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En el Tintero / Archivo

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La noche de las Pascuas Sangrientas Tello estaba en la calle, recorriendo los clubes, el Liceo, la Colonia y cualquier lugar donde hubiese festejo y pudiese encontrar clientes. Eulalia tuvo las primeras noticias de lo sucedido por el lechero y corrió al cuarto de Tello para comprobar con desesperación que la cama estaba vacía. Convencida de que la desgracia los había alcanzado, despertó a todos desgajada en llanto (vuelta a lo Sara García, qué influencia tenía en mí el cine mexicano). Alfonso comenzó a vestirse apresuradamente para salir a hacer las averiguaciones, pero José lo interrumpió con su aviso:

            —Aquí está, papá, ya llegó.

            En efecto, Tello hacía entrada, pálido, serio, ausente, la mano derecha apretando con fuerza contra su costado la cámara fotográfica. No respondió a ninguna pregunta, atravesó la casa como si nadie existiera a su alrededor y fue a encerrarse en el cobertizo del patio, transformado por él en cuarto oscuro. Pasada la conmoción, Alfonso suspiró:

            —No le pasó nada. Vamos a desayunar.

            —Gracias a Dios -murmuró Eulalia y se fue a la cocina.

            Después del desayuno, José comenzó a frotar y guardar en sus estuches los cubiertos de plata que habían utilizado la noche anterior en la cena de Nochebuena, compartida con Virginia y Fernando, y que no volverían a tocarse hasta el fin de año. Enna y Eulalia observaban con temor su ceño fruncido, la tensión de sus labios, la violencia de sus movimientos y esperaban. Faltaban sólo las cucharitas de postre por ser colocadas en sus lugares, cuando José no pudo más y salió del comedor como un bólido hacia el patio (al menos no puse como un cohete). La vieron empujar con tanta fuerza la puerta del cobertizo que el pestillo interior saltó. Corrieron entonces, pero antes de que llegaran la propia José cerró nuevamente y sólo pudieron escuchar su voz.

            —No te voy a dejar hacerlo. Ni un muerto más en esta familia. Y menos tú.

            No hubo respuesta de Tello, sólo ruidos no muy discernibles y de pronto la puerta volvió a abrirse y José apareció llevando en las manos un montón de negativos recién revelados; detrás podía verse a Tello sentado en su banqueta, la cabeza recostada a la pared de tablas, los ojos cerrados. José caminó hasta el centro del patio, echó allí las películas y fue a la cocina. Volvió de inmediato con alcohol y fósforos. Enna y Eulalia pudieron apenas entrever imágenes confusas que fueron devoradas por el fuego en cuestión de segundos. Enna fue a arrodillarse al lado de Tello, intentó acariciarlo sin decidirse a hacerlo finalmente. El abrió los ojos y la miró con tristeza, con la amargura de la impotencia. La figura y la voz de José ocuparon la puerta.

            —Y no sales hoy, ni mañana, ni ningún día, hasta que todo se calme.

            —Nada se va a calmar, José, se va a poner peor.

            —Pues tú te mantienes fuera, ¡por la memoria de mamá!

            Tello no respondió y José vivió desde entonces en un perpetuo sobresalto. Al parecer todo había retomado su curso normal en los horarios y actividades de los de la casa, pero continuamente se deslizaba la inquietud en las noticias y comentarios. Agustín regresó de un viaje a Santiago cargado de informes alarmantes sobre los alzados de la Sierra y la agitación en la ciudad. Tello seguía su labor de fotógrafo ambulante y parecía haber olvidado el incidente, pero había puesto un nuevo pestillo, más seguro, a la puerta del cobertizo y a veces se encerraba allí con un par de jóvenes a quienes llamaba sus ayudantes. Uno era de Holguín y José conocía incluso a su familia, pero el otro era un mulato de ojos claros de quien no se sabía nada. Llegó a descuidar su trabajo en la farmacia por espiar a su hermano, pero no logró sacar nada en limpio. Enna, en cambio, era admitida en el cuarto oscuro en cualquier momento y se mantenía muy despreocupada y alegre.

