra. Allá, junto a la féretro, hay una señora que se hala los pelos y grita:

-¡Ay Dios mío!, ¿por qué te lo llevaste, si mi marido era de oro? -y seguía sin parar-. ¡Ay, ese hombre era de oro!

“¡Un tipo de oro! (se dice el borracho), eso hay que verlo”. Y se acerca a la caja. Cuando se asoma, ve dentro a un viejo negro, feo y arrugado. Se vira para la mujer y le dice:

-Mire señora, vaya a la morgue. Yo creo que le han cambiado a su marido porque el tipo que está allá adentro es de cobre, sucio, roto y oxidao.

 

Por supuesto que las creencias religiosas en torno a la muerte no podían escapar a ese examen implacable y divertido, que encuentra en los dogmas inamovibles y las disciplinas rígidas de los credos asideros más que sólidos para dar rienda suelta a un ingenio que revisa el mundo con mirada acuciosa, desconfiada e irreverente, segura de que la realidad es más compleja de lo que parece a simple vista. Su procedimiento en esos casos es simple e infalible: contrastar lo abstracto, sublimado o difícilmente aprehensible de las formulaciones ideológicas con el acontecer concreto de cada día; de esa confrontación no sólo nacerá la risa, sino también un espacio catártico donde cada creación humana deberá probar su verdadero valor de cara a la realidad:

 

Hay unas inundaciones terribles y un tipo ha quedado atrapado en el techo de su casa. Pasa un grupo de rescate en un bote y le gritan al hombre:

-Venga, señor, monte.

El hombre responde:

-No, yo tengo fe en Dios, él me salvará.

Al rato vuelve a pasar el bote. Le gritan al hombre:

-Venga, señor, las aguas van a seguir subiendo.

El hombre contesta:

-No, yo creo en Dios. Él me salvará.

Al rato vuelve a pasar el bote. Y otra vez:

-Venga, señor, no sea testarudo.

Y el hombre lo mismo:

-Yo sé que Dios me salvará.

Por fin suben las aguas y el hombre se ahoga. Cuando llega al cielo y se encuentra con Dios, le dice:

-Así que yo creyendo en ti y diciendo que tú me salvarías y tú me dejas ahogar.

Le responde Dios:

-Pero si te mandé tres veces un bote para que te salvaras. ¿Qué tú querías, que fuera yo mismo?

 

La palabra salta, se hace común, palpa instintiva y enérgicamente nuestras maneras de apreciar. Al final, tras la risa, la muerte sigue siendo un evento igual de temible, pero también más llevadero. Esa risa no nos acerca a la salvación eterna, no aspira a tanto: sólo quiere ayudarnos a que la vida no sea un temeroso tránsito hacia la muerte. En ese sentido, ninguna formulación simbólica en el cuento de relajo alcanza tanta coherencia como el “más allá”. De hecho, la postvida es el espacio de la inversión perfecta: lo que es bueno aquí resulta malo allá y viceversa.

 

María era la mujer más pura y piadosa del mundo. Cuando ya estuvo a punto de morir, San Pedro le preparó un recibimiento por todo lo alto en el cielo. Allí estaban esperándola con banda de música y todo. Por fin muere María y empieza a subir. Sube, sube, sube. Cuando la ven venir en el paraíso, todos comienzan a aplaudir. Pero María era tan pura, que siguió subiendo y subiendo. Pasó por el paraíso y siguió para arriba. Ya se iba perdiendo, cuando San Pedro le gritó:

-María, di carajo aunque sea para que te puedas quedar aquí.

 

O este otro caso, mucho más ilustrativo:

 

Un tipo se muere y va al cielo. Cuando llega, San Pedro le explica cómo funciona todo allí. Pero el hombre se percata de que a cada rato algunas de las mujeres que pasan cerca dan una vuelta de carnero y siguen caminando. Intrigado, le pregunta a San Pedro. Este responde:

-Es un castigo. Aquellas mujeres que traicionaron a sus esposos una vez, cada cierto tiempo tienen que dar una vuelta; si los traicionaron dos veces, pues dan dos; y así…

En ese momento el hombre se acuerda y le pregunta:

-Ven acá San Pedro, ¿y mi mujer, la pobre, que se murió hace tanto tiempo, dónde está?

-Ah, mi amigo, a esa la tengo en mi oficina. La uso de ventilador.

