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  • Presentación virtual de un libro real a cargo de un autor ausente 
    (
    Palabras de Luis Manuel García Méndez en la presentación de su libro El éxito del tigre)

    Q
    ueridos lectores:

Es un privilegio estar hoy con ustedes, porque de los 5.000 millones de lectores potenciales que pueblan este planeta, ustedes integran los trece millones (11+2) a quienes no necesito otorgar explicaciones adicionales, notas al pie, glosarios al final o chistes con instrucciones. Trece millones que leen entre líneas, captan al vuelo los sobreentendidos y concertan una complicidad instantánea que tanto se parece a la coautoría.

El último libro cuya presentación compartimos fue a inicios de 1993 si la memoria no me falla, en esta Isla de la que somos nativos para siempre aunque nos mudemos a lo más intrincado de cualquier continente, en Casa de las Américas para ser exactos. Fue Habanecer, otro libro de cuentos, o cuentinovela (diría mi amigo Reinaldo Montero) que había obtenido en 1990 el Premio Casa.

Hoy nos reunimos para presentar en sociedad  El éxito del tigre. Un tigre que nació entre Jaén y Sevilla, y entre el punto final de mi última novela publicada, El restaurador de almas (2002), y la versión final de Utopiario (2003) -una colección de poemas que ronda las librerías ibéricas, aunque reposaría con más comodidad en los anaqueles de La Moderna Poesía (cualquiera de las dos).  El éxito del tigre, como Los Forasteros (1989), con el que tiene una suerte de parentesco literario, carece de aquella vocación de novela invertebrada que tuvo Habanecer.

Este libro consta de diecinueve historias cada una cerrada en sí misma, con vocación de individualidad, no importa si nació en un exabrupto de la imaginación o si fue madurando lentamente durante meses o años antes de eclosionar. Son historias que pueden suceder ahora y aquí mismo, en cualquier allá y en cualquier tiempo, o en ese allá y en ese tiempo sin coordenadas que es la imaginación; historias que giran alrededor de cuatro grandes temas: la edad más peligrosa del hombre, que es su adolescencia, momento en que cuaja lo que algunos llaman destino; la escritura, no sólo como oficio, sino también como modo de vida, como recurso para enfrentarse a los rigores y las alegrías de esa otra vida que sucede fuera de las páginas; los personajes que imprimen el sello de la homodiversidad a nuestra especie, y que nos impiden ser una manada sin otra etiqueta personal que el ADN; y por último, varios cuentos sobre quienes no sólo no hacemos la historia ni escribimos su guión, sino que estamos condenados al papel de extras.

Pero si algún factor común transita estos cuentos es una ironía y un sentido del humor que sirven de disfraz al sentido del amor-amor y, sobre todo, una enorme piedad hacia estos personajes.

Por eso hoy, por lógica, yo debería estar aquí presentando el libro; pero en su lugar estoy allá, es decir, en el allá que es mi aquí de todos los días, a 9.000 kilómetros de ustedes, en el Madrid aterido de febrero. Y estoy en aquel (este) allá y no en este aquí, porque alguien determinó que esta obra y su autor son subversivos, atentan contra la moral y las buenas costumbres, son un peligro para la patria y están al servicio de las fuerzas transoceánicas del Mal -Mal Afuela, como diría una marinero chino.

Claro que, pensándolo bien, me percato de que un bar prófugo huyendo a través de la ciudad y del tiempo, es pura materia policial; que un antiguo profesor de Física echado cada noche a la mar en una cámara de camión para discutirle la pesca a los tiburones del Estrecho, no es un buen ejemplo para las nuevas generaciones; que tres muchachas evadiéndose de la angustia por la puerta falsa del suicidio, no son nada edificantes; como tampoco lo es sufrir por amor en medio de una guerra africana que no se comprende, cuando un protagonista verdadero debería explicarnos cómo allí, internacionalista y proletariamente, se templó el acero (el de Antillana, Eduardo, se sobreentiende). Cazadores de madrelfines, domadores de girasoles, mujeres a las que el destino otorga una segunda oportunidad, escribas que desatan una guerra sin cuartel tras pertrecharse en los arsenales del Ministerio de Cultura, un crítico que gana su derecho al limbo literario y un periodista que se deja devorar para dedicarse a escribir, por fin, tras los barrotes de una jaula en el zoo, las ficciones atragantadas en la cotidianidad.

Todos ellos son, cuando menos, personajes raros, cuya probidad ideológica seria carne de asamblea. Pero, un momento. El libro está aquí, se distribuye, puede verse y tocarse, existe más allá de nuestra conciencia (en palabras del profesor Konstantinov).

De modo que:

1) Sin que se le pueda absolver graciosamente de sus pecados, su mera presencia indica que el libro no es tan peligroso.

2) El inadmisible es su autor. 

Y yo sin darme cuenta. Me miro al espejo en el allá que no es aquí, pongo la peor cara de inadmisible, de agente enemigo, de traidor a la patria, pero ni así desaparece mi expresión de calvito padre de familia. Debe haber un error, supongo. Con esta cara no se puede ser peligroso ni acabado de levantar.

Posiblemente algunos funcionarios del departamento de silenciadores -importantísimos para la industria automovilística y para el recto rodar de 1a república, sin molestas contaminaciones auditivas se han excedido en su celo. Desde luego que no es asunto de gobierno interferir la libre circulación de libros y autores. Lejos de mi proferir tamaña infamia. Salvo que escriban manifiestos o tratados sobre el capital, los autores suelen ser inofensivos. Los gobiernos, en cambio, disponen de los policías y los ejércitos, de las leyes, los periódicos, la TV y la radio. No tienen nada que temer de un microscópico autor.

Recuerdo que cuando era niño, el grande de mi barrio no temía ni a las personas mayores. Y esa es una ley universal que sólo tuvo una excepción: cuando el grande de mi barrio cayó enfermo de unas fiebres, se puso muy malito, muy débil, casi lastimoso, y le entró pánico de que cualquier renacuajo de cinco años derribara su currículo de guapo local. Pero no es la regla y yo ignoro cuáles son los síntomas cuando un gobierno enferma.

Por eso creo que en este caso m i ausencia se debe a un malentendido que seguramente se aclarará antes de la próxima feria. O de la otra. Deberé publicar un libro por feria a la espera de mi repatriación literaria.

Mientras, brindo desde aquí con ustedes, aunque sea frente a la computadora y leyendo en los diarios de la Isla el éxito de critica y público que ha sido la feria, con los mejores deseos de que una pequeñísima porción de ese éxito pertenezca a este tigre, y que sea, precisamente, el tigre que ustedes merecen.

Luis Manuel García Méndez.
Madrid, febrero, 2004
       

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