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 Los escritores, particularmente los novelistas y los poetas, vivimos una terrible paradoja. Con toda seguridad, cuando alguien se propone iniciar la aventura de escribir, casi siempre en la adolescencia, lo hace por simple mimetismo, por el recuerdo del placer que le procuraron sus primeras lecturas.

Sin embargo, en cuanto adquiere conciencia de que, enmarcando la belleza notoria con la que nos arroba todo buen libro, existe un complejo y delicado bastidor técnico, el escritor incipiente comienza a leer de una forma nueva, intentando ahora levantarle las faldas a la historia para examinar con mayor cuidado el miriñaque que le da forma.

Entonces habrá caído en un pecado difícilmente redimible: el del lector con Rayos X en los ojos. La posibilidad de disfrutar del texto se habrá diluido en la terquedad de esa mirada que, buscando huesos y vísceras, se perderá el magnífico espectáculo de un cuerpo hermoso. Así pues, el escritor maduro pagará las culpas del joven que fue y ya nunca más disfrutará de la pura lectura, de la lectura virginal. O casi nunca.

Para ilustrar esto que digo, basta con analizar tres o cuatro reseñas críticas de libros firmadas por sendos escritores: veremos que las recensiones pivotearán sobre el aparato técnico del artilugio antes que sobre el resultado estético del mismo.

Y, sin embargo, Las largas horas de la noche se resiste a darme la razón. Antonio Álvarez Gil (La Habana, 1947) nos ha regalado un texto denso, acompasado, hermoso, sobre una trágica historia de amor cuya aparente sencillez formal, sin alharacas ni fuegos de artificio, desarma el interés por conocer su tramoya. Algún colega aventurado se atreverá a decir que el autor desaprovechó los materiales con los que contaba.

En efecto, estamos escribiendo sobre la recreación de un episodio seguramente cierto de la vida de José Martí.

María, hija del héroe nacional guatemalteco Miguel García Granados, conoce al prócer cubano cuando éste es un abogado de poco más de veinte años recién llegado a la capital centroamericana. Pronto se establecerá entre ambos una relación de amistad que la muchacha transforma en idilio abocado al fracaso, toda vez que Martí se halla comprometido con otra mujer a la que le será fiel, con todas las consecuencias. La joven fallecerá muy pronto, entre los dimes y diretes de la sociedad guatemalteca.

Cualquiera que haya sido la actitud de Martí hacia los requerimientos de la joven, resulta imposible no atribuir los bellos versos de "La niña de Guatemala" a la terrible congoja que la pérdida de un amor verdadero puede producir en el ser humano:

... Se entró de tarde en el río,

la sacó muerta el doctor.

Dicen que murió de frío:

Yo sé que murió de amor.

Con estos mimbres habría resultado sencillo armar un cesto rutilante; por ejemplo, una hagiografía del héroe, o una trama entre gótica e histórica, o un panfleto eficaz, carnaza para un best seller.

Pero Álvarez Gil es un autor en plena madurez, acreditada en magníficos textos como los relatos de Fin del capítulo ruso (Ed. Vintén; Montevideo, 1998) y la novela Naufragios (Ed. Algaida; Sevilla, 2002; premio Ciudad de Badajoz), amén de otros muchos que aún no he podido leer pero que han sido muy celebrados por la crítica. En Las largas horas de la noche, la estrategia del autor ha sido la más compleja y arriesgada, pero al mismo tiempo, la única que una historia de amor tan intensa  merecía.

Por utilizar una expresión del ámbito cinematográfico, digamos que Antonio Álvarez Gil ha optado por el montaje invisible. Así, la narración carece de costuras, al menos en apariencia, y se sostiene a sí misma gracias a dos recursos esenciales en toda buena literatura, caracterizados precisamente por su transparencia: por un lado, una tensión dramática hábilmente dosificada, sujetada, que marca un tempo de ritmo cautivador; por otro lado, un lenguaje rico y atinado, pero nada petulante.

Por lo demás, el escenario y el trasfondo histórico se ponen al servicio de la trama en modo tal que, siendo ambos significativos, en absoluto intercambiables por cualesquiera otros, no interrumpen la acción, ni la adornan innecesariamente, ni se exhiben eruditamente para acreditar el sin duda minucioso trabajo de investigación que los hizo posibles.

El resultado es una novela de tema universal y eterno, en la que el amor arrebatado sucumbe ante el destino, entendido éste no como capricho de una deidad, sino como objetivo de vida, como proyecto que las circunstancias individuales y sociales pueden hacer inaplazable.

Es, por eso, también, una historia de sacrificios, de jerarquía de deseos, que el autor retrata con infinito respeto hacia sus personajes, tratados aquí como seres comunes, reales, esto es, en algún punto inevitablemente débiles   –humanos, demasiado
humanos –, y a los que, por eso mismo, ama de manera inocultable.

Barrunto que el planteamiento estético de redacción de Las largas horas de la noche, acometido por su autor con valentía y confianza en sí mismo, resulta imposible si no se ejecuta desde un determinado enfoque ético del individuo y de la condición humana en general, que coloca en el vértice de la vida los principios de la honradez y de la coherencia, pero esta es una hipótesis cuyo desarrollo me llevaría mucho más espacio del que aquí dispongo.

Me quedo, pues, con esa sensación primera de la que había hablado al principio; la del gratísimo placer que la lectura de la novela de Antonio Álvarez Gil ha dejado en mi recuerdo, para siempre. 

 

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