 

No, nuestras culturas mestizas y tropicales, audaces e irreverentes, no ríen de la muerte, sino de nosotros. Esa palabra que salta de boca en boca, que vive de la inversión y la parodia, tampoco aspira a la eternidad. No quiere trascender más allá de sí misma. Eso sí, nos libera y, aunque sólo sea por unos minutos, nos hace mejores. No creo que fuera justo pedirle más.

¿Para qué sirve un cuento de relajo?

Antes que todo, para hacer reír. El cuento de relajo desencadena esa limpia descarga del cuerpo y el espíritu, tan necesaria para la salud humana como los alimentos o el sueño. Pero la risa, a la que se puede llegar siguiendo múltiples caminos, en el cuento de relajo está vinculada sin remedio con el juego, gracias a un código particularísimo que todos sus beneficiarios conocemos y compartimos. Cuando alguien dice: “Un tipo murió y fue para el cielo”, está de hecho invocando una convención que nos remite instantáneamente al espacio del puro juego. Lo que viene después, ya lo sabemos, exige la complicidad de una recepción desasida de la estricta lógica.

El sentido de total relajación que acompaña a esta práctica social es muy importante, entre otras razones porque presupone la convicción de que tal ejercicio ni desea ni puede afectar directamente a la realidad “real”, cuyas evidencias concretas quedan suspendidas por el código no-serio del cuento de relajo. Como ha dicho Octavio Paz para la fiesta, él es “ante todo advenimiento de lo insólito”.

En su instintivo análisis de los discursos de prestigio o de poder que atraviesan la organización social, el cuento de relajo no sólo ríe de lo que se odia, sino también -y sobre todo- de lo que se admira y ama, pero cuya manera corriente de ser apreciado debe verificarse y contrastarse con la realidad cambiante de todos los días. Eso permite que miembros de un grupo -sea étnico, racial, sexual, político, etc.- circulen con toda naturalidad cuentos referidos a su propia condición dentro de la sociedad. También que los seguidores de cierta ideología, creencia o líder sean portadores de narraciones jocosas sobre ellos. Hay en el hecho algo de descarga catártica y desmitificadora: quien no sabe reír de lo que ama o admira está a merced del dogma. Quien no sabe reír de sí mismo corre riesgo permanente de suicidio.

En todos los casos, se cumple con un impulso bien comprensible, que nos obliga a revisarnos y cuestionar la solidez de nuestras convicciones, para lo cual el código lúdico-festivo del cuento de relajo garantiza un discurso ficcional bien delimitado, que marca prudencial distancia con respecto a la realidad. Mecanismo heurístico colectivo, presto siempre a la revisión de los discursos sociales más diversos y trascendentes, el cuento de relajo suele revisar su propio discurso, reírse de sí mismo por medio de piezas que no provocan risa. “Pujos” los llaman en Cuba. Son narraciones que encuentran su razón de ser en el desconcierto del receptor al ver frustrada la expectativa de risa que creyó segura por la típica convención del cuento de relajo y que el pujo de pronto le niega.

 

El hombrecito verde salió de su casa verde. Se montó en su carro verde y fue para su trabajo verde. Por el camino chocó con un muro verde, se partió la cabeza verde, echó mucha sangre verde y se murió. Cuando despertó, estaba en el cielo verde y había un hombrecito rojo mirándolo. Le dijo, admirado:

-Ah, pero tú eres rojo.

A lo que el aludido respondió:

-Sí, lo que pasa es que yo me escapé de un cuento colorado.

 

Entender el cuento de relajo como una agresión, como una oposición palmaria a los asuntos y personas que nutren su caudal, conduce a una perspectiva ciega. La lectura sincrónica de sus intríngulis semánticos y de sus propuestas simbólicas debe buscar proyecciones tendenciales que pongan al descubierto reacciones de profunda raíz cultural en la comunidad y, desde el punto de vista sociológico, determinados estados de opinión, consensos o rechazos en la actitud del colectivo ante procesos que se están produciendo en ese momento específico de la realidad social.

