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De Edgar Allan Poe y Wilkie Collins a Dashiell Hammett y Raymond Chandler, la novela policial cumplió, en un intenso siglo de vida, el importante proceso que va de un ejercicio literario racional, propio de la modernidad y sus estructuras de pensamiento lógico, a la condensación literaria de la violencia y el crimen inmanente en la sociedad contemporánea –irracional y cada vez más deshumanizada, literariamente postmoderna. Los años que marcan la distancia entre Los crímenes de la calle Morgue (1848) y El largo adiós (1953) fueron de un esplendor inusitado para un género narrativo que, recogiendo las armas de la novela gótica, el folletín de aventuras y hasta de las novelas del far-west, creó un esquema estructural tan preciso y eficiente que logró desplazar a todas las formas de literatura genérica para convertirse en referencia y modelo de la narrativa popular y de consumo en la sociedad moderna y, por si fuera poco, contribuyendo muchas veces con su estructura al desarrollo de otros modelos genéricos –como la ciencia ficción–, además de funcionar como sustento literario de una parte considerable de la producción cinematográfica, especialmente norteamericana, que debe algunos de sus más queridos clásicos al bien llamado cine negro.

Un hallazgo fundamental, patentado por Poe, fue la pieza clave sobre la que se asentó todo el desarrollo inicial de esta literatura y una parte importante de su capacidad de penetración en el gusto de los lectores: la existencia de un enigma y de un personaje prototípico capaz de develarlo. Este elemento racional, convertido en relatos y novelas en sostén de toda la estructura argumental, y en exigencia para la gestación de los caracteres actuantes, dio un sello tan característico a esta narrativa que muy pronto fue también bautizada como “novela de misterio” o “novela detectivesca”, pues la concurrencia de un misterio y la subsiguiente necesidad de que resultara desentrañado por un sagaz investigador, ocuparon el centro de la atención de sus múltiples cultores.

Desde entonces la existencia de un enigma y su eficaz dilucidación fue una norma acatada incluso por los más osados renovadores de la novela policial, y tanto Hammett como sus más cercanos seguidores –Chandler, Ross Macdonald– perpetraron su revolución literaria conservando dicha norma muchas veces intacta. Sin embargo, estos creadores, ante el evidente agotamiento que ya se manifestaba en tan férrea estructura conceptual y narrativa, iniciaron un desplazamiento de sus intereses estéticos que, a partir de los años 60 del siglo xx, posibilitaría a sus discípulos redefinir los cánones estructurales del género y devastaría sus tradicionales fronteras. Por ello, aun cuando los maestros de la “escuela dura”** preservan la presencia del enigma en muchos de sus relatos, por lo general parecen más preocupados por elementos tan diversos y hasta entonces desestimados por la novela policial, tales como la verosimilitud, la violencia social, o la creación de caracteres comunicados de modo convincente con su entorno. De este modo, aquellos autores movieron su centro de interés literario hacia otros senderos estéticos y contextuales que abrieron las puertas de la realidad y la vida –y varias veces las puertas mismas de la literatura– al viejo modelo patentado por Poe, encerrado por casi un siglo entre sus propias paredes de papel. Así, en una de las obras maestras del género, El largo adiós  (1953), Chandler lleva este ejercicio al extremo de que, al terminar el libro, es posible que el lector ni siquiera recuerde quién es el asesino de la historia, pero conservará consigo –porque de este modo el escritor lo ha dispuesto–, la sensación de haber asistido al nacimiento y fin de una amistad presentada de un modo tan vívido y dramático como pocas veces ha sucedido en toda la historia de la literatura.

Por eso, cuando en la década del 60 los autores que suceden a Hammett, Chandler, Cain y Macdonald –como Chester Himes o Donald Westlake por citar a dos nombres ya clásicos de este proceso– convierten la realidad de los negros de Harlem o a la violencia del bajo mundo en su materia literaria preferida, la novela policial que brota de esta experiencia puede al fin olvidarse de la existencia o no de un enigma, y sólo entonces se cobra definitiva conciencia de que el elemento esencial que verdaderamente ha tipificado y sigue tipificando este modelo narrativo no es la presencia de un misterio de difícil dilucidación sino la existencia de un crimen que, como lo demuestra la realidad misma, no tiene por qué ser intrincado y cerebral para generar el propósito último de esta literatura: la sensación de incertidumbre, la evidencia de que vivimos en un mundo cada vez más violento, la convicción de que la justicia es un concepto moral y legal que no siempre está presente en la realidad de la vida.  

