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Antonio Benìtez Rojo
(Foto tomada de: http://www.amherst.edu/~abenitezrojo/

 

Antonio Benítez Rojo: un mito demasiado humano

Las aguas turbulentas del río que la tormenta ha encabritado,
arrastran el cuerpo delgado de la flor; cauce abajo la destrozan
contra los riscos; quedan sus pedazos engarzados en las filosas
 lanzas de los árboles muertos, también destrozados, partidos,
en las orillas; y aplastan la existencia sutil de la belleza que
 la flor representa, en el fango pútrido de alguna laguna.

Cuando la primavera regresa, de alguna parte misteriosa de ese
 cuerpo arrastrado, destrozado, despedazado y aplastado
de la flor, surge otra flor
”.

Eso puede leerse en un bello poemario del clásico poeta tamil Ilanko Atikal. La anécdota es bien simple: nada pueden las fuerzas oscuras de la naturaleza, de la sociedad o del propio ser humano, contra el estallido natural, contra la fuerza de supervivencia de la belleza.

Así ha sido la vida de Antonio Benítez Rojo: una lucha silenciosa, tan natural como la de esa flor, porque nada le arrebate esa isla de la que nadie ha hablado tan profunda y certeramente como él lo hizo; una batalla contra el oscurantismo, contra las murallas sólidas de la intolerancia que abunda hoy en todas las orillas; pero consciente de que las armas únicas que jamás podrían ser derrotadas son las del arte y las letras nacidas del talento de los cubanos.

Bien se sabe ya: el territorio de las letras es el único sitio del espacio real o imaginado por la especie humana donde no mandan las leyes de esa raza que muchas manchas va dejando cada día en el ya largísimo camino de eso que llaman Humanidad, precisamente por la irracionalidad, el extremismo ciego y el egoísmo típico de la especie más racional que dicen haya habitado el planeta. La literatura, al decir del escritor peruano Mario Vargas Llosa, es, por ello, el territorio de la libertad.

Duele saber (¿y quién se atrevería a negarlo?) que alguna vez por esa intolerancia, por esos extremismos, por esa irracionalidad, el ya reconocido escritor Antonio Benítez Rojo, autor al menos de dos libros considerados hoy clásicos del género cuento en las letras cubanas, decidió abandonar su isla.

Duele saber (¿y quién se atrevería a negarlo?) que su respuesta a los intolerantes, a los extremistas y a los irracionales, fue llevarse a cada uno de sus nuevos hogares el mayor de sus tesoros: un concepto de cubanía, de insularidad y de caribeidad que pocos autores cubanos, de la isla y de otras latitudes, han logrado conservar intactos de los ataques siempre aplastantes, siempre aniquiladores de esa otredad enrarecedora del criterio de patria y de pertenencia que llamamos exilio.

Duele saber (¿y quién se atrevería a negarlo?) que igual que sucedió con la obra de muchos otros escritores cubanos que alguna vez decidieron irse al exilio o a otros países (por razones que, también, muchas veces no tenían causas políticas), la obra de Antonio Benítez Rojo fue eliminada de muchos estudios literarios de instituciones oficiales de la isla, de muchos eventos de crítica donde sus libros (o la referencia a éstos) debieron estar, de ciertos programas de estudios en distintos niveles donde (triste es decirlo) se estudian otras obras menores; en fin, que se ha intentado apagar esa creación literaria que lo ha convertido en uno de los nombres imprescindibles de las letras cubanas en toda su historia.

A este dossier, que había sido pensado simplemente como el homenaje de la editorial que ha publicado dos de los libros del Maestro, se le agrega la carga de dolor y vergüenza que significa que la muerte en días recientes de este escritor haya sido ignorada bochornosamente por la prensa cultural cubana de esta isla que nunca Antonio Benítez Rojo abandonó, aunque viviera en otros sitios.

Ni una nota. Ni una mínima mención. Y lo que es más bochornoso aún, la prohibición tácita de que publicaran algo sobre su muerte, cuando algunos intelectuales y periodistas honestos decidieron homenajear desde algún que otro espacio esa dolorosa pérdida.

Manteniendo el espíritu de la Colección Cultura Cubana (un espíritu de unidad en la pluralidad, de fraternidad, de tolerancia y de respeto a esos matices que enriquecen nuestra cultura), decidimos pedir opiniones sobre la obra y figura de Benítez Rojo a un grupo de escritores cubanos de distintas generaciones, residentes en la isla y en el exterior.  Por ello, aquí hay sólo una muestra de lo que piensan importantes escritores sobre esa obra y esa figura.      

Hemos visto, a lo largo de los años, la caída estrepitosa de ciertas zonas de esa muralla de la intolerancia, el extremismo, y la irracionalidad que se levantó delante de cientos de artistas e intelectuales cubanos, por razones bien conocidas por todos. La prueba de esa caída, la prueba de la derrota vergonzante de los intolerantes, los extremistas, los irracionales (que intentan fabricar un concepto cultural de Cuba vergonzante por excluyente, bochornoso por parcelario, indecente por manipulador) está en la publicación y difusión en Cuba, en los últimos diez años, de nombres de nuestras letras que fueron excomulgados en épocas recientes.

Dicho está: veremos el día en que el nombre de Antonio Benítez Rojo aparezca en las portadas de libros publicados, reeditados y vendidos, en Cuba, por editoriales de la isla, reconociéndole el derecho que tiene este escritor. Veremos, dicho está, una derrota más de quienes creen en la fuerza del río que arrastra, destroza y aplasta las cosas bellas.

Tristes, avergonzados, han de estar quienes se callan, se esconden o se pliegan ante hechos de intolerancia tal, de ceguera tal,  de extremismo tal que sabemos no comparten en tanto intelectuales, en tanto creadores y en tanto seres humanos de una sensibilidad especial.

Tristes, abochornados, están ya quienes mienten o intentan aplastar y excluir desde poltronas inquisitoriales que sabemos temporales a quienes hacen la cultura de un país con sus obvias y naturales opiniones distintas.

Tristes (y ojalá sinceramente arrepentidos) veremos bajar la cabeza a débiles, oportunistas, manipuladores, mentirosos, inquisidores, del mismo modo en que hemos visto, una y otra vez, cómo han bajado la cabeza, cómo han pedido perdón, cómo se han enredado en excusas increíbles, cómo se duelen del daño cometido, a los responsables de otras siniestras épocas y redadas de la intolerancia contra la cultura cubana, ese hermoso animal ya centenario, que ha sabido sacudirse de esas secuelas, igual que los animales más curtidos, más fuertes, se sacuden las sanguijuelas y las garrapatas.

