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Este libro de entrevistas me ha resultado un proyecto fascinante, por diversas razones. Antes de comenzar su realización ya tenía algunas experiencias sobre la vida en Cuba, país que visité por primera vez en 1976. Incluso, había publicado varios libros sobre la historia política de la Isla y, desde luego, sentía una gran admiración por su cultura —admiración que había comenzado hacia finales de los 60 cuando conocí la obra de Alejo Carpentier. Desde aquella época, bastante lejana, me había ido interesando —como aficionado— en varias facetas de la cultura popular y tenía varios discos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, había visto bailar a Alicia Alonso en el teatro habanero García Lorca, podía reconocer la obra del pintor René Portocarrero, había oído nombrar a maestros de la música como Leo Brouwer y Frank Fernández, y había visto bastante cine cubano.

Y también conocía algo sobre la otra cara de la moneda cultural. Había hecho la maestría sobre la literatura “comprometida” (¡vaya una palabra de hace un cuarto de siglo!) de Vargas Llosa y sabía bien de sus denuncias sobre la censura en Cuba. El famoso “caso Padilla” me había chocado mucho, y la forma tan horrible de tratar al poeta me resultó totalmente inaceptable. Incluso, tuve cierta correspondencia con Guillermo Cabrera Infante y Reynaldo Arenas, cuando los invité a participar en un congreso en Canadá para hacer un balance sobre treinta años del proceso cubano. (Por cierto, los dos se negaron a participar en un congreso en Canadá para hacer un balance sobre treinta años de la revolución cubana. Pero no fue una relación exitosa. Arenas mandó cartas a varios periódicos, al “presidente” (sic) de Canadá, a los rectores de las universidades locales, y escribió dos grandes artículos para el diario El Nuevo Herald, todo para condenar el congreso. Cabrera Infante me envió una carta muy fuerte, diciendo que convocarlo a ese evento académico “sería como invitar a un judío a celebrar el cumpleaños de Hitler”.) En fin, a estas alturas creía que entendía algo sobre la dinámica de la cultura cubana.

Mi perspectiva, por lo tanto, es la de un canadiense, nacido en Inglaterra, pero con conocimientos más o menos desarrollados de la cultura cubana. Por eso, hace dos años le sugerí la idea de este libro al escritor Abel Prieto, que en esa época era presidente de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Por aquel entonces acababa de morir el gran cineasta Tomás Gutiérrez Alea, por quien sentía mucha admiración personal, y le expresé a Prieto mi interés en agrupar una serie de entrevistas con las grandes figuras de la cultura cubana que residen en la Isla.

Tratándose de un libro conceptualizado en Cuba debo comenzar diciendo que en ningún momento se puso cualquier clase de límites sobre las figuras que deseábamos entrevistar, ni sobre las preguntas que hacer. Mi colega Leonardo Padura —escritor y amigo personal— y yo preparamos la lista de personas a entrevistar, las preguntas que nos parecían más oportunas, y dividimos el trabajo. No consultamos a nadie en el gobierno sobre el proyecto: más bien era un esfuerzo personal de ambos que se convirtió en un arduo trabajo, porque no es nada fácil coordinar entrevistas con estas figuras cuando están viajando constantemente, con horarios muy estrechos y a veces hasta con poco interés por atender a otro periodista. (Como se podrá ver al mirar los nombres de los entrevistados, falta el de Pablo Milanés. Intentamos verlo en varias ocasiones, pero estaba muy ocupado con giras al extranjero. Más tarde, se cayó y se tuvo que ingresar, y se hizo imposible una entrevista. Queremos reconocer, sin embargo, su rol protagónico en el mundo cultural cubano.) Y aunque los dos teníamos algunas preocupaciones al comenzar el proyecto, lo cierto es que en ningún momento nos presionaron de ninguna forma y tuvimos completa libertad en todas las facetas de su realización, aunque también es preciso recordar que hoy por hoy todos los encuestados pertenecen al establishment cultural cubano y gozan de apoyo, prestigio y reconocimiento oficial.