Y no es para nada casual que sea precisamente a partir de esta propuesta estética que el todavía hoy llamado género policial comience a cultivarse, de modo sistemático y extendido, en los países iberoamericanos. Hasta la misma década del 60, los contados y aislados ejercicios literarios realizados dentro del género policial por autores de este universo lingüístico y cultural, habían tenido como características más acusadas su afán paródico y su marcada intención mimética respecto de los modelos patentados por  los centros generadores. Autores tan importantes para la narrativa de la lengua como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, defensores y cultores inteligentes de esta modalidad, maestros de la mímesis paródica llevada a alturas verdaderamente literarias, pero a la vez vacías de vida, quizá ejemplifiquen del modo más evidente la actitud de los escritores que, en algo más de medio siglo, habían tratado de aclimatar la novela policial al ámbito de la lengua en países como Chile, Argentina, España y México, con más pesares que aciertos literarios, con más mimetismo que intención paródica, con más imaginación que diálogo con la realidad.

Una subterránea y misteriosa necesidad –como todas las relacionadas con el arte–, pero muy conectada con las transformaciones sociales de la época, se hizo patente en los años que corren entre los finales de las décadas del 60 y del 70, cuando varios autores, sin comunicación entre sí y respondiendo apenas a sus propias necesidades expresivas y hasta sociales, comenzaron a escribir en lengua española y portuguesa historias de carácter criminal, más cercanas a la vital narrativa de los autores de los 60 que al viejo modelo genérico asentado sobre la existencia de un enigma.

Un proceso curioso, definitivamente subversivo y anticipador, ocurre desde los mismos inicios del renacimiento de una novela policial iberoamericana. Rescatada precisamente en los días en que el boom de la narrativa latinoamericana ha exportado al mundo un modelo de sociedades en el que se preferencian los ámbitos rurales, míticos, singulares o históricos  –Pedro Páramo, El siglo de las luces, Cien años de soledad, La casa verde, y un largo etcétera–  esta nueva novela policial iberoamericana centra su interés en los mundos citadinos y contemporáneos en los cuales conviven el crimen y la vida, la violencia y la realidad más rampante y esencial de un universo abocado a todas las crisis políticas, económicas, morales y culturales.

Las primeras señales atendibles de este brote silvestre e inesperado de una nueva novela policial ocurre cuando dos autores tan peculiares y olvidados como Rafael Bernal e Ignacio Cárdenas Acuña escriben en México y La Habana sus novelas El complot mongol y Enigma para un domingo –relatos negros, citadinos, todavía entre paródicos y miméticos, en los que la violencia llega a hacerse incluso verbal, de un modo hasta entonces apenas visto en español. Pocos años antes, en un ejercicio literario también inusual entre los autores de la lengua, otro escritor hispanoamericano que ya había ensayado sus armas en el género con un volumen de relatos titulado Variaciones en rojo, había marcado la que, andando el tiempo, sería la pauta definitiva de esta modalidad en nuestro ámbito: porque con Operación masacre, el reportaje novelado que el argentino Rodolfo Walsh publica en forma de libro en 1957, se había vencido la frontera que distanciaba la literatura de la realidad, al punto de hacer de la misma realidad la materia narrativa, tal como pocos años después lo hiciera uno de los grandes escritores de nuestra época, Truman Capote, en su ya clásica A sangre fría.

Pero el definitivo carnet de identidad de esta corriente de literatura policial empieza a conformarse cuando escritores como Manuel Vázquez Montalbán, desde Barcelona, Rubem Fonseca, desde Río de Janeiro, Paco Ignacio Taibo II y Rafael Ramírez Heredia, desde México D.E, Oswaldo Soriano, des­de Buenos Aires, o Daniel Chavarría y Luis Rogelio Nogueras, desde La Habana, conforman a lo largo de los años 70 una propuesta heterodoxa y multiforme que llega a devenir modelo: el llamado neo-policial iberoamericano.

