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La flauta rota*

Antonio Benítez Rojo


El viejo se paró frente a la puerta abierta del convento, dejó junto a sus pies descalzos la gran canasta de flores blancas que llevaba en la cabeza y es­peró a que el fraile que hacía de portero lo viera.

— ¿Qué quieres? —preguntó el fraile, mirándolo con el rabo del ojo, sin interrumpir la operación de regar las plantas de los tiestos que se alineaban contra la pared del espacioso zaguán.

—Vengo a ver a Fray Bernardino —dijo el viejo con voz ronca y apaga­da, sin levantar la vista de la canasta.

—Eres el primero en llegar —dijo el fraile dejando la regadera sobre el único banco del zaguán—. Ayer vinieron dos indios viejos como tú y hoy han de venir tres. ¿Cómo te llamas?
preguntó secándose el agua de las manos en los pliegues de su ancho hábito de franciscano.

—Juan Vallejo.

—Juan Vallejo —murmuró el franciscano mirando el pequeño papel que había sacado del bolsillo—. Juan Vallejo... Aquí estás. Bien, puedes pa­sar. Límpiate los pies y espera ahí hasta que Fray Bernardino te mande a buscar —agregó señalando al banco.

Bajo la atenta mirada del franciscano, el viejo limpió lo mejor que pudo el barro de sus plantas en la hoja de hierro que junto a la puerta servía a esos efectos. Después, con esfuerzo, alzó la canasta de flores y entró en el zaguán. Al sentarse en el banco, se alejó lo más posible de la regadera y puso la ca­nasta sobre las rodillas remendadas de sus calzones. Al hacerlo, un prolongado tintineo pareció salir de entre las flores blancas.

—A juzgar por tus arrugas y por lo acabado que estás, naciste y te crias­te en los tiempos de la idolatría, ¿no es cierto? —Dijo el fraile mientras asen­taba el nombre del visitante en el libro registro que había en su mesa—. La fe cristiana lleva en México cincuenta años y tú debes de andar por los setenta —agregó examinando el ajado e impávido rostro del viejo—. ¿Eres buen cris­tiano?

El viejo miró a través de la puerta del convento, por la cual había empe­zado a entrar la luminosa brisa de la mañana. “Estoy bautizado y creo en Dios y la Virgen”, respondió secamente.

—Y cómo te ganas la vida cristiana que el Señor te ha dado? ¿Vendes flores?

—Vendo lo que puedo —dijo Juan Vallejo—. Ora frutas, ora pájaros, ora camotes y calabazas, ora hierbas curativas... Ahorita estamos por mayo y bueno es vender ramos de izquixochitl.

—Pues sí que vendes cosas —dijo el franciscano—. ¿Sabes qué? —Agre­gó levantándose de la silla y dirigiéndose hacia el banco—. Te voy a comprar todas las flores que traes. Se ven frescas y huelen bien. Las izquixochitl que puse el lunes en el altar de la Virgen ya se están marchitando.

—No puedo venderlas. Vendidas y pagadas ya están —dijo Juan Vallejo abrazando la canasta como si temiera perderla—. Dos veces no puedo ven­derlas.

—A ver, viejo tunante —dijo el franciscano cambiando el tono de su voz—. ¿Qué es lo que he oído sonar cuando moviste la canasta? ¿Dinero? ¿Qué traes ahí bajo las flores?

—Pues nada —dijo Juan Vallejo echándose protectoramente sobre la ca­nasta—. Hierba mojada para cuidar las flores.

— ¿Y bajo la hierba qué ocultas, desgraciado? ¿Algo robado?

—Nada robado —protestó Juan Vallejo—. Juro por la Virgencita que na­da robado.

—A ver, indio ladrón! —exclamó el franciscano, su grueso cuello con­gestionado-. ¡Déjame ver lo que llevas ahí!

—No es nada de nadie —dijo el viejo mirando al fraile a los ojos—. Son cosas mías no más... cosas viejas de indios.

—Te digo que me dejes ver, indio idólatra! —grito el franciscano asien­do la canasta y tirando de ella una y otra vez.

    Mientras ambos hombres forcejeaban, la figura de un anciano fraile apa­reció calladamente en la puerta del zaguán que daba al patio del convento: ¿Qué ocurre, Fray Ambrosio?”, preguntó éste con suave y hermosa voz.  Fray Ambrosio, dejando de forcejear, se separó del banco y se volvió ha­cia el anciano sacerdote. “Este hombre, Fray Bernardino”, dijo jadeando un poco, “lleva algo oculto en la canasta... No sé... a lo mejor cuchillos”.

    Al escuchar el nombre de Fray Bernardino, el viejo alzó la cabeza de en­tre las flores: “Vengo de parte de don Diego”, dijo con voz firme, como si la mención de ese nombre bastara para librarlo de toda sospecha.

—Dejad en paz a este hombre, Fray Ambrosio. Lo que trae en la canasta es cosa mía —dijo Fray Bernardino, y dirigiéndose al viejo agregó:
 —Sígue­me, Juan Vallejo. Tenemos mucho de qué hablar y ya se va haciendo tarde. ¿Trajiste todas tus cosas?

El viejo, sin responder, se puso con dificultad la canasta en la cabeza y si­guió a Fray Bernardino al interior del convento.