Ahora, al repasar las entrevistas me parece que hay algunos temas que vale la pena destacar, ya que existen varios hilos centrales que aparecen en todas y trataré de resumir mis impresiones sobre este trabajo bastante intenso y extenso.

Creo justo decir desde el primer momento que la cultura cubana —como otras facetas de la vida política del país— es mucho más grande de lo que se debería esperar de una isla de unos once millones de habitantes. La importancia del cine cubano, por ejemplo, va mucho más allá del limitado presupuesto del Instituto Cubano de Cine —ICAIC— y el festival anual del nuevo cine latinoamericano que tiene lugar en La Habana es un acontecimiento de importancia continental.

También la música cubana —desde los practicantes de la Trova hasta el ejército de salseros que hoy día tienen tanta fama en Miami como en La Habana— proyecta una imagen mucho mayor de la que se esperaría de esta pequeña isla del Caribe. Además, ¿quién no conoce la música de Chucho Valdés? ¿O la de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés? En los círculos conocedores de la música de concierto las composiciones de Leo Brouwer y los conciertos de Frank Fernández o Jorge Luis Pratts han añadido otra dimensión fundamental a la imagen de la música cubana. Mientras, la nominación de Fresa y chocolate para un Oscar, o el Grammy obtenido por el disco Buena Vista Social Club no son hechos fortuitos: más bien son indicaciones del alto valor de la cultura cubana contemporánea, tanto en la Isla como en el extranjero.

Al mismo tiempo, la literatura de este país —que por largo tiempo, y, sobre todo, durante el famoso “quinquenio gris” que se vive a partir de 1970, había caído en niveles de calidad realmente mediocres— se ha revitalizado en los últimos años y ya es raro el concurso internacional donde no haya un cubano entre los laureados. El teatro, por su parte, también se ha robustecido de forma notable, y está en la vanguardia de los cambios culturales, cuestionando de forma necesaria muchos parámetros establecidos. Mientras, las giras recientes del Ballet Nacional de Cuba, que festejaba sus 50 años bajo la legendaria dirección de Alicia Alonso, han sido éxitos rotundos, tanto en Europa como en Estados Unidos, y las artes plásticas se han insertado en los circuitos internacionales: las bienales habaneras son todo un happening en el mundo del arte avant garde, y la pintura de Roberto Fabelo o de Manuel Mendive se cotiza a altos precios en los mercados especializados. En fin, según todo parece indicar, en términos de calidad, la vida cultural está floreciendo en Cuba —a pesar de las muchas dificultades económicas que tiene que enfrentar el país. ¿O será tal vez a causa de esos mismos problemas que han obligado a ensayar nuevas fórmulas para sobrevivir?… Cualquiera que sea la explicación pertinente, no cabe duda de que la cosa anda bien.

Resulta indiscutible, a estas alturas, que la revolución dio un énfasis a la expresión cultural, y la puso al servicio del pueblo. La poeta Nancy Morejón se ha referido claramente a las connotaciones de ese proceso: “Ahí están las tremendas potencialidades que hicimos en nosotros mismos. La revolución nos abrió puertas, permitió una movilidad social enorme. Se demolieron muchos muros de incomunicación y se rompieron tabúes”. El guitarrista y compositor Leo Brouwer, cuya trayectoria se originó en los años anteriores a la revolución, ha explicado con elocuencia el sueño original de los primeros años: “Siempre he dicho que esa época fue una catarsis inolvidable. Hasta ese momento los hombres de cultura luchaban por reafirmar una nacionalidad que la cultura de Batista negaba, una nacionalidad raigal, martiana... Al llegar la revolución, esa necesidad de autodefinición y autodefensa cobró otro sentido y se convirtió en una necesidad de espíritu colectivo, de amor, de empeño en construir algo nuevo”. Como es natural, los protagonistas del mundo cultural aprovecharon esta nueva coyuntura, y a la vez se hicieron aún más nacionalistas.