El primer elemento curioso en la conjunción de intereses de estos autores es, precisamente, que lo hacen desde la más absoluta diversidad, sin reparar en códigos establecidos y desde una intención absolutamente literaria y desmitificadora, pero a la vez cargada de intenciones sociales y hasta políticas. Así, al tiempo que un escritor como Manuel Vázquez Montalbán lanza a las Ramblas la figura de un detective privado más intelectual que actuante y comienza a escribir una aguda crónica del postfranquismo, Rubem Fonseca asume la violencia y la criminalidad como componentes esenciales de su literatura –que sólo en virtud de esta apertura formal y conceptual se puede considerar neo-policial–, y un escritor como Oswaldo Soriano asume el sentido paródico y postmoderno de esta narrativa hasta el extremo maravilloso de convertir la literatura policial y sus mitos en materia de su propia literatura. Mientras, empeñados en un incisivo neorrealismo, Taibo II y Ramírez Heredia dan la palabra al caos del D.F mexicano, adornado con la violencia policial y la corrupción como componentes de una próspera industria nacional, por las mismas fechas en que Daniel Chavarría, uruguayo radicado en La Habana, se convierte en la máxima figura de la “novela policial revolucionaria cubana” y, dentro de sus estrictos márgenes políticos, concibe complicadas fábulas de inteligencia y contrainteligencia hasta entonces inexistentes en la literatura de una región donde espionaje y contraespionaje siempre parecieron oficios lejanos.

Al despuntar la década del 80 y hacerse patente la existencia de una narrativa policial, auténtica y propia, escrita por autores iberoamericanos de diversas latitudes, también se puso de manifiesto la certeza de que se trataba de una propuesta estética que había asumido, más que un compromiso formal con las viejas escuelas, un reto ideoestético, pues se proponía mostrar los lados más oscuros de unas sociedades perdidas en un recodo del camino que va del  subdesarrollo a la postmodernidad –o en términos más actuales, a la globalización–, y en las que la violencia cotidiana, el crimen de Estado, la represión, la corrupción judicial y policial, el tráfico y consumo de drogas y la existencia de unos bajos fondos cada vez más extensos y profundos, marcaban el carácter de unas ciudades dominadas por la inseguridad civil y en las que la figura del policía estaba muy lejos de simbolizar la existencia de un orden –o cuando menos, de un orden aceptable. Por ello, pienso que no resulta para nada casual que en una cantidad notable de las obras del género escritas en la región no sean los habituales investigadores, sino los delincuentes, las víctimas, los vengadores, los marginales o los asesinos –por su cuenta o empleados por las estructuras del poder– quienes acaparan la atención de los autores, en relatos donde, con alarmante frecuencia, la historia aparece permeada por la furia, la amoralidad y la degradación humana.

Con estas intenciones sociales y estéticas resulta notorio que estos nuevos escritores de literatura policial  –en un proyecto del que también participan autores de otros idiomas– hayan marcado claramente la fractura que los separa del viejo modelo genérico del cual muchas veces desechan, incluso, la recurrencia dramática al enigma y la estructura que su presencia implica. La renovación formal y conceptual, que va mas allá, también encarna formulaciones novelescas diferentes: la frecuente difuminación de los bordes entre ficción y realidad, la creación de mundos novelescos dinámicos y abiertos, la contaminación genérica e importantes –diría que esenciales– desplazamientos en los puntos de vista dramático e ideológico y, en consecuencia, en la intención ética de la novela policial de los fundadores, que funcionó hasta Hammett –e incluso después de él– como una militante defensa de un orden de cosas idealizadamente burgués.

Por un camino cercano, pero a la vez paralelo a esta renovadora tendencia general, corrió por esos años la mejor difundida y –si la fuéramos a juzgar por la crítica que militante­mente la aupaba– la más exitosa de las literaturas policiales  de la región, la escrita y publicada en Cuba. Quizás la principal característica diferenciadora del modelo cubano respecto a la tendencia más concurrida, haya sido que mientras los autores iberoamericanos se proponen, en la mayoría de sus casos, una literatura contestataria –política y literariamente hablando–, los cubanos optan por la reafirmación –política y literariamente hablando, como era de esperar. Viviendo en la singularidad de un país socialista, contando con todo el apoyo institucional para la publicación y difusión de su literatura y teniendo como premisa ideológica la progra­mática intención de crear una novela policial cubana y revolucionaria, el género se cargó de responsabilidades extra-literarias demasiado graves y se propuso, casi de manera expresa y consciente, ser un reflejo entre artístico y oficial de la lucha de clases y del ascenso de un modelo social, razón por la cual además del policial dedicado al crimen común, se cultivó con frecuencia la modalidad del espionaje y el contraespionaje, como respuestas a esa singularidad política de una isla que ha vivido un largo diferendo con los Estados Unidos. Así, aunque los valores literarios fueran las más de las veces dudosos –e incluso inexistentes–, al responder a una necesidad política, en la isla se promovió con vehemencia una novela policial que perdía sangre de libro en libro, hasta agonizar en los años finales de la década del 80, atrapada en la repetición, la banalidad y la falta de perspectiva artística.