El hecho de que cierto suceso o persona desencadene el ánimo festivo del cuento de relajo no significa necesariamente oposición o ataque. El conocimiento que esa corriente oral entrega no es directo, debe ser aprehendido con perspicacia entre los regocijos de la risa buscada a cualquier precio, el agudo sentido de libertad que proporciona cuestionar lo encumbrado o aceptado, y los mecanismos de defensa con que la sociedad somete a prueba cuanto se le presenta como importante. Eso sí está fuera de cualquier duda: lo que entra a la corriente del cuento de relajo es, por definición, aspecto de interés para el grupo social.

Una apreciación no cultural sino parcializadamente ideológica o política o moral del cuento de relajo desemboca en su demonización y persecución, lo que en la práctica sería como querer atrapar el humo, y en lo medular resultaría un intento por coartar la actitud de investigación y verificación de estabilidad consustancial al ser humano. Y, sin embargo, ha ocurrido y ocurre con harta frecuencia.

Cuando el pícaro humilla al poder, cuando la burla descubre las zonas ocultas del prejuicio o la cara invisible del valor establecido, cuando la risa desarticula simbólicamente las normas y las leyes, el cuento de relajo está probando que el mundo no es unidimensional o inmutable, que el hombre no es un ser pasivo, no importa el lugar que ocupe en la estructura social. Cierto, en su universo de puro juego, el cuento de relajo no soluciona los problemas de la sociedad. Pero sí nos ayuda a tomar libre conciencia de nosotros mismos y del espacio en que vivimos, sí reconoce esos problemas, los acerca y los reduce a un tamaño adecuado para que nos sea posible convivir con ellos sin traspasar los límites de la desesperación y la locura.

En un planeta dominado por discursos de poder envolventes y refinados, empujado hacia la dictadura de los objetos y las apariencias, donde los contactos primarios con la naturaleza tienden a ser sustituidos por la automatización o mediados a través de la tecnología, el cuento de relajo y su familia cómico-festiva pasan a ser compañeros de viaje cada vez más necesarios, cada vez más solidarios.

El cibercuento de relajo

A la internet fui como al dentista: obligado. Las autopistas de la información me producen el desasosiego de lo inabarcable, donde uno tiene siempre el temor de estarse perdiendo algo importante, que ocurre en vaya usted a saber qué otro lugar de la inmensa red. El único oasis en esas caminatas temerosas son los chistes que se pasean orondos a través de los vericuetos digitales.

Y no me refiero tanto a los sitios web dedicados al humor. Me interesan mucho más las cadenas de transmisión de anécdotas, cuentos de relajo, adivinanzas jocosas, y cualquier otro artefacto de la risa, con que los devotos del e-correo electrónico humanizan el ciberespacio y van tejiendo una fraternidad que nace en el simple deseo de compartir. Abrir un correo electrónico y distinguir -entre los recados de amigos, la publicidad a que obliga el hotmail y los asuntos de trabajo- el login de mi amiga Batichica, por ejemplo, resulta constancia suficiente de que el aire es aún respirable y el planeta sigue girando a la velocidad correcta.

La práctica del cuento de relajo en el correo electrónico -y en la web de manera general- está acelerando el proceso de trasmisión que desde siempre llevó muchas de esas piezas de país en país. Quizás algún estudioso de la cultura popular -una especie que ha hecho del rechazo a los medios el objeto de su vida- comience a ver el asunto como digno de su agenda catastrófica. No es así, sin embargo. La internet solamente agiliza lo que antes ocurría a través de los intercambios físicos, primero, y de los medios masivos, después. El resto pertenece a los modos de reelaboración normales del cuento de relajo: cada quien toma aquello que es adaptable a su realidad concreta y lo recrea. Claro, al convertirse en una emisión individual, elaborada y recibida en contextos diferentes, de recepción siempre mediática y a veces diferida, el cuento de relajo se desprende de su cualidad anónima y colectiva, se personaliza. Es decir: abandona su posición dentro del flujo de la cultura popular tradicional y pasa a los modos formales de la comunicación social.

Tampoco eso es nuevo. Desde hace mucho el cuento de relajo había venido siendo sometido a un proceso de mediatización, sobre todo en manos de recopiladores que los llevaron al mundo del libro, o en la voz de actores que los han hecho frecuentes en espectáculos de lugares nocturnos e, incluso, los han grabado en cintas y discos compactos. Claro que, puestos en ese estado, se trata ya de una manifestación diferente, que no responde a las características hasta aquí reseñadas.

