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El reloj digital marcaba en verde las nueve y algo, y un fragmento de sol se asomó por debajo de la puerta. De algún modo ella sabía que yo no tenía mujer y que nadie me esperaba, salvo una habitación vacía en la casa de mi hermana, a unas cuadras del paradero de la Víbora. Algo de esa simple verdad se me había salido por los ojos y ella lo notó.

Ahora dormía a mi lado como una piedra, la boca entreabierta, destapada, muy desnuda. El mulato estaba del otro lado de la cama, con su gran pene incircunciso al descubierto.

La pared del frente mostraba una de esas abstracciones de hospital y posada, hechas sobre cartón, con pintura industrial, y enmarcadas de modo barato. Representaba las abstracciones que un viejo profesor universitario me había enseñado a distinguir de las otras, las verdaderas, durante repasos interminables en un silencioso salón de la Facultad de Artes y Letras, allá por los primeros años ochenta, con diapositivas espléndidas que venían de los museos y pinacotecas del mundo socialista.

Me levanté y encendí la luz de la mesa. El resplandor le dio a él en la cara e hizo una mueca. Abrió los ojos.

—Qué clase de afrodisíaco es el maní —dijo entre bostezos.

Y reparó en su pene, que se le había inflado un poco.

—No te preocupes, han de ser las ganas de orinar —le dije para que no se hiciera ilusiones de proseguir.

Se levantó. Era delgado y ahora sí estaba terriblemente excitado.

—¿Ya te vas?

—Y rápido. Ni loco me quedo aquí un minuto más —dije.

—No hay que arrepentirse.

—Fin de la conversación, ¿está bien?

Ella se volvía una fiera gozando con las penetraciones dobles. El mulato era un experto en aquello.

—La voy a despertar, a lo mejor quiere un poco más de esto —dijo mientras jugaba con su dilatado prepucio.

El mulato, al ver que yo demoraba vistiéndome, se apresuró a atraer mi atención. Quiso despertar a la cuarentona de manera alegre, y como su posición se lo permitía empezó a introducir su miembro no sé en cuál de los agujeros.

—La puta está rendida.

El acto lo hacía feliz, evidentemente, y hasta yo, que no me hallaba bien (tengo un estómago débil), conseguí una furtiva erección.

Me puse los zapatos y la camisa.

—Me voy —anuncié sin moverme.

El mulato sacó su herramienta y soltó su semen sobre los muslos de la vendedora. Inmediatamente después intentó entrar en la boca filosa de la mujer.

Yo iba a abrir ya la puerta.

—Oye, mi hermano.

Me detuve en seco y me volví al escucharle decir aquello: mi hermano. No me gustaba. Su miembro era ya una cosa pendiente y cubierta, pero como el de Hombre en traje de poliéster, de Mapplethorpe.

—Dime, que me voy.

El mulato abrió los ojos:

—Esta tipa está muerta.

 
Cástor y Pólux dialogan sobre el magneto prodigioso    
 

La calle ardía de sol, devastada. Hacía rato que descargaban unas piernas de cerdo de una belleza indiscutible. A unos metros las zanahorias y las acelgas eran una mancha de color muy distinguida.

—Pero él ya no vendrá, mira la hora.

El mulato se había empeñado en esperar al tal Papo para pedirle consejo. Yo le decía que la idea de meterlo a él en el asunto no era buena.

—Nos trajo aquí. Nos tiene que ayudar.

Aquella declaración me causó tremenda risa.

—No me digas. ¿Así que nos tiene que ayudar?

Temblaba. Su gran pene heroico estaría bien resguardado, como un enano que huye atravesando una selva de monstruos.

—¿Cómo era que se llamaba?

—¿Ella?

—¿Y quién si no? Espabílate...

—Carmencita. Carmen, por supuesto.

—Todas las Carmencitas son Carmen —arguyó.

—Le decían Carmencita, puede ser un alias —dudé.

—Déjate de boberías.

Una hora después el tal Papo no había aparecido. Calculé que el laberinto del tiro debía tener por lo menos una salida adicional.

—Vámonos, él no va a venir —lo miré fijamente.

El conjunto de expresiones que siguió después quería decir algo así: “¿Y ahora qué hacemos?”.

—Yo no tengo más dinero, ¿tú tienes?