En el resto de la región, mientras tanto, se daba el salto de la excepcionalidad al del cultivo sistemático de una nueva novela policial y en países como España, México y Argentina, y en menor medida, en Brasil y Chile, entraban en acción un grupo notable de autores capaces de generar un ambiente, la certidumbre de una existencia ya clara y definida de esta modalidad literaria.

Así, mientras Manuel Vázquez Montalbán convertía al detective Pepe Carvalho en protagonista de una larga serie de novelas, se unían a su proyecto autores como Andreu Martín, Juan Madrid y Francisco González Ledesma –entre otros– que diversificaban el modelo y sentaban las bases de una escuela de novela negra española, casi siempre argumentalmente centrada en los conflictos surgidos a tenor del tránsito del franquismo a la democracia.

En México, mientras tanto, la labor de Taibo y Ramírez Heredia pronto es secundada por varios autores de muy diversas propuestas, como el caso de Rolo Diez y Myriam Laurini, argentinos exiliados en ese país, que mezclan sus
experiencias vitales y hasta su lenguaje en obras que alguna vez fueron calificadas como “argenmex”. Mientras, jóvenes auto­res entre los que se destaca Juan Hernández Luna entran al ruedo con una literatura más visceral que cerebral y hacen de territorios como el D.F y, sobre todo, la frontera norte y ciudades como Tijuana, el escenario dilecto de peripecias cargadas de violencia y de personajes esperpénticos.

En Argentina, por su lado, apenas terminada la dictadura militar, una verdadera pléyade de autores experimentan con diversos modelos –más literarios unos, más violentos otros– y crean quizás la más polifónica de las escuelas nacionales del neopolicial. Narradores como Mempo Giardinelli, Juan Sasturain, José Pablo Feidman, Guillermo Saccomanno, Ri­cardo Piglia y un excepcional periodista como Miguel Bonasso –heredero de Rodolfo Walsh, y autor de libros sobre la época del terror militar y sobre la corrupción democrática– conforman la cúspide más visible de una cada vez más extensa narrativa policial argentina.

Mientras, en Brasil, la tendencia fundada por Rubem Fonseca abría un camino hoy transitado por diversos autores –entre ellos Patricia Melo, una de las pocas mujeres que han  insistido en el género– y en Chile ha sido Ramón Díaz Eterovic el más constante cultor del policial, al cual ha acudido siempre de la mano de su detective Heredia. En años más recientes otros autores de ese país se han acercado al género, entre ellos Luis Sepúlveda, Marco Antonio de la Parra
y Roberto Ampuero, además del veterano Poli Délano, siempre en la frontera o inmerso, incluso, en los terrenos de la ficción criminal.

Un hecho notable respecto a la popularidad, aceptación y propagación de este tipo de narrativa entre los escritores de la lengua ha sido la concurrencia de numerosos autores que ocasionalmente han publicado obras muy próximas o ya propiamente enmarcables dentro del género, como son los casos de Mario Vargas Llosa y ¿Quién mató a Palomino Molero?, Gabriel García Márquez y Crónica de una muerte anunciada, Fernando del Paso y Linda 67, Eduardo Mendoza y La verdad sobre el caso Savolta, Sergio Ramírez y Castigo divino o, más recientemente, Eliseo Alberto y su thriller Caracol Beach.

La ya notable cantidad, calidad y variedad de autores que comulgan abiertamente con el género o que lo practican de manera eventual, han convertido a la novela policial ibero­americana en un territorio significativo y atendible dentro del ámbito de la narrativa contemporánea de nuestros países. Ya sea como experimento literario o, las más de las veces, como expresión artísticamente adecuada de la realidad cotidiana de unas sociedades cada vez más violentas, caóticas, descentradas y en crisis permanente, esta novelística ocupa un espacio altamente significativo en el quehacer literario de la región e incluso va permeando con su subterránea influencia los terrenos de la literatura no genérica. Por ello, en tanto reflejo de una realidad muchas veces sórdida, esta narrativa ha cumplido una importante misión en la redefinición de la imagen de la región, especialmente en el caso latinoamericano, que durante años fue casi exclusivamente asumido y consumido como el universo de lo mágico y lo maravilloso, del caudillismo y las dictaduras, de la civilización en lucha con la barbarie. Pero la nueva novela policial, al imponer definitivamente la presencia de una literatura urbana apegada a una cotidianidad donde no hay demasiado espacio para la poesía, que artísticamente procesa y devuelve sin exotismos la vida de unas sociedades en descomposición, ha creado con su insistencia un nuevo rostro, acaso hoy más verdadero, de un mundo donde se imponen, como el pan nuestro de cada día, el miedo y la violencia.