Por ejemplo, el siguiente “Funeral a lo cubano” sería impensable dentro de la tradición oral. Es un hijo ingenioso de la comunicación escrita, potenciado por las posibilidades que abre el correo electrónico:

 

Toda la familia en Cuba se sorprendió cuando llegó de Miami un féretro con el cadáver de una tía muy querida. El cadáver estaba metido dentro de la caja tan ajustadamente que su cara pegaba con la tapa de cristal. Cuando abrieron la caja hallaron una carta que estaba prendida de la ropa con un alfiler, y decía así:

Queridos papi y mami: Aquí les envío los restos de tía Josefa para que le hagan su entierro en Cuba, como ella quería. Disculpen que no haya podido acompañarla pero como comprenderán tuve muchos gastos por todas las cosas que aprovechando las circunstancias les mando. Van a encontrar dentro del féretro y debajo del cadáver, lo siguiente:

12 latas de atún Bumble Bee, 12 frascos de acondicionador y 12 frascos de champú Paul Mitchel, 12 frascos de vaselina Intensive Care (muy buena para el pelo, no sirve para cocinar, no sirve para eso), 12 pastas de dientes Colgate, 12 cepillos de dientes y 12 latas de spam de las buenas (son españolas), y 4 latas de chorizo El Miño (de los de verdad). Repártanlo con la familia (¡repártanlo sin fajaderas!). En los pies de tía va un par de tenis Reeboks nuevos, talla 9 para Joseíto (es para él, pues con el cadáver de tío, no se le mandó nada y él se molestó). Por debajo de la cabeza hay 4 pares de popis nuevos para los hijos de Antonio; son de distintos colores (por favor, repito, ¡no se fajen!). Tía lleva puestos 15 pullovers Ralph Laurent, uno es para Robertico y los demás para sus hijos y nietos. Tía también lleva puesta una docena de ajustadores Wonder Bra (mi favorito), divídanla entre las mujeres y también los 20 pomitos de pintura de uñas Revlon que están en los rincones de la caja. Las 3 docenas de blumers Victoria's Secret que lleva puestos deben repartirlos entre mis sobrinas y primas. Tía también tiene puestos 9 pantalones Docker's y 3 pitusas Lee; papi, quédate con 3 y el resto es para los muchachos. El reloj suizo que papi me pidió va en la muñeca izquierda de tía, y también lleva puesto lo que me pidió para mami (zarcillos, anillitos, etc.). La gargantilla que tía lleva puesta es para la prima Rebeca, al igual que los anillos que lleva puestos en los pies. Además, los 8 pares de medias Chanel que lleva puestas, son para repartir entre las pepillas y amistades, o si quieren las venden (por favor, no se fajen por las cosas, no se fajen). La dentadura que le pusimos a tía, es para abuelo, que aunque no tenga mucho que masticar, con ella se verá mejor (que se la ponga que costó mucho). Los espejuelos son de la graduación que lleva Alfredito, por supuesto son para él, al igual que el sombrero que tía lleva puesto. Los aparaticos para la audición que tía tiene instalados son para Carola, que aunque no sean los específicos que ella necesita, que se los ponga pues costaron carísssssimos. Los ojos de tía no son los de ella; son de cristal, sáquenselos y allí dentro van a encontrar la cadena de oro para Gustavo y la sortija de brillantes para la boda de Katiuska. También es para Katiuska la peluca platinada con reflejos dorados que tía tiene puesta; Katiuska va a lucir bella en su boda. La cabeza se la desprenden y allí dentro va la casetera que me pidió Armandito, el pepillo del barrio. Sáquenlo todo rápido antes de que se den cuenta y se lo cojan todo. Los quiere su hija

Carmencita

P.D. Por favor consíganle a tía un vestido para el entierro, y háganle una  misa por el descanso de su alma, pues realmente ayudó hasta después de muerta. Como se darán cuenta, la caja es de madera buena (no le entra comején); pueden desarmarla y hacerle las patas a la cama de mami y otros arreglos en la casa; el cristal sirve para el retrato de abuela que hace años está roto; con el forro de la caja, que es de satín blanco, ($20.99 el m), Katiuska puede hacerse su vestido de novia. No se olviden, con la alegría de los regalos, de conseguir un vestido para tía. Los quiere,

Carmencita.

