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En el Tintero / Archivo

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En cuanto entras al salón, tu vista se detiene sobre el piano, que aparece en un extremo, luciendo sus maderas preciosas en espera de su dueña. Mientras María se instala en él, García Granados y el resto de la familia te invitan a sentarte. Don Miguel se acomoda a tu lado y continúa la charla comenzada durante la cena. Has venido temprano, abrigando la ilusoria esperanza de retirarte a descansar también temprano, aunque ahora que estás hundido en tu asiento, escuchando los primeros acordes que extrae María del piano, sabes que esta lluviosa noche de la víspera de tu partida, tu cabeza cansada no conocerá la suave placidez de la almohada. Ya ha pasado la hora de las preguntas de rigor sobre la salida de la diligencia hacia el puerto de San José y la fecha en que zarpa el vapor rumbo a Acapulco; ha sido agotado el tema de la política local y de la gran política americana. Después que don Miguel te ha relatado sus experiencias sobre la efímera vida de la Unión Centroamericana y las insulsas causas que motivaron su destrucción, después de hablar de Guatemala, su gente y su naturaleza y sus recursos, han caído en el tema eterno del hombre y su alma sedienta de amor. Compruebas una vez más cómo este guatemalteco insigne se acerca al ideal de persona íntegra que sueñas habrá de vivir algún día en esta entrañable tierra americana. Y no por esperada te sorprende menos su declaración acerca de que la piedra angular de la prosperidad de las naciones, descansa en el templo de la plena libertad del ciudadano. Aprovechas la pausa que brinda una humeante taza de café servido por Matilde, para desviar la vista hacia María. Ahora le dedicas todos tus sentidos; reparas en la melodía que toca en este momento, un triste vals de Arditti que le escuchaste ya en otra oportunidad. Por cierto que en aquella ocasión ella misma cantó la letra de la pieza. Entonces le dijiste que el aire nostálgico de la melodía le sentaba a su manera de tocar. Don Miguel ha comprendido que escuchas el piano y  guarda silencio. Así corre el tiempo, como fugándose sobre las notas que María echa a volar en el aire del salón. Cuando se levanta para ceder su puesto a Adela, son pasadas las once de la noche. Y entonces se sienta en la butaca frente a ti y puedes observar su rostro sudoroso. Está evidentemente agotada por el esfuerzo del piano. Sólo sus ojos se mantienen iluminados por un brillo invicto. Sorprendes su mirada. "¡Por Dios, qué bella es!", te dices y no  puedes menos que contemplarla extasiado un instante breve pero intenso, suficiente para apresar esta imagen que sabes te llevarás para siempre en la memoria.

Ya cerca de la medianoche García Granados propone brindar por tu viaje. Expresa que no pretende atemorizarte, pero es necesario desearte buena suerte, tan peligrosos se han vuelto los caminos. Tanto aquí como en México pululan las bandas de salteadores armados. "En fin... suerte", propone levantando la copa rebosante de champaña. Gracias, pronuncias en voz alta, conmovido por las muestras de simpatía que encuentras siempre en esta familia. Cuando todos se sientan, María permanece en pie, pide permiso a su madre para retirarse a su habitación, aduce que el esfuerzo del piano la ha agotado. Entonces pide a su hermana que la llame cuando el señor Martí vaya a retirarse, quiere estar presente para despedirle. Y te observa un instante con mirada natural, casi neutra. Percibes, sin embargo, esa suerte de fluido extra-sensorial que reserva otro mensaje para ti.

Por eso  cuando, pasada quizás una hora, anuncias que deberás marcharte a hacer tus valijas y doña Cristina ordena a Adela ir a buscar a María, tú no lo dudas ni un segundo: "No es necesario molestarle –dices–. Yo mismo iré". Y te incorporas en tu asiento. La mujer intercambia una rápida mirada con su esposo y luego te muestra una sonrisa. "Por supuesto, si lo prefiere." Y volviéndose hacia su hija: "Adela, acompaña al señor Martí."

La muchacha asiente con una sonrisa obediente y sale contigo del salón; mas al llegar a la pieza de su hermana, coloca una mano en el pomo de la puerta y la otra sobre tu brazo. "Ande, yo lo espero aquí." Tu mirada vacila un momento entre Adela y la hoja entreabierta; pero enseguida te decides y, dándole las gracias con un susurro, pasas a la habitación de María.

En cuanto entras la descubres tumbada sobre un sillón, con los párpados entornados y la cabeza abatida contra el espaldar. Nunca hubieras imaginado su pieza decorada de manera tan sencilla. Un librero repleto ocupa la pared frente a la cama, mientras la cabecera la domina una ingenua reproducción en madera de la virgen que viste en Santo Domingo, virgen india, trigueña, casi voluptuosa; demasiado humana, piensas. Pero enseguida tu vista vuelve hacia María, que ha abierto los ojos y te invita a ocupar el segundo sillón de la habitación.

–Vine a despedirme –es todo lo que atinas a decir en medio de la confusión que te embarga. María asiente con la cabeza. Ahora que puedes observarla sin limitaciones, notas la acentuada palidez de su semblante.