Por ello, tal vez el aspecto menos sorprendente en estas entrevistas sea el fuerte sentimiento de pertenencia nacional que existe en todas las personas con quienes hablamos. Sin excepción, estos intelectuales se identifican plenamente con la patria —su patria— donde algunos son considerados figuras oficiales pero donde muchos otros han sufrido censura, y varios de ellos se podría decir, incluso, que persecución. Pero para todos la patria es la patria y aunque hoy gozan de un amplio reconocimiento internacional y algunos tendrían la posibilidad de vivir económicamente mucho mejor en Miami o Madrid, permanecen en Cuba porque no les interesa la idea de vivir en otra parte, y afirman que se sienten cubanos, con una identificación nacional fuertemente arraigada.

Aunque la cubanía es un aspecto casi imposible de explicar o definir, es, a la vez, un valor que se siente —casi se palpa— en la obra de las personas entrevistadas aquí. Tal vez sea uno de los logros más importantes de la revolución cubana durante estos cuarenta años el haber desarrollado esta identificación con valores patrióticos ampliamente compartidos, a partir de un importante sustrato cultural formado desde el siglo XIX y magnificado en la obra de tantos artistas notables nacidos en la Isla —desde Heredia y Martí a Lezama Lima, Lam y Carpentier.

Otro aspecto que me resultó revelador al realizar algunas de estas entrevistas es la humildad de los grandes monstruos de la cultura cubana y la relación que establecen con el público cubano. Aunque casi todos tienen varias décadas de éxito cultural, tanto a nivel internacional como en Cuba, una buena parte de ellos son de origen humilde —apenas dos o tres provienen de la clase media— y varios son de origen campesino. Lo notable, sin embargo, es que en este caso el viejo clisé de que no han “olvidado sus raíces” parece ser cierto y definitivamente se identifican con “el pueblo” como quiera que uno lo defina.

Tal vez, como resultado de esta circunstancia y de un inevitable apego a la vida cotidiana del país, los cantantes, artistas, bailarines, actores y artistas se ven como trabajadores culturales y no superestrellas. Algunos, por supuesto, tienen egos muy grandes —como es de suponer en personas acostumbradas por décadas a los aplausos del público— pero hay una conciencia de su necesidad de contribuir al desarrollo cultural, de “devolver” al pueblo el fruto de sus talentos, en gran medida porque comenzaron casi todos con muy poco, y su éxito artístico ha sido el resultado directo del apoyo del pueblo y del sistema cubano y por ello aceptan su rol como portavoces de la cultura “revolucionaria”. No obstante, muchos de los que así piensan a la vez reconocen que han existido numerosos errores en la política cultural del gobierno cubano. Varios, por ejemplo, se muestran críticos respecto a la política asumida por el gobierno durante el caso Padilla de 1971 y ningún entrevistado en este libro defendió la política oficial en ese episodio de tan triste memoria.

Pero no sólo al famoso affaire se remiten las críticas. Nancy Morejón (al igual que Leo Brouwer) ha criticado, por ejemplo, “la priorización de la masividad” y la “justificación de la mediocridad, en nombre de una supuesta igualdad”. Por su parte, Silvio Rodríguez —máximo representante de la música cubana “oficial” de estos 40 años—, reclama el derecho a la información, y Abelardo Estorino, el dramaturgo más renombrado del país, recuerda con amargura la represión a los religiosos y homosexuales que se practicó en Cuba durante muchos años.

Quizás la figura entrevistada que mejor expresa la experiencia del intelectual cubano en la sociedad revolucionaria es Nancy Morejón. Una mujer negra, de origen humilde, es un ejemplo vivo de cómo se transformó la cultura cubana en los años 60, y por eso considera que tiene “un profundo sentimiento de contribución, de retribuir aquello que se me ha dado, intelectualmente hablando. También para mí es importante ser útil”. Pero, al mismo tiempo, habla sobre los retos que, desde su óptica, considera que deben enfrentar hoy los artistas cubanos y por eso estima que se debe ser riguroso en la crítica de los problemas sociales que se ven actualmente en Cuba, sin olvidar el apoyo gubernamental que ha existido durante estos cuarenta años, a lo largo de los cuales la cultura cubana se ha convertido en un producto netamente relacionado con el pueblo. Además, recalca que nunca se puede olvidar la coyuntura “especial” de Cuba: “Hay que tener en cuenta nuestra realidad como un país asediado y que, a la vez, nunca ha estado solo... Se debe tener en cuenta el hostigamiento perpetuo“.