La palabra de un hombre como Antonio Benítez Rojo, desde el territorio de la libertad que representan esos libros clásicos del cuento cubano, esas novelas esenciales, esos ensayos, esas conferencias; desde ese territorio mágico en que se convierte la vida y la obra de los hombres que alcanzan la categoría de mito, no logrará limitarse. He ahí la peor de las derrotas de quienes no acaban de aprender de una buena vez la lección que la historia del hombre le ha dado a esas fuerzas oscuras (que la mayoría de las veces suelen actuar esgrimiendo razones supuestamente honestas y justas): hoy, siglos y a veces milenios después, recordamos los nombres y las obras de quienes fueron reprimidos, de quienes lucharon contra los que intentaron apagar su obra y su palabra. De esos otros (intolerantes, extremistas, represores, oportunistas, inquisidores, sea cual fuere su responsabilidad en los actos intolerantes y represivos de entonces) no queda ni la obra ni el recuerdo.

¡Que Dios lo tenga en su justa gloria, Antonio Benítez Rojo!  Su obra humana, la de sus libros y su presencia en la Cultura del país, está aquí, en esa Cuba libre, íntima, indestructible que cada uno de los intelectuales cubanos defendemos.

Amir Valle,coordinador de la Colección Cultura Cubana.
Febrero de 2005.

 

Comentarios sobre su obra 

Conocía la obra de Antonio Benítez Rojo y era un autor muy querido y apreciado. Luego una amiga en común, la profesora Lorraine Roses, me habló de la vida y trayectoria de este hombre, de todo lo que padeció como inmigrante y de las tristezas a las que tuvo que sobreponerse. Me habló con tanto cariño de él, que sentí, más que admiración por su obra, afecto por el ser humano del que ella me hablaba. Finalmente pude conocerlo. Pero lamentablemente nos hicimos amigos el último año de su vida. Primero, nos vimos en el Congreso Internacional de Literatura, Lengua y Educación, en Ponce, Puerto Rico, al que fuimos invitados por distintas vías para dictar conferencias en distintos salones. Luego tuvimos un encuentro mucho más cercano en Wellesley College, Massachusetts, cuando ambos fuimos también invitados, pero en esta ocasión para hablar en el mismo salón y del mismo tema. Terminada la conferencia, cenamos, charlamos y quedamos en vernos en su casa o en la mía, en la editorial donde trabajo o en la Universidad donde él impartía clases... Montada en este tren vertiginoso del capitalismo, del que uno no sabe cómo bajarse mientras está en marcha, me sorprendió la noticia de su fallecimiento. El impacto fue muy grande y me quedé inmovilizada frente a la computadora, sin atreverme a abrir el mensaje cuyo título ya me resultaba inverosímil. Me escribía Lorraine, la gran amiga que permitió que nos conociéramos y que tanto lo quería. Intentaba ella explicarme lo inexplicable. Intentaba darme fuerzas sin fuerzas. Ambas estábamos suspendidas en el aire sin saber cómo hacernos cargo del dolor. Por fin me contó que lo había visto el día anterior en el hospital y que le leyó cuentos. Él había tenido una recaída y dormía. "Quién sabe, a lo mejor me escuchó, eran cuentos de autores cubanos, a él le gustaban", me dijo Lorraine. Yo me regresé a mi silla de la infancia, porque nunca sé comportarme como adulta ante la muerte. Lloré primero, escribí después, me lamenté de haber pospuesto aquella visita fraternal que él me hizo, abracé mentalmente a su esposa (gran mujer, compañera infatigable) y dije tonterías y absurdos, inútiles antídotos con los que uno pretende devolverle la vida a quien aprecia. Lo que más me duele es que Toni no tenía ningún plan, ni mediato ni inmediato, de morir. Hablaba de sus libros, me contaba que sólo otros dos amigos en común, Rafael Rojas y Eliseo Alberto, sabían de quién él hablaba en su novela "Mujer en traje de batalla". Mientras cenábamos en un carpenteriano saloncito de Wellesley College, intentamos armar de varias formas la Cuba rota de hoy, un ejercicio mental al que los cubanos nos hemos acostumbrado para sanar las heridas. Toni tenía muchos planes y muchos sueños y muchas metas y muchas cosas que contar y que compartir. Tenía tantos libros por escribir, que no le iban a alcanzar diez vidas sanas y extensas. Tenía además ganas de escribirlos, que es como
decir que tenía inmensas ganas de vivir. (Yanitzia Canetti, Estados Unidos). 

 

Algunos le llaman El Viejo. Otros El Maestro. Lo cierto es que Antonio Benítez Rojo es una cátedra en la narrativa cubana. También es cierto que se trata de una cátedra oculta. No fue el maestro popular. Sus libros, que en los años sesenta se publicaron con cierto entusiasmo, con el tiempo fueron perdiéndose entre los anaqueles de los vendedores de libros de uso. Muchos jóvenes narradores cubanos no lo han leído. Sus cuentos no son mencionados como relatos ejemplares. Sin embargo le llaman El Maestro. El Viejo, con todo el respeto que merece el patriarca de la tribu desde los tiempos memoriales. A veces ocurre así con los grandes. Es que sencillamente su grandeza los convierte en mitos. (Lorenzo Lunar, Cuba).

 

Yo era un adolescente cuando Antonio Benítez Rojo dio a conocer sus primeras obras, en la década de 1960. Y nunca olvidaré mi entusiasmo al leerlo. Sus libros de cuentos Tute de reyes y El escudo de hojas secas fueron importantes para mi generación. Más tarde, en el exilio, reafirmó su talento. La isla que se repite es uno de los ensayos más lúcidos y brillantes de toda nuestra literatura. Es una vergüenza que la prensa de Cuba no publicara la noticia de su muerte. (Carlos Victoria, Estados Unidos)

 

Conocí a Benítez --como siempre le decía-- en el acogedor hogar de mi admirado maestro español y suegro suyo Herminio Almendros (edificio Naroca, Línea y Paseo). Era una de esas mañanas de los ’70, cuando a mi entonces novia María Elena Espinosa (actriz) y a mí (recién graduado de la Escuela Nacional de Teatro), nos habían designado Directora y Subdirector de la ‘flamante’ Cátedra de Teatro Infantil  donde yo impartiría clases, por primera vez en Cuba, de Historia de la Literatura para Niños y Adolescentes, y ella (Malena, quien reside desde años atrás en Madrid), dirigiría espectáculos para la infancia con nuestros alumnos, en los que yo colaboraría como asesor. Recuerdo que también integraban la flamante Cátedra la actriz Elvira Cervera, la artista plástica y escenógrafa del grupo uruguayo El Galpón Susana Turiansky (desde antes residente en Cuba), el ya desaparecido constructor de títeres Rubén Uría y otros que luego fueron insertados por nosotros. Esa mañana se inició una fecunda amistad para el joven (que ya no soy) lector voraz (que sigo siendo) de Cortázar, Marechal, Borges, Macedonio... y estaba fascinado por dos libros de mi nuevo colegamigo que tanto había disfrutado por esos años: Tute de reyes (Premio Casa 1967) y El escudo de hojas secas (Premio UNEAC 1968). De ahí en adelante, nos vimos a menudo: yo, para charlar entusiasmado con el excelente narrador, y él, dadivoso con aquel joven tan interesado y conocedor de las letras argentinas. Al margen de todo eso, creo que Benítez aportó ya por esos años lo que luego seguiría creciendo entre nuestros narradores, sobre todo hoy: una nueva mirada sobre las cosas (a las que sabía hallarle el lado oscuro, para decirlo con Subiela), una visión oblicua que permite discernir que casi nunca lo demasiado recto es lo lógico. Discípulo del gran autor de Rayuela en su primer libro y de Cabrera Infante en el segundo, él supo como pocos asimilar esas huellas y enriquecerlas con su impronta novedosa, sagaz, tan suya. Creo que su muerte, cuando ya estaba desde años atrás escribiendo ensayos decisivos para una mejor comprensión del Caribe y de este lado del mundo, es, sin duda, una lamentable pérdida para nuestra ingente literatura, como la de esta América nuestra que dijera Martí. (Waldo González López, Cuba). 

