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La danza de la memoria*

Rubén Ríos Ávila

 Para la crítica literaria queda claramente establecido que la memoria y la autobiografía son dos géneros literarios distintos. Si la autobiografía gira alrededor de un yo centrípeto, íntimo, que busca asir su imagen en un pasado privado, la memoria lanza una mirada centrífuga a los tiempos, usando a ese mismo yo, pero esta vez como un lente que capta una escena más histórica que personal. Por supuesto, los límites de estas dos modalidades literarias del recuerdo son más cómplices que discretos. André Malraux, el novelista de La condición humana, cuando por fin se decide a publicar su autobiografía la llama Anti-memorias, rechazando y aceptando al mismo tiempo la mutua interdependencia entre la memoria histórica y la memoria privada

Alejandro Tapia llama Mis memorias a uno de sus últimos textos, publicado póstumamente. Aunque resulta ser el retrato más detallado que tengamos sobre la última mitad del siglo 19 en Puerto Rico, y aunque se llame Mis memorias, es un texto que no sobresale por su intimidad personal. El pasado gira alrededor de la anécdota, sin ser atravesado verdaderamente por un sujeto voluble y específico que lo vaya reconformando desde su mirada.  

Quizás podría hablarse de una renuencia, en la literatura puertorriqueña, a abordar el sesgo íntimo de la autobiografía. La memoria aquí siempre ha tenido más prestigio que la confesión, aún en el caso de las excepciones más notables, como las Memorias de mi infancia de Nilita Vientos Gastón. Bernardo Vega escribe sus memorias de la inmigración puertorriqueña a Nueva York de principios del siglo veinte  con el mismo pudor de Alejandro Tapia.  Aún en textos tan modernos como Las caricias del tigre, de José Luis González,  el norte sigue siendo el delineamiento de una época en la que lo más intransferible de la experiencia desaparece ante el fresco panorámico de los sucesos. Cuando Arcadio Díaz Quiñones habla de una “memoria rota” en su importante ensayo, se refiere más a la memoria colectiva de un pueblo que a la memoria singular de un sujeto.

Habrá que ver cuánta de la  literatura puertorriqueña desde los setenta se revela contra este imperativo de lo histórico sobre lo personal, o de lo colectivo sobre lo individual. Las crónicas urbanas de Edgardo Rodríguez Juliá dan un paso decisivo al entroncar la memoria histórica en un paseante de la ciudad.  Indudablemente que, en este contexto, Manuel Ramos Otero escribe la prosa más subversiva: escandalosamente personal, alevosamente narcisista, extrovertida y genital, su escritura saca a ese rostro autobiográfico fuera del clóset. 

Entre los dos polos de José Luis González y Manuel Ramos Otero hay dos escritores puertorriqueños cuya voluntad decididamente autobiográfica no está necesariamente reñida con el móvil documental de la memoria. La primera es Magali García Ramis, quien no escribe textos genéricamente autobiográficos, pero en narrativas como Felices Días Tío Sergio o los cuentos de La familia de todos nosotros desarrolla una voz con un aliento reconociblemente privado al mismo tiempo que esboza alrededor de esta voz las coordenadas de todo un espacio social. El segundo es Antonio Martorell, quien en su Piel de la memoria, de 1991, parte de una primera persona  intensamente proyectada en la narración, pero al mismo tiempo al servicio de la observación agudamente específica de los objetos de su memoria, con el rigor de la mirada que sólo un artista plástico puede conferirle al dibujo de los contornos. A ambos, a García Ramis y a Martorell, los hermana una misma ciudad, San Juan, y más específicamente el Santurce de los cincuenta y los sesenta, el del Condado y el Condadito, el de la calle Wilson, la parada 15,  desde Alto del Cabro hasta Miramar, que se convierte para ambos en el puente ideal que permite transitar ese trayecto de la memoria a la autobiografía. 