            — ¿De qué hablan cuando están los tres juntos? -le preguntó José un día.

            —De fotografía -respondió Enna con perfecta inocencia.

            José apenas dormía, siempre a la espera de la llegada de Tello de la calle, siempre a la escucha de cualquier ruido desacostumbrado. Una madrugada le pareció sentir pasos en el patio y salió a ver qué pasaba. Sólo encontró sombras. Se disponía a registrar todos los rincones cuando Agustín la llamó desde la puerta de la cocina, había regresado esa tarde de uno de sus viajes y se había acostado temprano; al parecer, el hecho de haber dormido ya muchas horas lo hizo despertarse al notar la falta de su mujer en la cama.

            — ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

            —Oí pasos.

El vino hasta ella y la abrazó, estaban a mediados de abril y aún hacía frío y José sólo tenía puesto el camisón de algodón.

            —Te vas a volver loca, tienes que descansar.

            Ella no soportó más la tensión y casi se echó a llorar sobre su hombro. Se dejó conducir hasta la cama y, por primera vez desde su matrimonio, hicieron el amor a destiempo, sin seguir el prolijo ritual de aseo previo y largos prolegómenos de caricias torpes e inciertas. Hicieron el amor sencilla y directamente, y tal vez por eso concibieron un hijo esa noche (no creo que a mamá le gustaría leer esto tampoco, pero es la única manera en que puedo imaginármelo).

            José tuvo entonces un breve período de relajamiento, un decirse a sí misma que estaba exagerando y debía volver a la normalidad. Sólo le duró un par de semanas. Acababa de llegar de la farmacia cuando oyó a un vehículo detenerse frente a la puerta y escuchó los toques. Al abrir se encontró un jeep militar y un soldado o suboficial -qué sabía ella- que preguntaba muy correctamente por el señor Tello Castells.

            —No sé si estará en la casa -le dijo-. Acabo de entrar. ¿Para qué lo quieren?

            —Dígale que el coronel Cowley lo mandó a buscar.

            La tierra giró bajo sus pies.

            —¿Cowley? ¿A mi hermano?

            El soldado se impacientó.

            —Llámelo, que el coronel está esperando.

            —No sé si está -repitió ella y dejó la puerta semicerrada con la aldaba para correr en plena desesperación al interior de la casa.

            Tello estaba en el cuarto oscuro con Enna y los dos ayudantes. Escuchó a José sin inmutarse (sin pestañear, impávido, sin alterarse, ¿cómo rayos lo digo sin que suene a lugar común?).

            —Eso es que quiere que le tire unas fotos. Debe tener jolgorio.

            Recogió su cámara y salió, pero a José le pareció advertir que cruzaba una mirada de inteligencia con los dos jóvenes. Ella lo acompañó a la puerta y pudo comprobar que el soldado lo trataba con cortesía. Luego fue al cobertizo donde Enna y los hombres se callaron al verla llegar.

            —Les tengo que pedir que se vayan. No me gusta que haya nadie en el cuarto oscuro cuando mi hermano no está.

            Los jóvenes se marcharon. Enna tenía cara de estar en las nubes, de modo que nada le preguntó. Estuvo sentada en la mesa del comedor mirando sus manos cruzadas hasta que llegó Alfonso.

            —¿Pasa algo?

            —Hay que sacar a Tello del país.

            El viejo se quedó viendo visiones, pero ni siquiera pensó en contradecirla; la vida le había enseñado que José tenía siempre buenas razones para cada decisión que tomaba. Cuando Tello regresó se encontró que tenía un pasaje en La Cubana para la mañana siguiente y dos mil pesos para que se marchara a cualquier punto del continente.

            —Si hay que montarte a la fuerza en la guagua, me avisas -le advirtió José.

Tello salió de la casa por tercera vez.

 

***********************

 

            —Quédate al final de la clase.

            Lo había dicho tan bajo que apenas la escuché. La clase de Hispanoamericana era la última y todas estaban apuradas por salir. No me costó trabajo demorarme un poco recogiendo las libretas, para acercarme luego al buró de la profesora, que me esperaba en un tenso silencio de mal agüero. Me hizo señas de que me sentara en la primera fila y carraspeó dos o tres veces antes de decidirse a hablar.