 

A punto de cumplir los 74 años de edad, ha fallecido en el exilio en Estados Unidos el excelente escritor cubano Antonio Benítez Rojo. Para los que por la década de 1960 tratábamos de entrarle a la narrativa, sus libros de cuentos Tute de reyes, Premio Casa de las Américas 1967 (ya ven, esta institución, a veces, ha premiado libros excelentes) y El escudo de hojas secas, Premio de Cuento de la UNEAC del año siguiente, resultaron un nuevo aire en nuestro ajetreo autoformador. Este par de volúmenes rompía con el maniqueísmo que ya descollaba en nuestra cuentística, con la algazara “contenidista” que ya se veía venir. Eran, son, libros imprescindibles de nuestra historia literaria. Hoy, de la obra de ficción de Benítez Rojo, sigo prefiriendo el par de títulos citados –que, en varios aprendices de cuentistas de entonces, hicieron muy buen efecto de antídoto contra las picadas de la alabanza a ultranza que se iba poniendo en boga. Afirmar que la muerte de este autor deja un vacío en nuestras letras, me parece inexacto. Puesto que con su vida llenó un espacio luminoso de nuestra literatura, que ahí quedará.  Da vergüenza que en Cuba no se haya informado sobre su muerte. Mas, siempre será posible obviar ese instante que es una muerte, ¿pero cómo borrar lo que significó la vida que hubo de precederla?  (Félix Luis Viera, México). 

 

Lo primero que leí de Antonio Benítez rojo fue su novela juvenil El enigma de los esterlines. Recuerdo que mi padre me la trajo una tarde, yo tenía 12 años y me enfrenté al tomo con sentimientos encontrados: por un lado la avidez del lector compulsivo que soy ante un texto nuevo, que para más INRI trataba sobre mis adorados piratas y venía avalado por el sello del cohetito de la colección Aventuras de Gente Nueva. Por el otro, ¿un cubano escribiendo libros de piratas? no me olía bien. Pero esta singular novela donde se especula sobre la casi por completo desconocida vida de nuestro primer literato, Silvestre de Balboa, insertándolo en una conjura internacional con sociedades secretas y claves encriptadas que nada tiene que envidiara El código Da Vinci y que del mismo modo desemboca en nuestros días me impresionó tanto que todavía la releo a cada rato. Benítez Rojo me rompió en mil pedazos la imagen romántica que yo tenía de la piratería, para siempre y jamás. Luego, muy luego, mi amistad con Iván de la Nuez me llevó a oír hablar del otro Benítez Rojo, el sólido ensayista, el lúcido novelista y el objetivo analista de la cubanidad, el enigma del exilio, las disidencias y las ausencias y éxodos que tanto enredan la definición de cubano en estos tiempos. Porque Benítez rojo fue ante todo un cubano con todas las letras. Y ahora, al saber que ya no está, lamento todos los ensayos y serias novelas que le deben haber quedado en el tintero... pero, niño eterno que soy, lamento sobre todo que los Esterlines u otra enigmática sociedad pirata no navegue de nuevo por los mares de papel impulsada por el viento eterno de su fértil imaginación.
(José Miguel Sánchez,Yoss, Cuba
).

 

Antonio Benítez Rojo fue el segundo escritor famoso que  leyó mis cuentos. Lo conocí en Cienfuegos una tarde de mucha llovedera. Yo tenía 15 años y había escrito un cuento que a su vez había presentado en un Encuentro de Talleres Literarios en el que él era jurado. No recuerdo bien de qué se trataba pero sí que el personaje principal quería  tener el mundo como vivienda. Benítez Rojo mirándome fijamente me preguntó si había leído a Chejov. Cuando le contesté que no, movió la cabeza de un lado a  otro  y me dijo que en el  cuento  había una frase  que salvo ligeras variantes le parecía que había sido escrita por éste. Yo sonreí confundida porque realmente nunca lo había hecho y así se lo hice saber. Entonces el dijo: “Podría parecer un plagio y me alegra que no lo sea. De todas maneras, el cuento es muy malo, pero debes seguir escribiendo”. Muchos años después seguí encontrándomelo esporádicamente en la vida y en sus libros y alguna que otra vez me recordó la anécdota con aquella manera de reírse tan peculiar que tenía. Cuando alguien me envió la noticia de su muerte recordé la frase de Chejov: “El hombre necesita tres fanegas de tierra. No, el hombre, sino el cadáver. El hombre necesita la tierra entera.” (Claribel Terré Morell, Argentina).

 

Mi relación con Antonio Benítez Rojo fue de un modo exclusivo y definitivo. Yo nunca lo mencioné tanto excepto cuando casi toda Cuba fue mordida por dos palabras que recientemente han dejado de mencionarse en el discurso de la oficialidad y de la gente: “Período Especial”.