—Yo tengo. Cogemos un taxi y ya, nos perdemos. Hay que perderse.

—Nos vieron como veinte personas o más.

—Todas bebían.

—De pinga esto. Pero es verdad, todo el mundo estaba en tragos.

Se acercaba un carro destartalado y el mulato le hizo una seña al viejo que conducía. El recorrido era el nuestro: Víbora-La Palma.

Nos acomodamos en el asiento trasero junto a una mujer con paquetes. Delante iba, solitaria, una escolar sencilla con un maquillaje lamentable: polvo de brillos y colorete de putear.

—Dime adónde vamos y qué hacemos —susurró el mulato.

Era increíble la claridad de su aliento. El mío era pesado a causa del alcohol y la ausencia del cepillado matutino.

—Si te parece, a mi casa. Desayunar es lo primero, estoy muerto de hambre y con este sol no puedo andar por ahí, sin un café por lo menos.

—Pero en tu casa...

Lo atajé. El mulato me impacientaba y bajé la voz:

—Vivo solo, tú. No hay lío con eso.

Mi propio lenguaje, casi ajeno, era una reflexión sobre el lenguaje del otro. O un disfraz momentáneo. O una traducción que se nutría de simulacros eficaces: vivo solo, tú; no hay

lío con eso. Al usar su lenguaje me acercaba a su intimidad más superficial, pero estaba bien. Los códigos son siempre conjuntos de palabras.

Mi hermana existía, no era un ser de mi imaginación. Pero hacía tiempo no vivía conmigo. Y mi casa, su propiedad, no pasaba de ser un apartamento pequeño y lleno de trastos. Ella me permitía estar allí si cuidaba los trastos aquellos. Yo era el responsable de lo que mi hermana y su marido no querían ya: sillas plegables destinadas a una reparación incierta, dos mesas con patas flojas, cuatro espejos casi sin azogue, cacharros de cocina, tablones de albañilería, un televisor sin voz y otro con la imagen defectuosa, un sofá de estilo con los muelles rotos y salidos hacia fuera y una olla eléctrica sin tapa. El marido de mi hermana venía a convertirse en El Gran Enemigo. Para colmo poseía mucho dinero.

El mulato chino tornó a acariciar su Lázaro santo. Le hablé:

—Me llamo Juan.

Con la mirada clavada en el vacío dijo:

—Yo soy Pedro.

Conseguía el maní, lo tostaba y su tía lo vendía al atardecer en ciertos rincones de Coppelia o detrás del hotel Habana Libre. Era carpintero y trabajaba en un taller de Luyanó destinado a la confección de muebles para escuelas. Lo habían visto cepillando una tabla de planchar —un regalo de cumpleaños para Rosalía, su mujer de entonces— y ahora estaba en la calle. A veces, en el parque Córdoba, después de la medianoche, se presentaba ante un público de loquitas ávidas de su falo eximio y cobraba, con él afuera, por muy diversos servicios. Un día lo sorprendió una pareja de policías y cayó en desgracia.

—Buen café —me dijo cuando terminó de hacerme, sin el menor sobresalto, la breve historia de su vida.

—Es de la bodega, pero tiene un poco de Cubita y algo de leche en polvo. Sabe bien.

—Tú no tienes refrigerador.

Era cierto. Mi hermana se lo había llevado.

—No tengo —dije sorprendido. Pensaba en comprar un pan de diez pesos.

—Te presto el mío. En mi casa hay dos.

El ofrecimiento me llenó de temor. Aquello podía ser el inicio de un compromiso que yo no estaba en condiciones de aceptar y menos tratándose de un desconocido.

—Deja eso.

Se quedó pensativo, mirándome por un minuto. Después introdujo en el diálogo el asunto que ambos esperábamos:

—Carmencita tiene que haberse muerto de muerte natural.

Ni tú ni yo le hicimos daño.

—En realidad lo que hizo fue gozar bastante. Pero está muerta y cuando averigüen sabrán que fuimos nosotros quienes pasamos la noche con ella.

—Es verdad.

—Y sabrán también que...

—Espérate, no van a indagar tanto. El tiro es ilegal.

—Iba a decirte que a lo mejor Carmencita padecía del corazón.

—¿Del corazón? Bueno, se tomó una pastilla. Suponiendo que fuera para el corazón...

—¿La viste con una pastilla?