La ciudad es para Martorell un puente sensual entre lo público y lo privado. La piel de la memoria, ya a casi 15 años de su publicación, es con toda probabilidad, la primera gran autobiografía de nuestra literatura en español. (Nuestra literatura en inglés arroja otro saldo, si se toman en cuenta textos como Down These Mean Streets, de Piri Thomas, o When I was Puerto Rican, de Esmeralda Santiago.) Luis Rafael Sánchez  llama al libro de arte de Martorell una “autobiografía de la sensualidad”, en el estupendo ensayo que escribiera sobre el texto en La guagua aérea y que ahora aparece como prefacio a la espléndida traducción al inglés, Memory’s Tattoo, realizada por Andrew Hurley, uno de los traductores contemporáneos del español al inglés más reputados. Es una traducción que se merece el más amplio público posible, porque La piel de la memoria es un texto extraordinario y  Memory’s Tattoo también.  

En su revelador y delicioso post-facio al libro, Andy Hurley nos describe la experiencia de traducir a Toño como un acontecimiento peculiar en su venerable carrera, que incluye traducciones de escritores de la talla de Borges, Darío, Fray Bartolomé de las Casas, Reinaldo Arenas y Margo Glantz. Hurley nos dice que se acercó al proyecto como si se tratara de una danza, a veces tan sublime como la de Ginger Rogers con Fred Astaire y al mismo tiempo tan cómica como la de  Harpo y Groucho Marx en Duck Soup. He vuelto a leer el libro ahora en inglés, después de casi 15 años, cuando me tocó presentarlo en su primera aparición, confrontándolo con mi ejemplar de la edición original en español. Son al mismo tiempo el mismo libro y dos libros distintos. Ambos son libros de arte, dibujados y caligrafiados expresamente para cada edición. En ambos la sensualidad icónica de la letra en sí viaja por la página como un objeto para la mirada, un objeto que se resiste a ser deglutido por el ejercicio de consumo que es usualmente la lectura. Andy Hurley nos aclara que decide usar el término “tatuaje” en su título escogido, Memory’s Tattoo, no sólo por referencia a la inscripción directa de la imagen y de la letra sobre la piel en un brazo, por ejemplo, sino por otra acepción menos conocida de la palabra tattoo, que la refiere al sonido del tambor en ciertas marchas militares. Es con esa intención de unir la imagen visual del tatuaje a la imagen auditiva, tanto la que se dice como la que se oye, que Hurley escoge la metáfora del tatuaje.  

Esa “melodía” de la voz de la memoria es la que pone a danzar a Andy y a Toño en este pas de deux anglo-boricua. De hecho, la experiencia de la traducción es una estupenda invitación para explorar uno de los elementos con-susbstanciales del recuerdo. La memoria a la misma vez reproduce y se inventa el pasado, del mismo modo que una traducción a la misma vez reproduce y se inventa un texto. Esa armonía compleja, que se mueve de la consonancia a la disonancia como dos dimensiones alternas de la música y de la danza, es inherente al proyecto de este libro y a todo proyecto artístico que intente acercarse con rigor a la memoria.  

De cierto modo, todo decir es traducir, de la misma manera que toda memoria es también traducción del pasado. No hay una lengua original, anterior al entrecruzamiento de varias lenguas, ni hay tampoco un recuerdo original, anterior a su interpretación, o por lo menos, la memoria no los registra.  Por eso La piel de la memoria estaba esperando por Memory’s Tattoo. Ambos son espejismos posibles de ese mismo Santurce, de ese mismo Puerto Rico y de esa misma niñez compartida por un niño puertorriqueño de origen catalán que ahora se mira en el espejo de otro niño rubio de ojos azules que a su vez lo mira. Ahora, en el fondo del caño, hay dos niñitos. 

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*Texto leído en la presentación del libro Memory’s Tattoo, de Antonio Martorell, el 5 de diciembre de 2005, en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras.

 

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