La historia que cuento es breve pero absoluta. En mi casa de Bayamo a cada rato chocaba (y sigo chocando) con su libro de cuentos Tute de Reyes. No sé cómo llegó a mi poder, pero ahí sigue el original de ese premio suyo Casa de las Américas 1967. Amante del cine como soy, preferentemente de esas obras donde arte, estética, calidad y buen gusto se dan la mano, asumí para entonces lo que se dice en jerga “la última película de fulanito de tal”. Tomás Gutiérrez Alea presentaba Los Sobrevivientes a principios de los 80, inspirado en la obra de Benítez Rojo que aún me sigue acosando desde cualquier rincón de mi hogar bayamés.  La historia de una familia (cubana) que llega al punto de comerse en una sopa las cenizas de uno de sus miembros, resulta un absurdo de sonado impacto acerca de la crisis que padecía aquel núcleo (tal vez la misma sociedad), condenado al encierro, buscando desesperadamente un halito de vida que los convirtiera en sobrevivientes de su propio enclaustramiento. Doce años después de su estreno (como si fuera una maldita profecía para Cuba) en mi casa estuvimos a punto de hacer algo parecido. Agotados todos los recursos de búsquedas y alternativas domesticas para no llegar a morirnos de hambre (literalmente dicho), mi madre utilizó una engañifa para contentarme el estómago. Cogió un plátano burro (único salvavidas de la región oriental en el año 1992) y  molió la cáscara  como si fuera picadillo de carne. Lo sazonó con lo que pudo y me lo presentó cual exquisito manjar de aquella época estrangulante. Lo devoré con el deleite de un niño frente a un helado, pero apenas terminé de lamer el plato, de los ojos de mi madre se escaparon dos gruesas lágrimas y dijo desplomada desde el mismo centro de su dolor: “Dios mío, le estoy dando de comer a mi hijo comida de puerco”. Entonces la calmé diciéndole: “No te preocupes, yo conozco a una familia que para sobrevivir, hicieron una sopa con los restos de su abuela”. El proteccionismo familiar de mi madre enseguida salió a flote: “Ave María, Budy, ¿quien puede hacer eso?”. Busqué mi Tute de Reyes y le dije emocionado: “Este señor, Antonio Benítez Rojo”. Mi madre no hizo a menos leerse el libro de pies a cabeza. Maestro, donde quiera que esté, gracias por enseñarnos el método de la supervivencia. (Enmanuel Castells, Cuba).

 

A Benítez Rojo no lo leo desde que era un adolescente (qué vergüenza decirlo: ya no lo soy desde hace más de veinte años), pero ¿cómo olvidar sus cuentos? Creo no lo he dicho nunca públicamente (muchas veces solemos olvidar cosas esenciales), pero quizá le debo a él (entre otros) mi fidelidad a la literatura.

Aquel verano (principios de los años ochenta)--cómo olvidarlo--yo andaba por ahí como un ángel famélico, sin siquiera sospechar dónde ni cuándo me había tocado existir, leyendo nada menos que Estatuas Sepultadas: ¿había algo más apropiado?
Recuerdo que me lo prestó un amigo con mucho misterio: "Cuidado que no te atrapen con esto en las manos", me había dicho enfáticamente. Así que todo fue perfecto: el misterioso jardín con el río Almendares como trasfondo,  mi virginidad (sexual, espiritual y de todas clases), la geografía, el tiempo y por último el ambiente clandestino con que debí acarrear el libro, hicieron de esa lectura una de las que más me han influido como escritor y también como ser humano.

No hace tanto leí que presentaba un nuevo libro. "Quizá venga a la feria de Frankfurt este año", recuerdo que pensé, mientras intentaba imaginar un posible encuentro con él. Por supuesto, ya no podré decirle las cosas que me hubiera gustado decirle, pero ¿cómo olvidar a Antonio?, aquel verano. (Jorge Luis Arzola, Alemania)

 

Un hombre es también los libros que escribe. A veces, las más, basta una sola obra. La lectura de Tute de reyes ha sido una experiencia tan perturbadora como asistir a la autopsia de un nacimiento. Putas devenidas milicianas, chulos descolocados, sicarios perseguidos por sus propios crímenes, burgueses sepultados por el cataclismo fundacional, la última victrola, el último cabaret, la persistencia de la aurora... No hay otras palabras para decirlo: no para siempre aquí; ha muerto un maestro. (Francisco García González, Cuba).

 

Conocí a Antonio Benítez Rojo en 1979. El mar de las lentejas me pareció decididamente la mejor novela cubana del momento y reflejé mi entusiasmo en una nota publicada en el periódico Vanguardia, de Santa Clara. La nota llegó a sus manos y auspició nuestro primer encuentro. Al descubrir mi interés por la literatura juvenil, Benítez Rojo me habló de un libro de aventuras que se publicaría al año siguiente, El enigma de los Esterlines, el cual sigue siendo lo mejor que se ha hecho en Cuba en su género.
La enorme cultura y la habilidad narrativa de Benítez Rojo le permitieron armar una ingeniosa historia de tesoro oculto cimentada en la misteriosa secta de los Esterlines y en el primer monumento de la literatura cubana, Espejo de paciencia. Introdujo así, por primera vez y con audacia raramente igualada, la intertextualidad en una novela cubana para chicos.

Alemania ha jugado un curioso papel en mi relación con Antonio Benítez Rojo. En este país me encuentro al producirse su muerte y al redactar estas líneas, y fue aquí que nuestro entrañable novelista inició su larga emigración. Benítez Rojo y yo habíamos acordado presentar El enigma de los Esterlines cuando volviera de Alemania. El regreso nunca se produjo y la presentación no pudo realizarse en la forma prevista. Estas líneas, 25 años después, cubren de alguna manera aquel desencuentro, ofreciéndome la posibilidad de hacer públicas mi gratitud y admiración por uno de los mayores talentos literarios del siglo XX cubano, y mi pena por su irreparable pérdida. (Joel Franz Rosell, Francia

 

A Antonio Benítez Rojo me habría gustado tratarlo personalmente. En lo que a sus cuentos se refiere, alcanzó a ser uno de los narradores cubanos verdaderamente modernos, porque defendía la idea de la pluralidad estilística y la desaparición de las marcas de autor en los textos. En ese sentido era un sabio, un mago de las simulaciones. Basta con leer Tute de Reyes, que es un libro casi prodigioso, o El escudo de hojas secas, donde la prosa se transforma en un organismo camaleónico al ejercer una maleabilidad proteica imposible de hallar hoy. Entre los escritores cubanos Benítez Rojo fue también, al menos para mí, el que más sabía del ritmo del cuento largo.  Y en lo personal nos tratamos como verdaderos amigos que nunca se han visto las caras. Leyó mi novela Fake minuciosamente y sobre ella me dijo cosas que me causaron sorpresa y alegría. (Alberto Garrandés, Cuba).

 

De Benítez Rojo aprendí, a partir de su prólogo a "Un siglo de relato latinoamericano" (Casa de las Américas, 1976), a entender la literatura, más allá de su fosforescencia momentánea, como un fenómeno de incesante acumulación, estructurado en capas y espirales múltiples donde psiquis, economía  e historia colinden creativamente. Aunque él se refiere brevemente a ello en los primeros párrafos de ese texto,  y lo demuestra mejor en la selección de los relatos, la intensidad de su mensaje metodológico y ético me abrió nuevas perspectivas para comprender las implicaciones del quehacer crítico y literario. En sus propios cuentos, por otra parte, se siente el peso de la Historia, pero esta no se ve, no se percibe como dogma o condicionante directo, lo cual da a su narrativa el misterio y la presencia de las piedras preciosas: brillantes, pero densas y milenarias en su configuración mineral. Para la literatura cubana, Benítez Rojo significa, entre cosas, la conciencia de nuestra condición caribeña; nadie como él ha cuestionado, como el que no quiere las cosas, las fantasías coloniales de la cultura cubana tan meticulosamente enmascaradas en metarrelatos poéticos y emancipadores de todas las estéticas y tendencias ideológicas. En ese sentido, la obra de Benítez Rojo es de impulso democrático y por ello sumamente productiva en todas las esferas de la vida social. (Jesús Jambrina, Estados Unidos). 