            —Te quieren botar de la Universidad.

            Un tirón en el estómago, un mareo raro, como cuando un elevador acelera bruscamente. No entendí bien, pensé. Seguí mirándola como si aún no hubiese hablado.

            —Hubo una reunión y se analizó tu caso. Te van a quitar la ayudantía, pero la idea es expulsarte de la Universidad.

            Mi cerebro decidió no seguir ignorando la información que recibía.

            —Pero ¿por qué?

            —La obra de teatro. Dicen que tiene problemas ideológicos. En esa reunión se acordó retirarte la ayudantía. La expulsión de la Universidad tienen que decidirla en la Asamblea de Profundización de la FEU.

            Por unos minutos traté de rehacer los pedazos en que se había fragmentado mi mundo. Escuché a la profesora decir que me avisaba para que no fuera a ponerme a llorar cuando me llamaran, que no les diera ese gusto.

            —Tienes que estar preparada.

            — ¿Qué dijo la Doctora Cáceres?

            —No vino a la reunión. Estaba enferma.

            —¿Y nadie me defendió? ¿Nadie habló bien de mí?

            Por mi cabeza pasaban atropelladamente los tres semestres impartiendo clases, las guías de estudio mecanografiadas, la limpieza y reorganización del departamento que se hizo en trabajo voluntario entre dos profesoras y yo como única alumna ayudante, y también algo más, que fue lo que mejor entendió la profesora de Hispanoamericana.

            —No pude hablar a tu favor. Más bien te habría hecho daño porque yo también fui cuestionada.

            — ¿Usted?

            —Hace cuatro años que mantengo relaciones con un profesor de otra facultad, y él es casado.

            —Pero eso es su vida privada.

            Sonrió con amargura.

            —Los educadores debemos ser ejemplo en todo y mi conducta es inmoral.

            Miró hacia el techo y la contracción de sus mejillas me advirtió que estaba a punto de echarse a llorar. Eso me impidió preguntarle si le habían puesto alguna sanción. Le di tiempo para controlarse. Ella dejó escapar una risita nerviosa.

            —Lo mejor es que cuando hagan la reunión en el departamento de él seguro no le dirán ni pitoche.

            Guardó el planeamiento y la lista de asistencia en la cartera. Se levantó y colocó con cuidado la silla en su lugar. Bajó del estrado y se acercó a mí.

            —No te dejes aplastar por esto. Tienes que echar la pelea.

            Sonrió a modo de despedida y salió del aula. Estuve sentada por un buen rato sin saber qué hacer. Me sorprendió descubrir que parte del malestar que sentía era pura y sencillamente hambre. Entonces me fui a almorzar y a buscar a Vilma. No estaba en su cuarto. Encontré a Roxana en el suyo y me informó que Franklin llegaba esa tarde y Vilma había ido a esperarlo. Comprendí que sería inútil intentar conversar con ella en lo que restaba de semana. Me pasé la tarde en la biblioteca, pretendiendo leer, tratando de acostumbrarme a la nueva situación. Ya sabía yo, por supuesto, del llamado a la profundización de la conciencia, de la enfática declaración de que la Universidad debía ser para los revolucionarios. De lo que no había tenido ni la menor idea era que yo no estaba considerada entre ellos. Ya me había acostumbrado al hecho de que no saldría jamás vanguardia, aunque tuviese promedio de 5 desde el primer año, participase en todas las actividades convocadas por la FEU y la UJC, fuese alumna ayudante y presentara trabajos en cada Forum Científico Estudiantil y en el Seminario de Estudios Martianos. En realidad ni siquiera me importaba. Era el precio por mi falta de diplomacia, por haber ostentado mi mayor preparación ante mis compañeras de aula, por no saber disimular mi impaciencia ante los disparates, la falta de sentido común, por parecerme a mi madre, se podría decir incluso, sólo que me molestaba traspasar esa culpa hacia ella porque yo estaba orgullosa de haber heredado su carácter. Pero de ahí a ser expulsada de la Universidad... ser sometida a la Inquisición y declarada hereje... Esa noche tuve un sueño terrible; una pesadilla que se había hecho recurrente cuando era niña: yo iba de lugar en lugar buscando a alguien, abría puertas de habitaciones, registraba armarios y baúles, me asomaba a huecos inmensos que destilaban humo. Había risas detrás de mí, voces que repetían que jamás podría encontrarlo, que no importaba lo que hiciera, nunca lo tendría, y yo luchaba contra las ganas de llorar, contra la horrible impotencia que me dominaba; me movía cada vez más lentamente, deseando que todo desapareciera, incluso yo misma.