P.D. Por favor, no se fajen por las cosas, que en cuanto pueda mando más de todo. Con la muerte de tía Josefa, tía Blanca se ha puesto mala; no se desanimen, seguro que pronto les mando más.

Besos, besos, besos,

Carmencita

 

No hay temor. El cuento de relajo como práctica tradicional e incontrolable no va a mermar en nuestras sociedades por la “competencia” de la internet o de cualquier otro medio. Todo lo contrario. Están a favor de su profunda vocación heurística y lúdica los espacios cotidianos donde campea sin posibilidad de rival; las especificidades de cada grupo, que únicamente se pueden asumir de manera total en el instantáneo aquí y ahora; y la integralidad del contacto oral, frente a frente, con su inevitable democracia participativa y su carga de signos verbales y no verbales, sobre todo en pueblos como los nuestros -mestizos y emotivos-, donde la gestualidad constituye la sal del intercambio.

Por el contrario, ambas corrientes continuarán discurriendo de forma paralela y organizando un entrecruzar de préstamos fluido y recíproco, en el que se enriquecen los dos modos: el básico -informal, anónimo, cotidiano, tradicional- y el mediático -personal, formal, a distancia-. En su Culturas híbridas, Néstor García Canclini había señalado cómo para el inicio de los años noventa la cultura artística, la cultura mediática y la cultura popular estaban protagonizando un intenso entrecruzarse cuya comprensión exigía de puntuales estudios multidisciplinarios y las colocaba en lugares diferentes de aquellos en los que estábamos habituados a encontrarlas. Los cruces entre el cuento de relajo y la internet tienen incluso a su favor una cierta zona compartida por ambos, pues resulta evidente que la red de redes ha venido recuperando algunos rasgos de la comunicación oral que en su momento habían sido abandonados por la escritura; tal es el caso, por ejemplo, de una clara pérdida de la señal de autor en los mensajes y, de hecho, un sentido de libertad en el receptor para transformarlos a su gusto y hacerlos circular sin permiso ni restricción.

En fin, como cualquier otra manera de la cultura popular, el cuento de relajo no desaparecerá mientras sea útil: esperemos que eso sea nunca.

 

Cíclope

 (Relato de Cuentos tan simples, en preparación por el autor)