 

Era una adolescente cuando leí Estatuas sepultadas. Nunca olvidé ese cuento, y  es una de las obras literarias cubanas que más ha influido en mi escritura, de una manera subliminal, subconsciente casi, como esas semillas que se esconden en el vientre de la tierra y van germinando en el silencio de la oscuridad.  Ahora me doy cuenta que tengo mucho que decir sobre Benítez y que jamás lo he hecho. No puede ser aquí, desde luego. Solo diré que lo considero uno de nuestros grandes escritores y uno de nuestros  raros, apretando filas con Ezequiel Vieta, Miguel Collazo, Garrandés y otros, no muchos. Es un transgresor del tiempo-espacio real, una de esas plumas poco comunes que poseen un don especial para cruzar al otro lado del espejo, donde la percepción fluye distintamente. Y entiendo que escribir buena literatura fantástica no basta ni con mucho para insertar a alguien en esta categoría de elegidos. Esa suspensión casi helada del tiempo, ese olor a fría materia astral que recuerda  desolados dominios saturnales, la he sentido también en Onoloria, de Collazo, en Isabeau, de Garrandés, y he intentado desesperadamente apresarla, condensarla en alguno de mis relatos. Pero con respecto a la realidad,  Benítez me ha jugado una última travesura, burlona y paradójica tal vez: si bien es cierto que mi escritor preferido cubano es, y creo siempre será, Carpentier, no es menos cierto que quien ha sembrado en mí la duda más inquietante (en el tema de la vida) ha sido Benítez. A Carpentier lo he seguido mansamente, como un paje a su amo genial, identificándome en todo con él, adhiriéndomele como un mineral, diluyéndome en su visión del Caribe…, en fin, con la fe y la absoluta placidez que inspiran la admiración más rendida y el más perfecto goce estético. Sin embargo, un párrafo de una entrevista hecha a Benítez, donde este expone su concepto de caribeidad, bastó para hacer astillas mi  tranquilidad espiritual con respecto a mi identidad caribeña: Benítez afirma:  “…Yo creo que la identidad es producto del deseo… Hay semejanzas evidentes en todo el Caribe, pero hay que tener elementos de juicio: tú no serías colombiano si no te han enseñado a ser colombiano… Mucha gente nació en el Caribe pero no es caribeña, no tienen el sentido ni el sentimiento de la caribeidad”. Tanto Carpentier como Benítez parecen llevar el Caribe en el corazón, pero ambos conocían muy bien ese ámbito, lo habían viajado una y otra vez, lo habían habitado. Yo ni siquiera he podido viajar a nuestras provincias orientales. Cuando escribí sobre la construcción de la ciudadela La Ferriere en mi relato Monsieur de París, estaba recreando el episodio a través de los ojos de Alejo, no de los míos, porque yo, y me duele profundamente que así sea, jamás he visto más Caribe que el de nuestras playas de la costa norte. ¿Me ha enseñado alguien a ser caribeña? ¿Por qué no tengo entonces la alegría y la fuerza…, por qué no puedo reproducir en mi propio cuerpo el ritmo de nuestras danzas, de nuestras olas…; por qué y por qué  tantas contradicciones y carencias que nunca he comprendido bien de mí misma?. ¡Ah, qué terrible percibir oscuramente que a la niña que tanto le fascinaban los piratas y las antiguas fortalezas de La Habana Vieja, algo le ha escamoteado el Caribe, y que esas palabras de Benítez podrían encerrarme también a mí entre barrotes que mutilan duramente el alma! Ya me lo reprochaba yo desde mi infancia, sin  acceder a una entera comprensión del fenómeno, como una culpa secreta de esas que no se confiesan ni a Dios. La muerte de Benítez me ha dejado doble dolor: porque ya no volverá a escribir, y porque después de haber leído esa entrevista, ya nunca volveré a estar segura de saber qué soy, quién soy ni a dónde realmente pertenezco. Él me ha legado una dosis de rabia. (Gina Picart Baluja, Cuba).

  

Casi siempre que algún escritor o periodista interesado en la literatura me conoce, y que, de alguna manera, sale a relucir el hecho de que en una época trabajé en la Casa de las Américas, lo primero que me pregunta —antes de interesarse en saber en qué yo hacía allí o en cómo funcionaba el Centro de Investigaciones Literarias (CIL) y otras tantas cuestiones de índole política o extraliterarias— es el hecho de si conocí a Antonio Benítez Rojo. Y, claro, confieso que me complace esta pregunta, porque modestia aparte, me da satisfacción y orgullo, tanto en lo humano como en lo profesional, de decir que sí lo conocí personalmente, cuando Benítez Rojo fue, primero, director de la Editorial de esa institución, y después el director del Centro de Estudios del Caribe. Pero más que por su profesionalidad, le he admirado por su manera de ser sencilla, por su extraordinaria narrativa y por su decisión de irse de Cuba —quizás, y esto es pura especulación lógica de mi parte, pero que muy bien pudo estar en el peso de su decisión— para no sentirse ligado, de alguna manera, a la situación de oprobio y horror que el gobierno había creado con sus turbas paramilitares contra las miles de personas que querían salir de la isla, primero, mediante Perú, y después por el puerto del Mariel.

Aunque sólo conversábamos de pasada, o cuando le consultaba acerca de alguna investigación del momento (porque Benítez Rojo contaba con una erudición asombrosa y una postura abierta a cualquier tipo de ayuda o apoyo intelectual), nunca dejé de sentir su amabilidad campechana y su sabiduría —pues si descubría errores o discrepaba de algún criterio en el trabajo o investigación presentada, él se las arreglaba para minimizarlos aun cuando daba su parecer, y con ello hacía que la consulta fluyera con la naturalidad que deben tener los buenos consejos.

Así las cosas, uno de los mejores recuerdos que tengo de él fue la tarde —de un día cualquiera de 1980, antes de los mencionados sucesos del Perú y del Mariel— en que llegó al CIL y se puso a charlar con los que estábamos allí de una manera amistosa y coloquial. Recuerdo que se sentó sobre un escritorio que no ocupaba nadie. Y si mi memoria no me falla, la conversación comenzó con cosas del momento, en las que hablábamos de algún chisme o novedad literarios, supongo asimismo que de algún aspecto de investigación o asunto extraliterario que nos interesaba a todos. Al pasar un rato, sin darnos cuenta, el hilo de las palabras se fue corriendo hacia otros asuntos de la literatura latinoamericana, creo que más de gustos personales, y nos vimos de pronto resaltando figuras de la narrativa fantástica.