–¿Estás bien? –continúas tratando de encontrar el tono. María vuelve a mover la cabeza en señal de afirmación.

–¿Hice mal en venir?  Creí entender...

Te mira con los ojos nublados.

–Perdona –dice en un murmullo, y alzando ante tus ojos un bulto pequeño que mantenía en el regazo–:  Mira, te he bordado esto.

Tomas el objeto en tus manos y sientes el perfume que emana de la tela suave.

–¡Una almohadilla! –murmuras invadido por la ternura más dolorosa que has sentido en la vida.

–Úsala para el viaje; dicen que trae buena suerte.

–Gracias, María.  La llevaré siempre conmigo.

Entonces vuelves la vista hacia la ventana y ves las pequeñas gotas de lluvia deslizándose por la superficie del cristal. María se pone de pie y va hasta la cómoda.  Allí abre una gaveta y saca un sobre cerrado y te lo entrega.

–Toma esto también –te pide–.  Ábrelo cuando llegues a casa.

Extiendes tu mano y el contacto del fino papel te hace estremecer. Aún lo observas un momento antes de depositarlo en el bolsillo interior del saco. Jurarías que sientes su presencia sobre tu pecho.

–Gracias –dices, tomándola del brazo. La idea de que los familiares esperan abajo pasa como una sombra por tu cerebro–. Nunca podré olvidar este momento.

Está tan cerca de ti, que sientes el roce de su respiración. Haces un esfuerzo y balbuceas:

–María, debo irme.

Ella te mira desde el fondo de sus grandes ojos oscuros, te mira en silencio, expectante, tensa, y tú comprendes que ha llegado el final. Estrechándola contra tu pecho, rozas con los labios la frente de María. La encuentras ardiente, y cuando observas de nuevo su rostro, dos lágrimas se deslizan por sus mejillas.

Luego las cosas se precipitan sin orden aparente, como dispuestas por una fuerza disparatada que organizara caóticas secuencias de manos extendidas que oprimen tu mano, bocas sonrientes y frases de despedida mezcladas a deseos de buena ventura para el viaje.

 

 

Sola en su habitación, María se acerca a la ventana, descorre levemente la cortina y se asoma. Ve la figura borrosa que se aleja, y aprieta los labios en una mueca de dolor. Afuera la lluvia cae suave, monótonamente.

 

 

Ya en la calle, la lluvia despierta tus sentidos. La lluvia es una mano amiga que acaricia tu cabeza con sus dedos infinitos, piensas cruzando al otro lado. En el portal de El Sevillano hay un indio dormitando sentado. Pasas junto a sus miserias y vuelves la vista hacia el balcón de María. Al descubrir la silueta que se refugia tras la cortina, te detienes un momento. Luego continúas caminando con paso apresurado a lo largo de las fachadas dormidas. Las gotas caen sobre tu frente, te bañan el rostro. Llevas bajo el saco la almohadilla de olor. Con la mano derecha la oprimes contra el pecho, tratando de protegerla de la lluvia.

 

 

Arriba, María se acerca otra vez a la ventana. Ya Martí está lejos, apenas se distingue su sombra perdiéndose en la noche. Sobre los techos de las casas cercanas, las nubes corren a baja altura. Ella permanece durante mucho tiempo observándolas, tratando de desentrañar los secretos que arrastran sus vagos contornos.

 

 

A la tenue luz del velador, sacas del bolsillo el sobre que te ha entregado María. Al abrirlo, no puedes evitar el leve temblor que domina tu mano. Ante tus ojos aparece un mechón de cabellos negros como el ébano y una postal con su imagen. María está sentada ligeramente de lado y mantiene las manos cruzadas sobre el regazo mientras vuelve el rostro hacia ti y te saluda con una sonrisa. Sientes que una inmensa ternura se adueña de ti y no puedes precisar el tiempo que permaneces inmóvil, contemplando extasiado la fotografía. Al volverla por el reverso, tus ojos se nublan.  En la parte superior, escrita con letra cuidadosa y pareja, puedes leer la dedicatoria:

 

Tu niña                    

Guatemala, 1877

 

Te sientes como un árbol centenario al que han arrancado de pronto sus raíces, y colocas de nuevo en el sobre el mechón y la fotografía. Entonces vas hasta tu mesa de trabajo y tomas la almohadilla entre tus manos. Acercándote a la ventana, la abres de par en par y te quedas parado, contemplando la calle. Afuera la lluvia continúa cayendo suave, monótonamente.

 

 

Amanece. La suave penumbra de la habitación va cediendo lugar a la luz del día. La muchacha no ha dormido en toda la noche. Lo evidencian sus ojos llorosos que observan insistentemente algún punto en el techo, y su rostro lívido, marcado por las horas pasadas en vela. María se levanta y abre la ventana. Con expresión lánguida se queda mirando hacia la calle, al sitio por donde la noche anterior ha desaparecido Martí. Ya no llueve.

 

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