—Claro, una pastilla.

—Ahí está, eso no era una pastilla. Era droga. Y le dio un soponcio y se murió.

El diálogo estaba llegando a un punto de pura alucinación y me sentí fuera de la realidad.

—¿No te quedará más café por ahí?

Me dio por pensar, sin embargo, en el mulato chino y su deseo de esconderse unos días en mi casa. Porque mi casa era eso, un escondite.


Cuaderno del pintor

Doy comienzo ahora, en medio de la serena confusión que irrumpe con su extrañeza en mi vida actual, a una remembranza selecta, cerrada sobre sí misma (como un políptico en las alforjas de un pintor errante) y que posee una sensitividad cuyo origen se encuentra en las historias de mi cuerpo. Ojalá esta libreta me ayude a pensar un poco. Es cuestión de suprimir el jirimiqueo de las confidencias y sustituirlo por breves chorros de escritura. Cambias el pensar teatral por el escribir silencioso. El habla cae en una crisis tremenda y se desacredita, como dicen hoy algunos filósofos. He visto hacer eso de cambiar las confidencias, generalmente habladas, por una escritura intermitente que en definitiva posee sus ventajas. No tienes que tomar en cuenta al otro, no tienes que detenerte en consideraciones del tipo: ¿se molestará si digo que...? O del tipo (por cierto, más peligroso): no creo en una sola palabra de lo que has dicho. Tampoco tienes que escuchar una proposición más o menos lógica que al cabo no te interesa para nada, ni sacar conclusiones sobre un tema colateral, ni pelear contra (o ceder a) la tentación de hacer preguntas sin ningún tipo de utilidad. La abolición del habla. Lo he visto hacer. Tomas una libreta en blanco, preferiblemente de las gordas, esas que tienen el tamaño adecuado, es decir, ni grande como un block de dibujo ni pequeña como una agenda de mano. La miras bien. La acaricias. Dejas que las hojas vuelen un poco, medio borrachas a causa del olor a papel nuevo. Dejas que las hojas queden ahí, esperando la escritura. No dibujarás nada en ellas. Ninguna forma salvo la forma de las palabras. He leído por ahí que la gente se dirige a Dios. Y escriben eso: Querido Dios. Y al querido Dios se le envían cientos de cartas. Miles. Todas viajando hacia Dios Todopoderoso como si fueran cohetes de papel, o un remedio de eficacia probada. Cartas larguísimas, manuscritas. Cohetes larguísimos. Cartas con un sentido del detalle tan preciso que revelan, al final, cuánto escepticismo guarda el remitente. O tal vez no. Una libreta que no ayude a pensar, sino a dejar de pensar. Hay que salirse de lo real, si es que esa noción se mantiene con vida aún, en estos tiempos. Querido Satanás... La realidad es la más engañosa de las construcciones. ¿Quién dijo eso? Lo he oído. Lo he leído. Que esta libreta me ayude a escapar de vez en cuando. A escaparme mientras recuerdo cosas y no pienso. ¿Es esto un rezo? Posiblemente. Un rezo en el templo interior. Que esta libreta... digamos que se trata de un antídoto para... Hmm... no sé cómo seguir. Los comienzos son casi siempre accidentados. Bien, sigamos entonces. Hay que seguir. Si en el instante de seguir no sabes cómo hacerlo, entonces sigues y ya está. Experiencias así empiezan en el cuerpo, se van del cuerpo y regresan al cuerpo. Resulta sencillo. Tampoco hay que pensar en un destinatario. ¿Hay necesidad de un destinatario? Destinatario hipócrita, mi igual, mi hermano. Si pudiera recuperar mi libro de poemas de Baudelaire... Empecemos: Ayer lo vi desnudo, estirándose después de beber una taza de café. El Desparpajoso Huésped. Tendría