Morejón, que personalmente sufrió el olvido oficial durante el “quinquenio gris” cuando no fue publicada su poesía, tiene la valentía de ofrecer críticas constructivas al proceso, y de apelar por una disminución de los valores del mercado que se han ido imponiendo. Al mismo tiempo aboga por una apreciación rigurosa de la realidad cubana de finales del siglo: “Siento que los escritores de hoy exigen cosas imposibles de ser concedidas en un período como éste, porque es un momento tan crítico como lo fue Playa Girón o la Crisis de Octubre”. Para ella, la revolución “tiene que existir, que sobrevivirnos”, y por eso, a su juicio —que es el juicio oficial, y no necesariamente el de todos los escritores y artistas cubanos— hay que tener expectativas razonables y, por tanto, no pretender la transgresión de ciertos límites...

Esta necesidad de participación, combinada con la complejidad de la vida en Cuba revolucionaria, ha creado para los intelectuales una profunda conciencia de su rol como símbolo cultural. Esto no significa, sin embargo, que se hayan subsanado muchos de los errores políticos cometidos por el gobierno cubano, sobre todo en el terreno cultural. Varios de estos importantes artistas han sufrido, en carne propia, el látigo de los burócratas de la cultura. En algunos casos no fueron publicados por años, y perdieron su empleo; en otros vieron castigadas a personas que querían y respetaban mucho. La censura, y aun peor, la autocensura, a veces los acompañaba. Y todos han debido asumir el reto que entraña trabajar bajo el lema de “dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada” —sin saber muchas veces dónde se trazaba la línea divisoria entre “dentro” y “fuera”: una  línea que también podría moverse en cualquier momento, justamente cuando se habían acostumbrado a los parámetros supuestamente “fijos”.

Sin duda, el mejor ejemplo del tratamiento tan duro a manos de los comisarios culturales son los casos de Pablo Armando Fernández y Antón Arrufat. Desde el principio, Pablo Armando fue una persona con una perspectiva muy abierta del proceso cubano: “Yo estuve en la Unión Soviética en 1960, y realmente aquello me espantó. Y porque hice una crítica a la Unión Soviética, fui regañado públicamente; en buen cubano me dijeron que no hablara tanta mierda”. Su amistad estrecha con Heberto Padilla y su protección del poeta cuando salió de su detención, le provocaron muchos problemas, como indica muy sucintamente: “Pasé nueve años trabajando en la imprenta de la Academia de Ciencias, catorce sin publicar en Cuba y trece sin salir del país”. El caso de Antón Arrufat es algo parecido: hacia finales de los 60, los burócratas de la cultura comenzaron a hostigarlo. Su obra de repente se veía como “sospechosa”, y lo mandaron a trabajar como ayudante en una biblioteca apartada, donde las condiciones eran verdaderamente humillantes. La falta de visión de ese “quinquenio gris” y el tratamiento recibido por tantos intelectuales son imperdonables.

Incluso, los monstruos sagrados como Silvio Rodríguez han sido afectados por la censura, y a finales de los 60 él también fue suspendido de los programas de la televisión cubana, y se le prohibió cantar la canción “Fusil contra fusil”. También (supuestamente en nombre de la pureza ideológica) fue criticado por su reconocimiento de la música de Los Beatles —en una época en que los comisarios decían que representaban lo peor de la decadencia cultural occidental. Y tanto él como Leo Brouwer fueron criticados por su apariencia tan poco revolucionaria, ya que llevaban el pelo largo.