 A Marcialito le nació un ojo en la frente. Al principio fue solo una arruga horizontal y persistente, bien rara en un niño de siete años; pero cuando la maestra dio la voz de alarma, alertada por la insistencia con que los demás vejigos querían tocar el fino surco que comenzaba a parecer una quebradura, los padres de Marcialito corrieron hacia el hospital. Los médicos nunca lograron ponerse de acuerdo y, luego de estudios y juntas infinitas, propusieron dos soluciones extremas: coser la abertura en progreso o practicar un inmediato transplante de piel en la frente del niño. Aterrados, los padres de Marcialito decidieron confinarlo en su casa, resignarse a ser ansiosos espectadores de la suavidad con que los labios de aquella extraña herida incruenta se iban arqueando y dejaban ver cada vez mejor la blanca opacidad cristalina donde en su momento despuntó una isla parda, brillante y absolutamente redonda, que los observó con ingenua serenidad. Nada más hubo que esperar el primer parpadeo de las nacientes pestañas para dar el suceso por definitivo y que aparecieran las autoridades, acicateadas por la insoportable sospecha de que intentaban dejarles al margen de algo tan inusual. El debate fue otra vez intenso y prolongado. Por fin los sicólogos impusieron el criterio de que Marcialito debía asistir a un colegio común y corriente pues no presentaba ningún tipo de trastorno mental o discapacidad notoria. De cualquier forma, advirtieron, el proceso de adaptación sería arduo. Y así fue: en la escuela todos miraban aquel ojo supernumerario en la frente sin saber qué hacer ni encontrar una palabra adecuada para decir. Tres profesoras tuvo el aula de Marcialito en menos de quince días. La última, una mulata seca y ojerosa, interrumpió sus explicaciones en torno al sospechoso achatamiento polar de la tierra, recogió sus enseres y salió por el pasillo gritando que un maestro necesitaba tener por lo menos algún lugar confiable hacia donde mirar. A la directora no le quedó más remedio que dar el ejemplo y hacerse cargo personalmente del grupo, aunque todavía hay dudas en torno a si era consciente de los riesgos que entrañaba tal acción. Bastó que el primer día advirtiera a la clase andar a cuatro ojos ante alguna ecuación matemática intrincada y traicionera, para que la totalidad de los estudiantes recostara el peso de su mirada sobre Marcialito y, de un golpe, hiciera estallar la burbuja de estupor que gravitaba sobre todos. Sobrevino entonces una época en que cada expresión, no importa de la naturaleza que fuera, adquiría sentidos inusitados con solo ser pronunciada cerca de Marcialito y su cándida mirada triangular. Que si hacerse el de la vista gorda. Que si mantener los ojos bien abiertos. Que si la vigilancia, tarea permanente de los cedeerre. Que si las miradas de tus ojos son tan sutiles… hasta el día inevitable, ya en un aula secundaria, cuando el plan de clases indicó el estudio del ciego Homero. Polifemo dejó de ser a partir de ese día una mención distante, remontó la odisea del pasado, se hizo presente en todos los registros imaginables: susurrado en la formación escolar, rimado en las canciones de moda, grabado en las paredes de los pasillos, pintado en los pares de las esquinas, dibujado por las nubes que se alejaban en el atardecer... Era imposible decir algo (poli-espuma, poli-éster, poli-cía...) sin que el nombre maldito fuera invocado, al punto que la dirección del colegio consideró necesaria la separación de Marcialito, única forma de evitar que no solo la institución sino toda la ciudad siguiera llenándose de polis, lo que era además una redundancia inadmisible. Y, justo en ese momento, apareció el héroe. Se llamaba Antonio (aunque, no sabemos por qué, desde niño le decían Pose) e interrumpió el discurso de la directora para hilvanar una defensa lúcida y apasionada de Marcialito. A medida que Antonio avanzaba entre las filas e iba desgranando razones, los demás estudiantes sentían que de alguna forma aquellas ideas siempre habían estado dentro de ellos y que eran ellos quienes las exponían con toda esa seguridad y donaire, así que la unánime ovación validó para siempre la pregunta final de Antonio (o lo que es igual, de Pose): ¿Acaso una persona diferente no tiene el derecho de ser considerada normal? Fue tan emocionante, que nadie tuvo la curiosidad de observar a Marcialito y preguntarse por qué era el único que permanecía impasible mientras su ojo frontal registraba cómo sus compañeros vitoreaban y alzaban a Antonio en hombros. Parece increíble, pero una simple voz había logrado algo que un minuto antes nadie habría creído: transferir a Marcialito hacia ese segundo plano definitivo que es la rutina. ¿Qué novedad podía haber ahora en extrañarse por su mirada excedente, si todos andaban ocupados en admirar las nuevas pruebas de inteligencia y bondad que Antonio daba cada día? Pronto fue nombrado representante estudiantil ante la directiva del colegio y, casi enseguida, asesor de Educación Municipal en materia de trabajo práctico-docente. De más está decir que durante los meses siguientes fue propuesto para miembro de honor en cuanta sociedad se dedicara a proteger los caracoles, luchar por la igualdad de los enanos o ayudar a extraterrestres despistados. Pero, no importa cuán pesadas fueran sus nuevas ocupaciones, Antonio jamás descuidaba la tarea de velar por Marcialito. Ante el general reconocimiento, le acompañaba diariamente en el trayecto de la casa al colegio y del colegio a la casa, exigía que fuera el primer invitado a las fiestas que organizaban los muchachos del preuniversitario, le ayudaba a estudiar y hacer las tareas... Por eso los padres de Marcialito no se apuraron en regresar aquella tarde de viernes tan a propósito para aliviar con unos tragos la pesada semana de trabajo. Sabían que, al llegar al hogar, allí estaría Antonio. Lo que no esperaron nunca fue encontrarlo empalado en la vara de asar puercos mientras Marcialito lo hacía girar lentamente, con aquella apacible expresión de suprema felicidad tan suya y que, dado el caso, resultaba un tanto desconcertante si tomamos en cuenta que el humo denso y blancuzco debía de estarle molestando muchísimo en los ojos.

 

 

De viva voz

¿Por qué escribes?