sueño. ¿No te desvela el café?, dije. Me miró y sonrió ampliamente. Lo tomo siempre antes de acostarme. Qué loco. Alzó los brazos, se retorció buscando altura, bostezó. No recuerdo bien si iba a bañarse o si ya se había bañado. No le importó salir del baño (o entrar en él) absolutamente desnudo. Por lo menos un calzoncillo. Llevaba sólo su cadena. Era flaco, pero no tanto. Puro músculo sin demasiadas definiciones. Puro músculo con muchas cuerdas. Y un falo muy bien estructurado, con cimborrio a cubierto, de un color medio ocre, oro ocre con una pizca de tierra y algo de naranja quemado. Pero esos tonos son demasiado abstractos para resultar convincentes. Piel mulata —con rebajas tonales, queda aclarado— y punto. Y después el trabajo corruptor que siempre le hago a la voz de esos tipos. Por supuesto que no dijo esa frase: Lo tomo siempre antes de acostarme. Se expresó de una manera más natural y más fea: es que tengo un vicio de café del carajo y si no me tomo aunque sea un tin marín antes de acostarme... Hará un par de años me dieron una explicación en cierta editorial habanera. Iba yo de visita con mi carpeta de dibujos, en busca de alguna proposición negociable. Ya era la tercera o cuarta vez. Necesitaba dinero. Una embarazada que se había hecho mi amiga, y a quien yo le caía obviamente muy bien, me decía: Óyela —estaba refiriéndose a una trabajadora medio granuja que tecleaba con furia a tres metros de ella—; dice que ayer bajó con sus mulatas (sus hijas) a tomar helado. Si sabrá ella lo que es ser mulata... Me quedé mirando su barriga de cuatro meses y medio. Pero ella es mulata, le dije. No, Pipo; mulata soy yo. Esta piel —se alzó una manga de la blusa— es casi blanca, pero fíjate que digo casi, porque yo no soy blanca. Las mulatas del siglo diecinueve eran como yo, y hasta un poco subiditas de tono. La mulatez era eso, ser casi blanca. ¿Tú no leíste Cecilia Valdés? Ahí hay un brete tremendo... La disquisición me encantó. No me acordaba de Cecilia Valdés. La piel de la embarazada era y no era blanca. ¿Y ella, entonces?, señalé a la mecanógrafa con un dedo al nivel de mi estómago, para que no fuera un dedo oprobioso ni buscapleitos. Ella es negra, por supuesto, dijo. Parecía un argumento muy razonable. La boca de la embarazada no era caucásica. Ni su cabellera. El indogermánico se había ausentado de su soma. Después añadió: Pieles como ésta no se dan todos los días, Pipo. Era verdad. Mira esto, me ordenó mientras se levantaba de un golpe la blusa. Y pude verle el ombligo, en cuyos alrededores su mulatez era mucho más controvertible porque el sol no la había tocado allí en mucho tiempo. Tenía pelos breves que eran una delicia, pues bajaban bien agrupados y se perdían en el infinito de Dios. Diré entonces, para concluir, que el Desparpajoso Huésped ostentaba ese mismo tipo de coloración —un café con leche muy claro—, pero algo más acentuada. A mí sí me desvela; si me tomo ahora un café no podría dormirme, dije entonces. No sé si captó mi mirada. Nunca termino de secarme bien, he tenido siempre un problema con eso, comentó mientras hacía de la toalla una bola vulgar. El ingrediente chino eliminaba la indiscreción de una pilosidad execrable. Desplegó la toalla y empezó a frotarse en redondo los testículos. El glande se le descubrió mientras hacía aquellos movimientos. Rosa oscuro, rosa pétreo, rosa perdido en una quemazón rosada. ¿Cuál es el efecto que consigues si espolvoreas ceniza encima de una corbata púrpura? El pene creció un poco, lo noté enseguida.