Y aunque a la luz del nuevo milenio todo esto parece risible, lo cierto es que en momentos tensos de la revolución fue una realidad complicada y difícil para los intelectuales, quienes debieron aprender, procurando no equivocarse, hasta dónde podían expresarse sin provocar la intervención de los burócratas.

Aunque ya considera que esta etapa ha sido superada, Pablo Armando Fernández recuerda la censura abierta que existía y la autocensura a que se sometieron muchos luego de producirse el caso Padilla y la campaña contra los homosexuales. Roberto Fernández Retamar, desde hace años director de la Casa de las Américas, un instituto cultural cubano de merecido renombre en Latinoamérica, también condena los excesos, cometidos en nombre de la revolución —como los campamentos UMAP de finales de los años 60, a los cuales mandaban a los homosexuales para “reeducarlos”; o la decisión de no publicar a autores porque no había confianza en sus posiciones a favor de la revolución, e, incluso, a la política de no hacer referencia en antologías, diccionarios y reseñas literarias a escritores exiliados, como si aquéllos nunca hubieran existido.

Retamar, visto por muchos en el extranjero como el portavoz más confiable de la postura oficial del país, ha hablado muy claramente sobre los fallos de esa política cultural: “En cuarenta años, naturalmente, hemos cometido muchos errores. Esos errores deben ser reconocidos; esos errores deben ser rectificados (…) Que se haga un diccionario de literatura cubana, y que se empleen razones no literarias para incluir o excluir personas es un error”.

Como es evidente, casi todas las personas entrevistadas tenían historias de horror con respecto a los excesos ideológicos de la política cultural, aunque también todos mostraron una gran admiración por el trabajo del actual ministro de cultura, el escritor Abel Prieto, que desde la presidencia de la Unión de Escritores y Artistas dio algunas batallas contra prejuicios acendrados por años de práctica política respecto a los creadores. Por ello, sin excepción, todos también expresaron la convicción de que la situación del intelectual ha mejorado en años recientes: “Las cosas han cambiado. Por ejemplo, se publican ahora libros que no se habrían publicado en los años 60  ó 70. Yo no veo ahora los aspectos siniestros, malvados, los aspectos retorcidos que presenciamos antes“, dice Pablo Armando Fernández. En la música, y, sobre todo, en el cine, también se podría hacer semejante observación.

Por ello, todos nos han hablado acerca de las limitaciones en la obra cultural y significativamente nadie nos pidió hablar off the record, ni cortó referencias a la censura al revisar la transcripción de la entrevista. Esto me sorprendió porque creía que existiría un temor más arraigado. Desde luego, se puede ver en algunos un escepticismo sano y necesario. Porque, en efecto, ¿quien no ha reaccionado con escepticismo al ver la iracunda reacción del gobierno a las películas Alicia en el pueblo de Maravillas y, más recientemente, Guantanamera, calificadas de obras contrarrevolucionarias? Así, aunque todos respetan los grandes logros culturales de la revolución, también están a favor de exigir más espacio para su expresión cultural, y muchos creen —empleando la imagen de Guillermo Tell— que es hora de tener más control de su propio discurso cultural.

En realidad, tratándose de figuras establecidas, yo había esperado encontrar una reflexión cultural más oficialista. Hay una o a lo sumo dos entrevistas donde se ve una lealtad irrestricta a la política oficial, casi sin cuestionar ningún aspecto y más bien haciendo su defensa. En cambio, la mayoría de los encuestados reclaman la necesidad de expresar la propia voz en su producción cultural, con independencia de lo que sea apropiado en términos oficiales. El compromiso no tiene para ellos una simple connotación política. El cineasta Fernando Pérez lo expresó de este modo: “Creo que lo que nos define es tratar de hacer un cine que tenga una repercusión social, capaz de contribuir a definir inquietudes que forman parte no sólo de nosotros como individuos sino también de nuestra colectividad. Por eso, con los más diversos estilos, hacemos un cine que pretende incidir en la realidad. No hacemos un cine educativo, ni programático”. Se trata, más bien, de producir algo que les hable a los cubanos “de nuestra historia y contemporaneidad, y nuestra manera de ser”.

