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  • El breve sepulcro de la noche
    (Fragmento)

    Lázaro Zamora


La calle estaba atestada de curiosos. Un nuevo derrumbe, dijo una viejita con la tranquilidad de quien ha visto cosas peores. El Maestro se detuvo tras la multitud que se hacinaba en la esquina a varios metros del lugar del incidente. El viejo edificio se había desplomado como un gigante de arena tan pronto el sol recalentó los cimientos, humedecidos por la lluvia del día anterior, y ahora de él quedaban sólo vigas torcidas y algunas columnas de la fachada. Era el tercer derrumbe en dos días, continuaba informando la anciana sin que nadie le preguntara. Por la madrugada se había caído otro en el Barrio Chino y al mediodía a una familia se le vino abajo el techo frente al hospital. A ese paso no quedaría una casa en pie, sentenció la vieja y continuó su camino sin dejar de hablar. Varios policías apartaban a los curiosos, mientras otros comenzaban a acordonar el área con una cinta amarilla. Como las trompetas del Apocalipsis, las sirenas de patrulleros, bomberos y ambulancias ensordecían la ciudad por el otro extremo de la calle, anunciando la muerte actual y otras muertes futuras. El Maestro miró hacia arriba, alcanzado por un súbito temor, y vio sobre su cabeza balcones que parecían a punto de caer, paredes milagrosamente en pie, aleros reducidos por mutilaciones sucesivas, y buscó los rostros de sus moradores en un intento de adivinar su miedo, pero no descubrió en ellos otra cosa que simple curiosidad. Aquella gente parecía inmune a las muertes ajenas: bastante tendrían con llevar su propia sobrevida. Preguntándose quiénes de ellos serían los próximos, el Maestro echó a andar calle abajo en busca del mar, hostigado por un sol maléfico que reblandecía el cerebro. Evitó esta vez pasar bajo los balcones, aproximarse a los edificios que anunciaban a gritos un próximo desplome, pero la trayectoria zigzagueante terminó por exasperarlo y decidió tomar el centro de la calle, con la convencimiento de que en aquel país era menos probable morir bajo las ruedas de un vehículo que aplastado por los escombros. Al pasar frente a la bodega buscó por puro instinto la pizarra de distribución. Nada encontró allí ni tampoco en los anaqueles. Recostado sobre el mostrador, el bodeguero miraba a la calle con cara de eterno aburrimiento, mientras una mujer se lamentaba del demorado arribo del arroz.

Llegó al mar y respiró hondo, como si aquellas calles estrechas y malolientes le hubieran estado hurtando el aire. Sentía la mezcla agradable de los olores del puerto, el hálito abrasivo de la brea y el salitre que lo remontaban siempre a los años de adolescencia. Por ese tramo había paseado muchas veces, primero con su madre y más tarde con su tía, pero no recordaba haberlo hecho nunca solo, como ese amigo suyo, poeta y noctámbulo empedernido, que cada madrugada interrumpía su faena literaria para caminar como un zombi por el malecón. Cruzó la avenida con su parsimonia habitual, pasó frente a un inmenso cartel que rezaba Somos felices aquí, y siguió hacia ese lado esplendente de la ciudad donde se alzaban los edificios más altos. Debía de ser magnífica la vista de la ciudad desde el mar: los edificios naciendo de las aguas, como Nueva York o Sidney, lugares que él nunca vería. ¿Acaso nunca? Continuó su camino con el mal sabor de aquella sentencia. Nunca era una palabra terrible, demasiado terrible. Se sintió como un náufrago condenado a echar el resto de sus días en una isla. La maldita circunstancia del agua por todas partes, se dijo evocando una vez más el verso de aquel poeta ya muerto que debió de haberse sentido tan aterrado como él ante semejante destino. Una brisa tibia comenzó a batir desde el mar, y en ese momento el Maestro sospechó que lo miraban. Se volvió hacia los pocos transeúntes que desafiaban la embestida del sol a una hora en que todo el mundo buscaba la sombra. Una pareja de adolescentes jugaba de manos, se abrazaba y se abrasaba, se besaba y luego volvía a forcejear. Parado sobre el muro, un hombre aguardaba paciente la picada de algún pez, acto milagroso en aquellas aguas saturadas de petróleo y suciedad. Más allá, la miopía del Maestro no le dejó distinguir otras siluetas que se acercaban, tan sólo el color negro de una camisa que le hizo bufar del calor como si fuera él quien la llevara puesta. ¿A quién se le podía ocurrir vestir ropa negra con ese maldito sol? Siguió caminando. Una bellísima mulata en trusa lo invitó a viajar por las islas del Caribe desde un anuncio con palmeras y playa de fondo, y una vez más el Maestro recordó su viejo sueño, avivado por las palabras apremiantes de la modelo que le aconsejaba: Decídalo ahora mismo. Así era de fácil, se dijo dejando escapar una sonrisita irónica. Pero no, su destino no sería nunca las playas ardientes del trópico con sus mulatas semidesnudas y sus maracas. Si pudiera, viajaría al Louvre y al Prado, se pasearía bajo los rascacielos de Nueva York y escribiría allí mismo un poema que titularía Poeta en Manhattan. Iría a ver a los canguros australianos, las pirámides de Egipto, las ruinas de Machu Picchu, la selva de Misiones, las cataratas del Niágara, las nieves del Kilimanjaro, y hasta podría intentar llegar a Macondo, siguiendo ciertas referencias librescas. Sin embargo, desde cualquier región del planeta regresaría luego a la Isla, a su barrio sucio y agrietado, donde había nacido y probablemente moriría de cualquier cosa, menos de nostalgia. La nostalgia era mala compañera, le echaba a perder a uno el sabor de los emparedados, del pavo asado, del croissant y de las pizzas italianas. Al menos, eso se desprendía de las cartas de sus amigos, residentes ahora en Miami, París, Nápoles y Estocolmo. Sí, eso era el colmo: irse a vivir con los vikingos.