No dudo que aquella vez mencionáramos la diferencia entre el realismo mágico (con su modelo que en aquel entonces, y siempre, ha sido García Márquez) y lo real maravilloso de Alejo Carpentier, tema que me consta a él le fascinaba. No dudo tampoco que hubiéramos estado hablando de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, de Virgilio Piñera y de Lezama Lima, y también posiblemente, claro, tengo la impresión de que nos detuvimos un buen rato en Filisberto Hernández, el cuentista uruguayo que nos encantaba a él y a todos, fundamentalmente por sus libros Nadie encendía las lámparas (relatos, 1947) y Las Hortensias (noveleta, 1949), y que a Benítez le atraían principalmente porque Filisberto, con un gran desenfado, le daba vida a los objetos y a los muebles (convirtiéndolos de naturaleza muerta, supuestamente extrañas, en elementos vivos y bien humanizados), así como posturas y situaciones surrealistas y absurdas del discurso en las situaciones de relatos que partían del drama real de la vida para el narrador uruguayo. Era, como habría dicho alguien, el perfecto equilibrio entre la memoria y la fantasía.

En esa conversación empecé a percatarme de que lo fantástico resultaba ser algo bien importante en Antonio Benítez Rojo, que le maravillaba (valga la redundancia) lo maravilloso carpenteriano, el Caribe, los piratas, la historia de la conquista. Todas estos aspectos los acababa de desarrollar de una manera crucial para la literatura latinoamericana en su reciente novela para aquel entonces de El mar de las lentejas (1979); una novela que comienza el ciclo de una zaga por explicar el Caribe desde una visión del mundo de un grupo cultural muy particular como lo fueron Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Alvaro Mutis, Guillermo Cabrera Infante y el mismo José Lezama Lima, entre otros. Pero además, lo fantástico, el deslumbramiento, lo histórico no venían a ser nada ajeno, sino que formaban parte de la naturaleza de Benítez Rojo, de su contexto diario; de modo que la erudición en su plática era un resorte importante de su forma de ser afable y jovial pero con la genialidad de lo mágico; cualquier idea, recuerdo, hecho real o inventado se transformaba en él en un encantamiento de narrativa oral muy sui generis que, de hecho esa vez, también lo pude constatar. Por ello, el centro de mi anécdota, sin irme más por las ramas, es que esa tarde Benítez empezó a contarnos una historia “real”, según nos aseguró: “Muy real”, repitió, y que le había acontecido en su casa, una breve historia que nos sorprendió a todos por el carácter confesional y serio que le imprimió.

En fin, el caso fue que repentinamente puso una cara de asombro ante todos los que allí estábamos, abrió mucho más sus grandes ojos, y comenzó a hablar sobre una esferita de cristal con la que él ya vivía en su casa; una bolita pequeña, bien cristalina, que ahora no recuerdo si tenía colores o era transparente, según dijera, pero que sí se le apareció un día en la sala, rodando por el piso, para que él la descubriera como un objeto-fenómeno (quizás de ilusión óptica) muy nuevo, jamás visto.

Creo que nos dijo que la esferita pasó rodando por entre sus piernas y producía un zumbido fino de cristal que se friccionaba en el mosaico sin molestar a los oídos; después se acercaba por delante para retirarse hasta perderse entre unos muebles. Lo primero que él hizo fue buscar por la casa a ver si alguien la había traído y echado a rodar. Pero no, estaba solo. “Nadie podía haberlo hecho… Bueno…”, dijo. Y yo pienso que, al decir eso, se acordó del relato de Filisberto, en el que “Nadie encendía las lámparas”. Además, el movimiento que realizaba la canica era explícitamente autónomo, como que la fuerza que la impulsaba y dirigía venía de algo o de alguien invisible. De modo que no la buscó más porque tenía el presentimiento de que volvería a aparecer por sí misma.

Cuando menos lo esperaba, en la tarde de ese día, más o menos una hora después, la esferita surgió por detrás de él para darle la vuelta; y ahora traía una especie de luminosidad mínima pero intensa, y con la característica de que iba dejando una breve estela que en unos segundos se deshacía y rehacía.

La esferita, bolita o canica luminosa estuvo girando a su alrededor en círculos perfectos, y él estaba ya tan atónito que ni siquiera se movía. Aquello duró unos tres minutos en los que sus ojos se iban de un lado a otro (y nos hizo el gesto para que supiéramos cuán impresionado estaba), hasta que cayó en cuenta de que la luminosidad lo iba envolviendo y le producía una paz y una seguridad como nunca había sentido.

Al fin, la bolita se fue hacia una pared y rebotó y volvió a chocar, siempre dejando su estela, y como si empezara una danza se puso a dar salticos y a rebotar en las paredes, aparentemente para llamarle la atención.

Entonces a Benítez se le ocurrió pensar, más allá de lo que podría decirle un relato de Filisberto, en que aquella esferita tenía su vida propia y muy particular, que simplemente era el medio de comunicación de un ser de otra naturaleza. Y aquí, en el silencio de nuestra atención, él nos fue mirando a todos y cada uno con la fijeza de su verdad, transmitiéndonos un convencimiento que parecía ser mental, de algo muy sensible que de seguro tuvimos que sentir todos, y que yo aún no puedo explicar, sino sólo decir que en aquellos momentos y ahora siempre le creí.

De esa manera estuvo callado alrededor de un minuto, y ninguno de nosotros tampoco habló. De momento continuó con su seriedad natural. Y preguntó: “¿Eres un espíritu?”, y levantó los brazos como para que nosotros supiéramos que él afirmaba lo que le había preguntado a la esferita… Y ésta se puso a rebotar en las paredes, y llegó a dar saltos más grandes hasta que de pronto se detuvo y quedó totalmente estática. Entonces Benítez nos explicó que ése fue el momento en que sintió un fuerte estremecimiento, a modo de un corrientazo en su estómago y espalda… No obstante, superó el temor, y gracias a la velocidad de su imaginación, en segundos discurrió un método para comunicarse con el espíritu: “Yo te voy a hacer preguntas en forma de respuestas”, le ofreció a la canica. “Y tú me contestas, con un salto para la negación y con dos saltos, o varios, según sea en intensidad, para la afirmación, ¿aceptas?”… Y ella, la bolita, la esferita o el espíritu de la canica, no sé, dio varios saltos, como que le había gustado el juego del y el no“Y yo también me puse contento —creo que nos dijo Benítez—, y me pasé buena parte de la noche preguntándole a la esferita y respondiéndome yo mismo”, afirmó.