La imagen que se proyecta fuera de Cuba es que el Estado (siempre con mayúscula) lo controla todo: es el Big Brother de todos los sistemas totalitarios que insiste en que cada cosa se haga de la forma decidida por él. Por supuesto, no soy tan ingenuo para pensar que esto es un mito sin fundamento, pero al mismo tiempo, la libertad de expresión que encontré en estas figuras clave me parecía mucho menos limitada de lo que había imaginado.

Está claro que la revolución cubana ha evolucionado mucho en sus cuarenta años —igual que todos nosotros en un plazo parecido. Más aún, es preciso aceptar que Cuba ha cambiado más en los últimos cinco años que en los veinte o treinta anteriores. (La Cuba de los “paladares”, las empresas mixtas, los mercados agropecuarios, los cuentapropistas y las iglesias abarrotadas, y también la del dólar, la corrupción incipiente y la prostitución, es un mundo nuevo que se ha comenzado a vivir en la Isla en los últimos cinco años.) Por tanto, no deberíamos sorprendernos de que la política cultural de fin de siglo también haya evolucionado, que sea radicalmente diferente a la de 1971, lo que no significa, desgraciadamente, que todavía no haya políticos “duros” que pretendan limitar la expresión cultural y funcionarios temerosos que no arriesgan su puesto por ninguna obra mínimamente heterodoxa.

El prisma mediante el cual se debe analizar esta realidad cultural, por tanto, no puede ser hoy el del lamentable caso Padilla, aunque olvidarlo tampoco sería atinado. Quizás lo más justo ahora es hacer un balance, mientras la cultura se abre a nuevos escenarios (los cuales corren paralelos a los cambios en la sociedad cubana), sin perder un escepticismo sano, pero dándoles la oportunidad a los escritores y cineastas de expresar su visión. Y confiando en que sea aceptada como su propia perspectiva, sin buscar explicaciones de nuevas estrategias de manipulación por el gobierno.

Pienso que sólo hace falta ver películas como Fresa y chocolate, Guantanamera, y La vida es silbar para saber que los intelectuales cubanos no son un rebaño de ovejas que van adonde los lleven los comisarios culturales. Por el contrario, es evidente que existe mucha resistencia oficial al deseo de enfrentar abierta y críticamente esta novedosa realidad. La nueva y vigorosa literatura que se está produciendo también pone el dedo en las llagas de la sociedad cubana, expresando su preocupación por la nueva Cuba donde tantas cosas ya se mueven sólo con dinero. Además, las canciones de Carlos Varela, Los Van Van, Pedro Luis Ferrer e, incluso, Silvio, indican que hay preocupaciones –y mucha angustia– frente a la realidad contemporánea.

No es casual, por ello, que varias de las personas entrevistadas hablaran abiertamente de sus preocupaciones. ¿Quién que haya visitado a Cuba en los últimos años no ha visto las diferencias entre los que tienen dólares y los que dependen del sueldo en pesos? Incluso, entre las personas entrevistadas en este libro hay grandes diferencias entre los que venden su obra en el extranjero (recibiendo regalías en dólares) e, incluso, tienen sus agentes, su mánager y un estudio u oficina sofisticada, equipada con lo más moderno, y los que dependen casi completamente de su salario en pesos. Existe una clara división a partir de la tenencia de divisas en la sociedad cubana, y los círculos culturales no son ninguna excepción.

Nancy Morejón, poeta negra, se mostró muy sensible a esa realidad cuando abordó el tema de las razas: “Tenemos que ver alguna vez en el cine un personaje negro que no esté vinculado a la esclavitud. Algo más contemporáneo hace muchísima falta”. Para ella, es necesario partir de una aceptación de que los valores de mercado han tenido un impacto enorme sobre la sociedad cubana, y por tanto hay que “entrar a reconsiderar un montón de fenómenos que forman parte de nuestra tradición revolucionaria... Hay alguna gente aquí que dice: ‘No me hables de razas’. Y sí hay que hablar de razas, porque es una cuestión importante”.