Era cuestión de recordar sus excesos, de recordar ese  pene brillante de jugos, el mismo pene que él, en aquella escena memorable, ambos a solas con la vendedora, había agarrado por la base como quien blande una cachiporra, después de lo cual empezó a golpearse rítmicamente la palma de la mano izquierda, reproduciendo así una convención sobre los Estados Cuánticos Sexuales en el Fin de los Tiempos. Dos cosas, en fin: quemazón rosada y blancor de leche copiosa. Dos imágenes que, hasta el desenlace, iban a acompañarme en los espejos y la noche, los contornos de las nubes, la oscuridad de los anocheceres en ciertas esquinas de la ciudad, las formas de las mujeres y los hombres adictos al arte, los cuadros de gran formato de Servando Cabrera, las miniaturas obscenas que adornaban las cajas de rapé en el siglo dieciocho inglés, las bellotas en almíbar de cerezo que devoraban los cerdos de Catalina de Rusia, y los invencibles aparatos negros (unas pingas de huye que te coge el guao) que manipulaban las nórdicas de tercera clase luego de adentrarse, con enorme curiosidad, en las espesuras del Parque de la Fraternidad después de las doce de la noche.


Los zorros súbitos pelean bien


Cuando Pedro llegó con su refrigerador montado en una moto vieja, ya era mediodía y el almuerzo estaba listo. De pronto me había gustado cocinar para ambos, hacía tiempo no cocinaba para dos. Huevos fritos, ensalada de aguacate con habichuelas, arroz y potaje de frijoles negros.

—Huele bien —dijo al entrar. Yo me dedicaba a echarles agua a mis matas, que eran mis modelos. Me daba a veces por dibujar y me sentía feliz, o en paz, recordando viejos días de ocio, cuando conseguir cartulinas y lápices de calidad no constituía un problema.

—En realidad, para lo que se come, un refrigerador no significa mucho —empecé a decir. Pero Pedro no quiso oírme y alzó la mano:

—Es un refrigerador chiquito, pero trabaja bien. Y deja ese tema ya, que el agua fría con estos calores es una bendición —acarició al de las muletas con una delicadeza que no se avenía bien con su mohínes.

Durante la caricia había examinado uno de mis dibujos. Y había sonreído.

—Pintas —apretó los labios—. Hay gente que se gana la vida con eso.

El dibujo mostraba una especie de close-up vegetal. Hojas y hojas por toda la superficie. Pero no existía el verde. Un dibujo a lápiz, sólo eso. Una especie de cañaveral en blanco y negro.

—¿Estudiaste pintura?

—No. Estudié hasta el tercer año de Historia del Arte… y si no te parece mal podríamos dejar el asunto.

En silencio conectó el refrigerador y se dedicó a evaluar el funcionamiento del motor. A cinco días del suceso, refugiados absurdamente en mi ergástula —sobre todo él, de visita en visita—, fingíamos que ninguno de los dos pensaba en Carmencita. Después, cuando de verdad se mudó a mi casa (es decir, cuando estar en ella era tan natural para él como para mí), yo me preguntaba a veces, abriendo los ojos en medio de la madrugada, qué hacía ese tipo ahí, dormido a mi lado sin que de veras nos conociéramos. Pero esa pregunta iba perdiendo fuerza, iba como quedándose sola y se convertía de momento en algo en lo que no había que pensar. Él estaba ahí y ya. Y no me daba miedo admitirlo (admitir el hecho en sí y admitir la presencia de su cuerpo ocupando un espacio absolutamente privado).

Cuando el sol ya hubo bajado y yo contaba el dinero que me quedaba, recordé que debía llamar por teléfono a Roberto a ver si había algo para mí en el agromercado.

Roberto era un tigre para los negocios. Tenía el defecto de ser muy gordo y de poseer, además, una fuerza extraordinaria. Pero le gustaba la cortesía. Controlaba la mitad de un agromercado que estaba a dos cuadras del cine Los Ángeles y a veces me reservaba unas horas de trabajo en algún puesto menor por el que yo cobraba unas cantidades que nunca estaban de más. Con sus mujeres y su automóvil, Roberto parecía un hombre invencible. Me decía su sermón cada vez que me ponía a su servicio: “Juanito, hijo, no te dejes engañar; mira adónde he llegado, tengo cincuenta años, dos hijas preciosas, algunas mujeres, dinero y un Oldsmobile de museo; lucha la vida, deja eso de la pintura y ya verás los resultados.”

Pedro regresó y yo tenía ya el compromiso de atender el sábado uno de los mostradores de vegetales. Roberto me pagaría doscientos pesos por esa jornada. Me había recalcado que debía estar allí muy temprano, a las siete a más tardar. Doce horas bajo una plancha de fibrocemento que ardía.

—Mi tía tiene maní para dos días. Deberíamos pensar un poco en este lío —dijo Pedro al sentarse. Venía sudoroso.

Le di un vaso de agua.

—Vamos a dejarlo todo así, a ver qué pasa —le propuse—. El sábado tengo trabajo en el agromercado.

Me miró con una duda grandísima en la cara. Era un mulato chino clásico.

—Por el paradero hay un restaurancito popular de esos.

Mi tía me liquidó, te invito.