“¿Esferita mágica tú crees que yo pueda…?... Bueno…”. Aquí se detuvo, nos volvió a mirar a todos a los ojos, y en dos segundos más nos espetó: “Esto quedará para alguna vez, en el futuro… Por ahora, las cosas que le pregunté son un secreto. Quién sabe en otro momento pueda decirles algo…”, y lo declaró así, de una manera rotunda, con una media sonrisa, cierto, pero también con sus ojos mucho más agrandados que antes y mirando fijo hacia un punto distante de nosotros. Su rostro ahora era la señal de un serio asombro. De este modo, rompió su postura de yoga, se bajó del escritorio sobre el que había estado sentado y nos dijo de una forma coloquial: “Bien, nos vemos mañana, amigos”, y se marchó.

Todos quedamos perplejos (bueno, al menos yo), posiblemente igual que le sucedió a él cuando se le apareció la esferita. Nos miramos con el desconcierto en los rostros que impone el hecho de una interrupción que no nos permite conocer el final, si acaso imaginarlo. En Cuba muchas cosas hay que imaginarlas. Pero yo, como todos, quedé con deseos de pedirle que, por favor, continuara. No obstante, por encima de cualquier otro sentimiento, supongo que los demás y yo mismo tuvimos, a pesar del suspenso, un profundo sentido de agradecimiento.   

Al poco tiempo hizo un viaje a Francia y desapareció. Fue en los días posteriores a los sucesos de la embajada del Perú en La Habana, donde alrededor de 10 mil o más personas se hacinaron en el patio de la sede diplomática intentando salir de la isla mediante ese país sudamericano; y creo que su viaje a Francia lo llevó a cabo en los días en que ya se daba el éxodo del Mariel, cuando las turbas oficialistas tomaban las calles para aterrorizar a los que se iban.

De acuerdo con versiones (chismes o bolas de otro tipo) que corrieron, él se había ido de París solo en un tren hacia Alemania, donde se hubo de adentrar en la Selva Negra, y al cabo de un tiempo se supo que había pasado a los Estados Unidos. (Manuel Gayol, Estados Unidos).

 

De Antonio Benítez Rojo no olvidaré jamás su cuento “Estatuas sepultadas”, verdaderamente extraordinario.

Me gustaría que esa historia de desolación y muerte no fuera olvidada por ningún lector ni crítico, como hizo injustamente Padura en El submarino amarillo y han hecho otros en otras antologías que el tiempo descabezará.

Considero su libro Tute de reyes a la altura de Los años duros y Condenados de Condado, dos que se robaron el showcito de la crítica y de nuestra pésima historiografía literaria por razones (sobre todo) extraliterarias (como casi siempre sucede) con aquello de “la narrativa de la violencia” y otras tonterías que nadie podrá descabezar porque nacieron descabezadas.

Puede que Tute de reyes sea mayor todavía que ambos.No me tocará a mí decirlo. No he leído sus ensayos ni su última novela. No sé si llegue a leerlos algún día.

Pero he leído todos sus cuentos, incluyendo los de Paso de los vientos, y merecen una suerte mucho mejor que la del destierro y la desmemoria. (Michael H. Miranda, Cuba). 

 

“Los sobrevivientes” marcó mi adolescencia y luego, por su simbolismo, fue tomando significados diversos en la medida que me adentré con amor y espíritu en el existencialismo del pasado siglo. El guión que escribiera Benítez Rojo para el filme, superó con creces el cuento que le sirvió de inspiración y fue la puerta que me permitió adentrarme en su obra. Junto a Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, este autor de formación económico, continuó la línea de ascenso de la literatura de la isla cuando parecía que ya estaba dicho todo. Su desaparición física me sorprende en momentos que “Mujer en traje de batalla”, ensalza su nombre a nivel internacional. A la altura de las grandes novelas históricas y con una fuerte dosis de sincretismo de estilos, esta obra se convierte en colofón de su creación artística la cual deja como legado para Cuba y para el mundo. (Miguel Ángel Fraga, Suecia).

 

Antonio Benitez Rojo fue uno de los primeros cuentistas que descubrí en mis inicios, cuando me di cuenta que al menos podía intentar ser escritor. Sobre todo el cuento "Estatuas sepultadas" me deslumbró, fundamentalmente por su prosa, y no pude resistir la tentación de releerlo infinidad de veces. Los cuentos de Antonio Benitez Rojo son una lectura imprescindible para los jóvenes narradores cubanos. (Delis Gamboa Gobiella, Cuba).

 

Siempre admiré a Benitez Rojo, porque siendo cubano, enseñaba en Amherst College, Massachusetts: el mundo de Emily Dickinson. Esta mezcla extraña de mundos y culturas, fue su visión.En su obra literaria, Benitez Rojo nos dió el  contexto de que el hombre era un compendio de geografía y de esencia; que esta última emanaba de un estado de conciencia que jugaba con escenarios y descubrimientos que se entrelazaban para darnos una teoría de la existencia.

La pureza telúrica de su obra consistía en ver los potenciales de la realidad: gran labor de escritor y honor para Cuba. (Maya Islas, Estados Unidos).

 

Cazar una mariposa dorada inesperadamente debe haber llevado a Antonio Benítez a saltar fuera de la realidad, como sucediera hace tanto con los personajes de su inolvidable Tute de Reyes, como hizo él mismo más de una vez, tramando ese y otros libros que lo ubican definitivamente entre lo mejor y más opuesto al gris en la narrativa cubana. No fue menos riguroso como soñador si aceptó también el frío para rondar la muerte y la literatura. Nombres de lugares quizás demasiado extraños para mí van punteando el mapa de nuestra literatura, el de la muerte, concisa, una de las pocas cosas que a veces podemos elegir aunque parezca que no. Lega el abrigo de su obra, un Escudo de hojas secas, imprescindible para continuar. Hasta donde lo he podido seguir, leer, agradeceré siempre el alimento de un lenguaje preciso, fina sensibilidad, y cómo mantuvo instinto peculiar para captar la psicología del hombre en trances difíciles, escenas interiores, penumbras, en un país donde a veces nos hemos reñido tanto con la intimidad.
(
Francis Sánchez, Cuba).



El Caribe está de luto por la pérdida irreparable de uno de sus más fieles intérpretes: Antonio Benítez Rojo. No lo estamos menos los que tuvimos la suerte de conocerlo y disfrutar de su amistad. Imposible olvidar su enorme vitalidad y gusto por la vida, que nos hacía creer que vivía cada día como si fuese el último.  

Igualmente impresionante era su vasta cultura. Aún recuerdo una tarde de simposios cuando Eloísa Lezama, que lo acababa de oír por primera vez, nos decía emocionada que había escuchado a un hombre tan culto como su hermano. No podía creer lo que oía: era la primera vez que la veneración que Eloísa sentía por su hermano permitía tal asociación.  