Como se verá, las divisiones sociales (e incluso raciales) que existen hoy en Cuba les preocupan a muchas personas entrevistadas —en gran medida porque poco a poco se va disipando  la conciencia de tantos éxitos en la esfera social y se impone una forma de vida en la que desaparecen muchos criterios igualitaristas. Así, refiriéndose a las nuevas reglas del juego a partir del derrumbe del campo socialista, la inversión de la pirámide social en Cuba en los últimos años, y el impacto dramático del turismo extranjero, Nancy Morejón ha expresado bien esta preocupación: “Es una realidad quemante, inesperada, y hay que tener mucha audacia para poder funcionar en esta coyuntura… Nos ha sorprendido el turismo que hemos ido recibiendo y ha sido muy doloroso en muchos aspectos”.

Pienso, además, que hay un justo orgullo por la obra cultural que se ha producido en Cuba, sobre todo en años recientes, y una determinación de protegerla contra las incursiones de los funcionarios. Encontré una conciencia muy amplia de los errores cometidos en el nombre de la pureza ideológica, para defender la revolución contra sus enemigos. Y, está claro que Washington todavía mantiene el “Trading with the Enemy Act”, y que la política oficial es terminar con el gobierno de Fidel Castro. Pero todas las personas entrevistadas mostraron una confianza completa en la capacidad del pueblo cubano de resistir esas presiones extranjeras. Por ello exigen, con razón, más libertad de expresión, y que el gobierno crea más en ellos.

Una persona que desarrolló muy claramente esta perspectiva es el actor Jorge Perugorría, protagonista de Fresa y chocolate y Guantanamera. Refiriéndose a las críticas a esta última película hechas por Fidel Castro, Perugorría afirmó muy claramente su desacuerdo con el presidente cubano: “No estoy de acuerdo en que Guantanamera sea una película contrarrevolucionaria, y ojalá pudiera encontrarme con Fidel para decírselo… Creo que fue un error reducir la película a eso, porque no es lo que se propuso Titón (Gutiérrez Alea), ni es el resultado que deja como obra de arte”.

Para concluir, debo decir que tal vez la palabra clave para definir a las personas entrevistadas en esta colección sea “madurez”. A la vez que comprenden el origen de las limitaciones con que se vive en Cuba —limitaciones personales, del gobierno, de su sociedad en general—, no se dejan intimidar fácilmente. Incluso, entienden que, desde 1993, las cosas marchan en Cuba por un rumbo que no se puede revertir. Como bien dice Perugorría: “Dentro del contexto cultural cubano han cambiado muchas cosas, como era de esperar, porque ha cambiado el mundo y Cuba también ha cambiado mucho, y se supone que la intelectualidad cubana también lo haya hecho, como en realidad ha sucedido”. El resultado de este proceso es una expresión cultural que exhibe confianza, preocupación y orgullo.

Al llegar al final de cuatro décadas del proceso revolucionario cubano es importante meditar sobre las valoraciones de estas figuras culturales —todas las cuales han vivido una existencia íntimamente conectada con los vaivenes de su patria. Porque, sin exageración, el balance no está nada mal, y creo que los cubanos, dondequiera que vivan, tienen amplia razón de sentirse orgullosos de los muchos éxitos de sus compatriotas aquí entrevistados. Por lo pronto, es de esperar que la cultura de la Isla siga su ascenso, luego de sobreponerse a tantas limitaciones ideológicas y materiales, y que ese ascenso la lleve a entrar con nuevas glorias en este nuevo milenio… 

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* Del libro La cultura y la Revolución cubana. Conversaciones en La Habana. John M. Kirk y Leonardo Padura Fuentes, Editorial Plaza Mayor, San Juan, 2002.

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