La librería estaba desolada, sin clientes a esa hora de la tarde. El Maestro se pasó el pañuelo por la frente y se decidió a entrar. Se detuvo frente a los estantes, pero vio los mismos libros empolvados de siempre, plaquettes de hojas amarillentas, revistas viejas. Desde el fondo llegó una voz conocida, la voz diligente del administrador con quien el Maestro había entablado cierta amistad. Qué bueno, otra vez por ahí, ¿deseaba él algo en específico o sólo miraba? El Maestro se volvió con la sonrisa cortés de tales casos y sospechó que la acostumbrada diligencia de aquel joven, siempre atento y sonriente, le impedía borrar ese lugar de su itinerario. Sí, buscaba un libro, Jardín, dijo el Maestro al tenderle la mano, y vio cómo la sonrisa amable del administrador adquiría un sesgo malicioso. El joven insistió en el gesto, demorando su silencio hasta el punto de desconcertar al Maestro. ¿Qué se traía entre manos? Esos eran libros que no llegaban nunca a los estantes, explicó el joven. En venta no duraban nunca diez minutos. Pero, ¿sabía él por qué se reía?, ¿lo sabes? Porque, después de todo, eres un cliente con suerte, con mucha suerte, por eso me río. Soltó las últimas palabras de espaldas ya, en camino hacia el fondo de la librería y desapareció tras los estantes. Regresó enseguida con un hermoso ejemplar de Jardín. Que nadie lo vea, por Dios. Lo he conservado para algún cliente como tú. El Maestro pagó los treinta pesos y volvió a estrecharle la mano. Luego agradeció la gentileza con frases que le parecieron tontas, y se marchó, contento de su suerte.

No le importó ya caminar bajo los balcones. Tenía en sus manos el libro deseado, y comenzaría a leerlo esa misma noche. Era como la alegría inefable con que siempre había esperado el día de los Reyes: el misterio más que el juguete mismo. Sí, el mito que envolvía la vida de su autora, confinada en su casa por voluntad propia, como la Dickinson, ajena a los ruidos de la calle, a las turbulencias de la vida del país, a las modas literarias, a las poses, gravitando siempre sobre sí misma, atrapada en el tejido salvador de sus recuerdos. ¿Lo leerían a él alguna vez con ese fervor? Soltó una risita al aire candente de la tarde, mientras atravesaba la zona de juego de un grupo de muchachos. No, en verdad no le interesaba la posteridad: con su muerte terminaba el universo. Elevó la vista hasta el balcón donde una muchacha tendía sus sábanas. Observó sus piernas hermosísimas, la brevedad del short, el borde de unas nalgas que parecían prometer el paraíso, y sintió de nuevo la sacudida, su vulnerabilidad de hombre solitario, y entendió que una parte de su alma vivía de la poesía, pero a la otra le hacía falta una mujer, una mujer de carne y hueso. Llegó a su calle y avanzó por ella con la imagen de Ida fija en su memoria. La recordó en su pose de jinete, despojándolo furiosamente de su virtual virginidad. ¿Y si algún día venía a la Isla? ¿Y si iba a visitarlo? Imaginó la escena, la vio parada en la puerta con la misma sonrisa incierta con que lo había conducido al cuarto, la vio luego desnuda, con sus senos puntiagudos y pequeños, el vientre liso, los vellitos que apuntaban a la jungla inescrutable del pubis. Cuando el Maestro se detuvo frente a su casa, la silueta ecuestre de Ida no había cesado de torturarlo. Antes de decidirse a subir, se dedicó a examinar el lugar del derrumbe. Ya no se escuchaban las sirenas, pero continuaba el ajetreo de bomberos y policías. El instinto llevó al Maestro a revisar la fachada de su edificio, tan viejo como el que se había desplomado, para descubrir con horror la amenaza de nuevas fisuras en paredes y balcones, que le hizo proferir en alta voz: que Dios nos ampare. En ese instante la ventana de los bajos se entornó y al poeta le pareció que una sombra acababa de moverse tras las persianas. Era extraño, porque hacía más de tres meses que allí no vivía nadie. Algún pobre oriental se habría instalado en el apartamento, supuso y comenzó el lento ascenso.

Comenzó a abrir de par en par las ventanas, pero desde afuera no llegó el fresco esperado, sino una bocanada de sol que inundó parte de la sala. Entonces descubrió que estaba bañado en sudor, un sudor ácido que parecía ahora desbordarse con más fuerza. Se sentó en el sofá frente a las aspas chirriantes del ventilador, con la convicción de aquel calor anunciaba el fin del mundo. ¿Qué pasaría en julio y agosto? En ese momento tocaron a la puerta y el Maestro se levantó rezongando. ¿Qué irían a pedir a esas horas? Cuando abrió, se quedó sorprendido: frente a él estaba Jubas. El Maestro observó el reloj. Faltaba más de media hora para el comienzo de la Tertulia. ¿También tú con camisa negra?, dijo antes de franquearle el paso.

 

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