Y es que los más disímiles temas eran parte del su interés fáustico: la alquimia, la literatura fantástica, la novela inglesa, los relatos de viajeros, África e Indoamérica, la música, la economía, la teoría del Caos, la cosmología; imposible seguir en este corto espacio. Como buen caribeño, su apetito por la cultura era barroco, acéntrico; fácilmente perceptible en ese afán de ‘summa’ y en la coexistencia de diferentes discursos y lecturas aparentemente contradictorias. Cultura semejante a ese texto del Caribe que tan acertadamente definió, a partir de la teoría del Caos, en uno de los ensayos más contundentes e imaginativos que se haya escrito sobre el meta-archipiélago caribeño: La isla que se repite. Sin embargo, a pesar de su éxito como ensayista, Benítez Rojo quería que lo recordasen como escritor de ficción. Deja como evidencia de su arte y pasión por la literatura, varias antologías de cuentos, cuatro novelas y una quinta tal vez inconclusa.  

Sus dotes de fabulador eran evidentes, asimismo, en el relato oral. Cómo olvidar su talento y gracia para contar anécdotas sobre sucesos que le habían ocurrido a él o a sus amigos y que tánto nos hacían reír; o relatarnos con entusiasmo la trama de una novela que estaba escribiendo. Al salir publicada Mujer en traje de batalla descubrí, con asombro, que casi realizaba una segunda lectura. 

Y ese humor tan cubano, tan habanero que lo caracterizaba… Y no es que la vida no le hubiese asignado su cuota de dolor. Al contrario. Sólo que como buen caribeño había aprendido a conjurar el apocalipsis.  Se pierde con su partida una cierta manera de hablar, de gesticular, de percibir y disfrutar la vida, que es representativa de los habaneros de su generación. Su mirada pícara y franca risa, su simpatía, además de una ausencia total de afectación, permanecerán siempre en la memoria de todos los que lo conocimos en esta isla también en fuga, Puerto Rico, donde tantos afectos sembró.  

Por una de esas jugarretas del azar concurrente, Antonio Benítez Rojo inició su gran viaje cercano al día de Reyes.  De ser la partida irremediable, qué mejor día para recordarlo con alegría que la efemérides de nuestros queridos magos.  Hasta el final quizo ser consecuente con sus actos y con la consagración del Caribe. (Rita Molinero, Puerto Rico).

Para leer

»"La flauta rota", del libro Paso de los Vientos


De viva voz
 

¿Cuál es el origen de su libro más reciente?
 
 Soy un investigador del Caribe, y hace como 25 años, leyendo sobre la historia de Santiago de Cuba, encontré una crónica escrita por Emilio Bacardí sobre un juicio que se le hizo en 1823 a Henriette Faber por haberse casado con otra mujer. Allí, en sus declaraciones, ella contaba su vida: por qué se había tenido que vestir de hombre, sus estudios de medicina en París, su participación en las guerras con Napoleón, su llegada a Cuba, etcétera. Siempre pensé que aquello era una novela en perspectiva. Pero no fui yo el único que vio esa posibilidad. Un autor cubano del siglo pasado, Francisco Calcagno, hizo una novela inspirada en el tema, que se titula Un casamiento misterioso y es malísima. Después, leí tres o cuatro artículos más sobre el personaje. Lo interesante es que cuando esta Henriette fue deportada de Cuba y llegó a Nueva Orleans, se le pierde el rastro por completo. No hay más información sobre ella. Cuando me fui de Cuba y entré en el mundo académico estadounidense, hice La isla que se repite, una colección de ensayos sobre el Caribe. Y, finalmente, después de terminar un libro de cuentos, me di cuenta de que era el momento de escribir esta novela que llevaba 25 años en mi cabeza. 

¿Qué tiempo le tomó escribirla?


La escritura no fue larga. Son setecientas y pico de páginas, y las escribí en un año. Pero la investigación me tomó alrededor de dos años. Fui a París para averiguar cómo era la vida de un estudiante de medicina en aquella época, dónde podía vivir, las modas que se usaban. Después tuve que visitar el Museo de los Inválidos para ver los uniformes y las armas de la época revolucionaria y napoleónica. Me gusta ver las casas; los ropas, tanto el género como el color de las telas que se usaban en su confección, y esos detalles es muy difícil encontrarlos en los libros. También estuve en Nueva Orléans tratando, infructuosamente, de encontrar huellas de Henriette Faber. Todo eso me llevó mi tiempo y, además de mi tiempo, mi dinero, porque no era una simple investigación de biblioteca. Finalmente –y esto le pasa siempre a todos los novelistas que escriben novelas históricas, quienes en un momento dado tienen la ilusión de que han “atrapado” ese mundo– supe que había acabado la investigación y empecé a escribir. 

¿Reconoce influencias en su Mujer en traje de batalla?

De autores, no de obras. Me inspiré en modelos; no es que los copiara, sino que me daban una idea literaria de lo que se podía hacer dentro de ese tipo de narrativa. Tolstoi, por supuesto; también, en cierta medida, las novelas de Víctor Hugo y Balzac. 

¿Cómo se relaciona esta novela con su producción anterior?
 
Mis dos primeros libros, Tute de Reyes y El escudo de hojas secas, transcurren en Cuba, pero en ellos hay problemáticas que pueden identificarse como caribeñas y no sólo como cubanas. Ese es el caso del cuento “La tierra y el cielo”, protagonizado por haitianos cortadores de caña. Yo siempre he estado muy vinculado con el mundo del Caribe, pues los seis primeros años de mi vida los pasé trasladándome con mi madre de Panamá a La Habana. Para mí, las fortalezas, los piratas, los corsarios, todo ese universo, siempre ha sido muy importante. Así que, poco a poco, me fui metiendo como escritor en la literatura y en la historia del Caribe y nació en mí la idea de escribir una trilogía sobre esta región. La primera obra de ese proyecto fue El mar de las lentejas, que es una novela introductoria al universo caribeño. Después escribí los ensayos de La isla que se repite para explicar la cultura y la historia de esta área geográfica y luego abordé los horrores de las islas del Caribe, su violencia, en Paso de los vientos, un libro de cuentos ambientados en distintos momentos históricos. Mujer en traje de batalla se abre a Europa, pero sin romper con Cuba y el Caribe. Mi próxima novela se va a llamar Morro Castle, que fue el nombre de un barco que se incendió en medio del mar, y trata del vínculo estrecho que existía entre La Habana y Nueva York en los años 1930.

Fuente:
Sergio Andricaín: “Retrato de un novelista en traje de batalla”. Red Literaria
http://www.red-literaria.com/Entrevista_AntonioBenitez.htm [Consulta: 10 de diciembre de 2005].


»Lea la presentación de Paso de los Vientos
 

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