—Pero ni una palabra de Carmencita ni del tiro ni de nada.

Sonrió:

—Está bien. Y vamos a caerle, que hay buen ambiente.


Compárteme, anda...
 

La flacucha que apuntaba el pedido no tendría más de dieciocho o diecinueve años y hablaba con un desgano propio de esas mujeres que son muy orilleras o que están irritadas a causa de alguna enfermedad de origen sexual. Movía el pie con impaciencia.

—¿Ya? —preguntó.

—Ya, mi niña. Eso es todo.

Las zalamerías de Pedro no tenían límites.

—Parece un sitio limpio —dije.

—Esas flacas me gustan cantidad. Pueden abrirse mucho de piernas...

El pollo era como el pollo dietético: esmirriado y duro. Pero tenía buen sabor. Los frijoles habían sido cocinados con elegancia y revelaban un toque de dulzor disfrazado por el ají.

—La del pedido, oiga —llamó Pedro otra vez. Le gustaba importunar, pero yo prefería eso antes que volver al tema de la dama muerta.

La flacucha se acercó:

—Dime.

Pedro bajó la voz:

—¿No te sientas con nosotros?

—Estoy trabajando ahora.

—¿Y después?

Rió con rostro de pájaro selvático:

—Bueno... yo acabo aquí dentro de una hora.

La posibilidad de que entráramos en otras situaciones me ponía nervioso, pero se notaba que la flaca era la candela y que no se arredraba ante nada ni nadie. Por otro lado estaba el asunto ese de huir de Carmencita con la mente y con el cuerpo. Huir de la  verosimilitud impuesta por su imagen difunta.

—Entonces nos vemos aquí mismo dentro de una hora, ¿verdad? —preguntó anheloso el mulato.

—¿A comer?

—Si tú quieres...

—Yo comí ya.

—Entonces salimos, si te parece bien —dije yo de pronto. Era una flaca de Otto Dix o de Schiele, y oportunidades así con mujeres así no se dejan pasar aunque uno sea muy tímido.

Tengo cara de bueno, eso es indudable. Y Pedro, mulato chino, era un pícaro risueño con una sensualidad que se hallaba muy lejos de infundir temor. Digamos que se trataba de una sensualidad resplandeciente, para emplear metáforas de gusto dudoso.

—Bueno. Podemos irnos por ahí —dijo al alejarse.

Pedro me preguntó, riendo aún por lo bajo:

—¿Y qué vamos a hacer con ella, tú?

Me acordé de Carmencita y sus gemidos en la doble penetración.

—¿Qué tú crees?

—Eso sí es un aperitivo.

—No, en todo caso un postre.

—¿Y si no quiere?

Fui valiente:

—Oye, compadre, ¿pero tú no la viste?

—Tienes razón. Loca que está esa flaca, que se prepare.

Cruzaba el salón de una esquina a otra con los platos y las bebidas, sin mirarnos. Pero a veces dejaba ir los ojos hacia nuestra mesa y respiraba (o creía yo que respiraba) con más fuerza. Usaba esa combinación horrenda de falda negra y blusa blanca algo salpicada ya por diminutos puntos de salsa.

Pedro no paraba de hablar. Yo bebía mi cerveza taciturno, disfrutando de la caída de la noche.

Entonces ella se avecinó a la mesa y dijo:

—Ya terminé. Espérenme.

Y se perdió dentro de las brumas ignotas de la cocina, por una puerta sobre la cual se destacaba un letrero: TAQUILLAS.

La persona que, media hora después, salió por la misma puerta, era el ejemplo vivo de una transformación radical. Tenía el pelo corto, muy negro, y lo había lavado y peinado hacia atrás como un jovencito. El vestido, ancho hacia abajo, era sencillo y algo liberal, de color azul oscuro. Los zapatos rayaban en la pura economía de la elegancia. Había oscurecido sus pestañas y llevaba en los labios un color muy parecido al de la fresa.

—Ya está —se presentó—. Me llamo Nadia.

Ni Pedro ni yo atinamos a hablar.

—¿Estoy bien así? —preguntó.

—Qué vestido —comenté.

—Estás que ni mandada hacer, mi niña —sentenció Pedro.

 __________
*Fragmento de la novela Días invisibles, de Alberto Garrandés, Premio de Novela Plaza Mayor 2006.

 

 

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