            Al día siguiente bajé al departamento bien temprano. La Dra. Cáceres no estaba, pero la jefa sí. Le pregunté si me darían algún grupo para impartir clases en ese semestre, el curso por encuentros comenzaría en quince días y sabía que mis alumnos de Periodismo del semestre anterior habían pedido seguir conmigo la asignatura. Me contestó que se alegraba de que hubiese ido a verla porque tenía que hablar conmigo y me invitó a sentarme. Después de un par de frases hechas acerca de la importancia de la labor del alumno ayudante como etapa previa al profesorado, cambió abruptamente de tema para preguntarme por qué les había ocultado que había escrito una obra de teatro.

            —Yo no lo oculté.

            —Pero no nos la mostraste. Fuiste primero a discutirla con gente de fuera de la Universidad, no confiaste en nosotros.

            Eso me desconcertó un poco. Le expliqué que nadie del departamento se había interesado nunca en si yo escribía y que no veía nada de malo en discutir una obra de teatro con la gente que hacía teatro precisamente.

            —Si nos la hubieras traído a nosotros primero, hubiéramos podido orientarte acerca de los problemas que tenía la obra. Tú tienes una confusión ideológica muy grande. En particular yo lo lamento mucho porque te he tomado afecto, y también la Dra. Cáceres, pero tenemos que retirarte la ayudantía.

            A pesar de toda la preparación que había creído tener para este encuentro, sentí que algo me apretaba la garganta y que mis glándulas lagrimales entraban en una actividad febril. Recordé a la profesora de Hispanoamericana, no les daría el gusto de ponerme a llorar. Respiré profundo y logré liberar en parte mis cuerdas vocales. Me puse de pie y le dije que no aceptaba esa decisión, que cuando me pidieron la obra la entregué y cuando me dijeron que podía ser tergiversada en el extranjero decidí no enviarla al concurso.

            —Estuvo bien que lo hicieras, pero eso no elimina los problemas ideológicos de la obra.

            No sé cómo reuní la serenidad necesaria para terminar la conversación. Le dije que me disculpara, que no podía seguir hablando de eso y fui a encerrarme en el baño más cercano. De ahí regresé directo a Becas, comprobé que Vilma no había regresado, recogí dos o tres cosas y salí a la carretera. No había pensado ir a Holguín ese fin de semana, y aún quedaban las clases de ese día, pero estaba segura de no poder soportar sentarme en el aula. Rebeca tenía que haber dado su aprobación por la UJC de la facultad para que me quitaran la ayudantía, por tanto todo el grupito debía saberlo, como también lo que iba a venir.

            El último carro que me recogió me llevó desde Caballería hasta el Parque de las Flores y encontré a Tello en el corredor de la Escuela de Música conversando con alguien. Me echó el brazo por los hombros y me llevó a sentarme en un banco a la sombra.

            — ¿Qué te pasó?

            Se lo conté todo, con pelos y señales, desde el mismo inicio, vale decir, desde que en primer año quedé estigmatizada como autosuficiente. Fue como abrir una compuerta y dejar escapar el chorro, ni sé cómo pudo entenderme. Al final me sentía agotada y vacía, sin ánimos para nada. Tello estuvo en silencio por unos minutos, contemplaba sus manos como si las estudiara. Luego se volvió hacia mí.

            —En el Partido Municipal de Santiago trabaja Guillermo Chapman. Búscalo y dile que eres mi sobrina.

 

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