Para una antología

El amplísimo horizonte de intenciones de los más notables creadores inmersos en la creación de una nueva literatura policial en América Latina y España redundó en la no menor amplitud de realizaciones literarias, proceso del cual esta antología es un notable muestrario y resumen.

Quizás el lector que entre en las páginas de este libro buscando misterios insolubles, inteligencias infalibles y crímenes que pagarán su necesario castigo, salga decepcionado de la experiencia. Porque, a tono con la realidad de los tiempos que vive la novela policial en el mundo, y de acuerdo con los intereses literarios de los más reconocidos autores iberoamericanos del género, las obras aquí recogidas transitan muchas veces por los senderos del crimen no resuelto y de la violencia como forma de vida y no por los del misterio infranqueable y las inteligencias infalibles. Por ello, cuando menos resultará curioso advertir que apenas dos de los veinte relatos antologados están protagonizados por la tradicional figura del detéctive privado y que sólo uno cuenta con la presencia importante de un policía –por cierto, mujer y lesbiana–, mientras que en una abrumadora mayoría de los casos son las víctimas o los gestores del delito las figuras protagónicas de los relatos. Esta coincidencia de tantos escritores de tan diversas latitudes, apunta claramente a una intencionada difuminación del elemento ordenador que, en la novela policial clásica, representó el investigador –privado u oficial–, a favor de un predominio de las voces, actitudes y pensamientos marginales generados y aupados por un caos que lo domina todo, o casi todo –incluso el trabajo policial.

Por otro lado, también resulta significativo el hecho de que para realizar esta antología y contar con la presencia de un grupo notable de autores de los que con mayor frecuencia y aciertos literarios han “incurrido” en esta narrativa, sólo haya sido necesaria una convocatoria amistosa por parte de la antologadora, invitando a participar todos del mismo libro. Conversaciones personales, telefónicas o por e-mail fueron suficientes para conseguir el extraño milagro, en estos días de dispersión, de reunir a autores de ocho países –Chile, Méxi­co, España, Cuba, Colombia, Brasil, Argentina y Uruguay–, comunicados entre sí por la pertenencia a una especie literaria que todos ellos asumen con sentido militante y justificado orgullo.

Una especie de cofradía artística se ha generado y desarrollado entre los escritores del género policial en los países de Iberoamérica, quienes además de compartir un credo estético han formado una especie de tribu –no selectiva, nunca cerrada– inexistente en cualquier otra manifestación literaria en esta parte del mundo.

Si bien durante más de diez años han existido eventos y circunstancias aglutinadores –la Semana Negra de Gijón, concebida y organizada por Taibo II, los encuentros y congresos de la Asociación de Escritores Policíacos, la coincidencia de muchos de ellos en catálogos de diversas editoriales de España, Francia, Italia, Portugal, Grecia, Brasil, México...–, pienso que el elemento que más ha coadyuvado a establecer ese espíritu de cuerpo entre los neopolicíacos iberoamericanos ha sido una común postura estética que de algún modo los define y los caracteriza a todos: la de saberse contadores de historias, creadores de fábulas sobre la sociedad contemporánea y la de trabajar con la intención de romper los elitistas códigos de la literatura escrita para otros literatos, que tanto abunda y aburre en nuestros panoramas editoriales. Empeñados en sostener que la aventura es la sustancia de la mejor novelística de todos los tiempos –desde el Quijote a nuestros días–, estos autores han establecido una doble comunicación con el mundo que los rodea: primero al tomar de ese universo las historias de que se nutren y luego al devolverlas ya escritas al ámbito real en que viven esos seres necesarios –a veces olvidados por muchos escritores– que son los lectores. Como en toda antología, en ésta no aparecen todos los que son. El diapasón pudo ampliarse y otros autores pudieron haber figurado en una lista que, en cualquier caso, evidencia a las claras la existencia de un movimiento fuerte y cada vez más extendido de literatura policial iberoamericana.


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*  Prólogo a Variaciones en negro. Relatos policiales iberoamericanos
.  Selección y notas de Lucía López Coll. Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2003)

**N.  el editor.: del inglés hara’-boilea’fiction. Forma literaria caracterizada por la presentación fáctica e impersonal de temas o incidentes de índole naturista o violenta, generalmente por medio de un tono estoico, exento de emocionalismos y de juicios moralistas explícitos o implícitos.

 

 

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