No me es posible separar la literatura de la vida. Escribo porque no tengo otra manera de mantenerme a flote en medio de circunstancias que por lo general son muy hostiles. Cada texto mío tuvo una función vital e irremplazable en el momento que surgió, vino a sostenerme en el vaivén lancinante de los días, detalle que el lector jamás conocerá, que posiblemente no le importaría, pero que -estoy segurísimo- intuye de alguna manera durante la lectura. ‘Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad’, dijo alguna vez Rainer María Rilke. En lo que a la mía concierne, no sé si es buena -tampoco me interesa-, pero sí ha nacido de una acuciante necesidad, de un pulseo titánico conmigo mismo y con los demás, y me siento largamente pagado por lo mucho que me divertí escribiéndola”.
(Declaraciones del autor)

 “La literatura es mi forma de vivir. No soy escritor por oficio o profesión. Soy escritor a vida completa: cuando me baño, cuando como, cuando respondo entrevistas... La literatura da sentido a las cosas, me protege de la porquería que nos rodea, hace que la vida sea llevable. Mis cariños y mis odios pasan por la literatura. Cuando sueño, sueño ficciones; cuando camino por la calle, voy convirtiendo en ficción lo que veo, y así puedo entender mejor las cosas.
 

“Trato de decirte que no uso la literatura, no espero que ella me conduzca a algún sitio. No estoy en ella para hacer dinero o para alcanzar prestigio. Te diré algo más, y por favor no lo divulgues: en el momento de escribir, los lectores me importan un carajo.
Lo verdaderamente importante es lo bien que me siento, lo mucho que me divierto armando ficciones, al extremo de que a veces realento a propósito el proceso de la escritura para gozarlo con más intensidad. En ese momento mi relación es con la literatura. Después sí; cuando el texto es publicado, los lectores se convierten en un actor fundamental: son ellos quienes me enseñan lo que realmente traté de decir mientras escribía. Y, si de paso a ellos también el libro les sirve de algo, pues aquí paz y en el cielo gloria. ¿Por qué escribo hoy? Por la misma razón que comencé a hacerlo cuando era un niño: porque me pican los dedos, porque escribir me hace torturantemente feliz”.
(Entrevista con León David).

¿Cuáles son los atributos que debe exhibir un cuento logrado?

Un texto narrativo es un sistema en el que actúan numerosos elementos concatenados, no siempre los mismos ni organizados de la misma manera, de acuerdo con cada autor y con los propósitos de cada obra. Pero eso es puro oficio, pura habilidad narrativa, que puede ser estudiada. El cuento, por su brevedad y efecto, ha sido hasta hoy una invitación para que teóricos y practicantes formulen reglas y normas en torno a su escritura y comprensión; pero ha sido también un género escurridizo y vital, que ha escapado a todas las definiciones. Más allá de las técnicas, hay un talento difícil de definir, un don que se posee o no para dotar al cuento de fuerza expresiva. He leído cuentos pésimamente escritos desde el punto de vista técnico y estilístico, pero que son piezas impactantes por su fuerza y vitalidad.

“¿Qué elemento sería decisivo en la estructura de un cuento? No pocos teóricos opinaron durante mucho tiempo que ese elemento era el narrador, la voz que conduce la historia. En este momento creo que en el cuento la mayor parte del éxito depende de lo convincente y profundo que pueda ser el personaje alrededor del cual se construye el argumento.”
(Entrevista con León David).
 

 ¿Crees que el ingenio popular y callejero, el humor de la gente, sin valorar otros tipos de incidentes, es también patrimonio de la literatura?

“La hibridez, la integración de elementos disímiles, la reinterpretación burlesca están en la esencia de nuestra cultura. Aunque muchos de nuestros intelectuales se nieguen a admitirlo, hace mucho vivimos en una realidad social donde la cultura artística, la cultura mediática y la cultura popular se funden indisolublemente y ya no es posible estudiarlas o movilizar sus instrumentos de aprehensión ignorando esos contactos e integraciones.
(Entrevista con
Luis González Ruisánchez).

 ¿Qué preparas?

 “Tengo terminado un libro de relatos largos (Tres, eran tres se llama) que está pautado para salir en mayo del año próximo. Para ese volumen se escribió ‘A. M.’, el relato que ganó en Casa de Teatro en 2001. He venido escribiendo un grupo de cuentos (hay como seis o siete a medio hacer y me tienen loco), que quizás alguna vez recoja en un volumen bajo el título de Cuentos tan simples.”
(Entrevista con
Luis González Ruisánchez).

 Noviembre de 2006

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