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Introducción
Carmen Dolores Hernández

La tarde pesaba, caliente y húmeda. Había barrunto de lluvia cuando llegué al cementerio conocido como Las Mercedes –“Las Mercedes Memorial Park” es el nombre oficial– en busca de la tumba de sor Isolina Ferré. Situado a las afueras de Ponce, en la carretera 14 que luego se interna por las montañas y llega hasta Aibonito y Cayey, es un cementerio nuevo. Perteneció a la familia Serrallés; por eso lleva el emblemático nombre que se repite en esa familia, incluso en sus propiedades.

Las montañas, parte de la cordillera que divide a la Isla en un Norte y un Sur no por próximos menos diferentes, se veían cercanas; habían adquirido un tinte azul que les prestaba un aire misterioso. El verde de la vegetación se había tornado oscuro, tenebroso, algo poco común en una isla que abunda en matices deslumbrantes. La hierba bajo mis pies, sin embargo, húmeda tras un chubasco reciente, era de un verde fresco y nuevo.

No hay mausoleos en este cementerio, ni panteones, ni capillas. Los ataúdes descansan en la tierra misma, a la usanza de los camposantos del norte. Lo que se ve, al abarcar el recinto con la mirada, es un jardín de flores: cada tumba tiene encima una maceta o un florero.Aquel día, todos estaban repletos de ofrendas florales.

Mi búsqueda de sor Isolina Ferré empezó allí. Religiosa perteneciente a la congregación de las Hermanas Misioneras de la Santísima Trinidad, la ponceña sor Isolina –tras pasar casi una tercera parte de su vida en los Estados Unidos, trabajando en comunidades marginadas– regresó a su isla de origen en 1968 e inició una labor de rescate de la Playa de Ponce, sector deprimido de esa ciudad. No fue el suyo un simple misionar al uso, ni un ejercicio dadivoso de caridad. Lo que llevó a cabo fue una obra de envergadura que regeneró y le devolvió la confianza a una comunidad. Eficaz en el lugar donde la inició, lo fue también en otros lugares de la Isla y aún sirve de modelo para otros.

Lea la Introducción completa

 

 

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