 

 

Hacía treinta años que Fray Bernardino trabajaba tenazmente en su His­toria general de las cosas de Nueva España. Es cierto que a lo largo de ellos no siempre había tenido el apoyo de sus superiores. Unas veces se le negaba el dinero para pagar a escribanos e informantes, y otras se le ordenaba emplear el tiempo en asuntos más próximos a los objetivos de los franciscanos en México, bien predicando por los pueblos de la región de Texcoco, bien ense­ñando latín en los colegios de la orden. Pero habría que concluir que lo que más contribuía a demorar la terminación de dicha obra era, duda no cabe, las proporciones monumentales de ésta. A diferencia de las obras de otros histo­riadores de Indias, la de Fray Bernardino incluía dos tratados diferentes: uno que recogía en lengua náhuatl el material suministrado por centenares de vie­jos  mexicas,  gente de buena reputación que había vivido los tiempos de Moctezuma y recordaba las pasadas creencias y costumbres del país, y otro que él mismo redactara en castellano.

    Cuando Fray Bernardino invitó a Juan Vallejo a pasar a su oficina —una espaciosa habitación del convento San Francisco el Grande llena de escriba­nías, atriles, mapas y anaqueles llenos de resmas de papel y rollos de ma­nuscritos—, acababa de iniciar la revisión de los doce libros que comprendía la versión náhuatl de su Historia. Para ese día, Diego de Grado, el escribano que le servía de secretario, le había concertado citas con tres ancianos. Las informaciones habrían de servir para la redacción final de los párrafos dedica dos al dios Tezcatlipoca. Fray Bernardino no conseguía plasmarlos a su gus to aunque no sabía la razón. Lo que en realidad ocurría es que, hombre del Renacimiento al fin y al cabo, el fraile tendía a asociar las deidades mexicas con las del panteón grecolatino. Estos paralelismos, si bien a veces funcionales, no lo eran tratándose de ciertas deidades que se resistían a la compa ración. Tezcatlipoca, en quien el fraile se empecinaba en ver los atributos de Júpiter, era una de ellas.

Dios principal de la cosmogonía mexica, Tezcatlipoca representaba las fuerzas inescrutables que regían los destinos humanos. Era el más temido de los dioses, pues sus actos eran impredecibles y rara vez escuchaba a aquéllos que le pedían favores; más aún, nunca se sabía si los escasos mo­mentos de felicidad que proporcionaba no acarrearían a la postre las más dolorosas desgracias. Moraba en el cielo, y desde allí otorgaba la vida. No obstante, cuando bajaba a la tierra, solía desencadenar guerras, hambrunas, plagas, sequías, terremotos y toda suerte de calamidades sin que nadie su­piera por qué. Su nombre, “espejo de humo”, aludía a la impenetrabilidad de lo sagrado, a la ubicuidad de lo ilusorio, a las fieras amenazas que ace­chaban todo proyecto humano, al golpe de azar que enredaba el hilo de una vida o simplemente lo cortaba. Nada pasaba inadvertido para Tezcatlipoca. Ningún tiempo y lugar le eran ajenos. Por eso se le llamaba el Señor del Aquí y del Ahora; por eso se decía que toda existencia transcurría en la pal­ma de su mano.

    Naturalmente, Tezcatlipoca había tenido su templo en la vieja ciudad de México —ya nadie usaba el nombre Tenochtitlan. Pero para que su invisible presencia no pasara inadvertida ni siquiera un solo día, un imitador arnbulante lo representaba de continuo por calles y plazas. Este imitador, o doble humano del dios, era un joven escogido de entre los más bellos esclavos. Su educación, impartida en secreto por esquivos sacerdotes, era exhaustiva Y hondamente transformadora: concluida ésta, el joven se convertía en un ava­tar de la divinidad. Según uno de los informantes de Fray Bernardino, “este mancebo, acompañado de ocho pajes, andaba por todo el pueblo muy ataviado, ora danzando al tañido de su flauta, ora oliendo flores, ora sorbiendo el humo de su caña de tabaco, según se acostumbraba entre los dioses y gran­des señores. Llevaba el rostro pintado de negro, el color de lo sagrado, y en la cabellera, larga hasta la cintura, lucía plumas blancas; llevaba al cuello una guirnalda de izquixochitl y un sartal de piedras preciosas; llevaba zarcillos de oro en las orejas y ajorcas de oro en los brazos y tobillos, y de su rica manta guindaban cascabeles de oro que hacían su musiquilla al andar. Los pasajes que ejecutaba con la flauta no se parecían a nada que antes se hubiera escu­chado; sólo él podía bailarlos. Saludaba graciosamente a los que encontraba, y sus palabras eran tan sabias y delicadas que nadie alcanzaba a compren­derlas. Todos sabían que el joven transeúnte era la imagen de Tezcatlipoca y se postraban delante de él, adorándolo donde quiera que le topaban”.

El joven divino había de representar a Tezcatiploca por espacio de un año, contado éste a partir de la fiesta del dios. Esta fiesta, cuya fecha era mo­vible y caía después de la Pascua, se llamaba Tóxcatl y era una de las más in­tensas y exigentes del calendario mexica. Veinte días antes de llegar su fecha, el ritual que concernía al joven sagrado cambiaba radicalmente: la tintura de su cuerpo era lavada, sus cabellos eran cortados y arreglados a la manera de los más prominentes guerreros, y se le ofrecían cuatro doncellas con nom­bres de diosas para que lo acompañaran en el lecho. Cinco días antes de lle­gar la fiesta, el emperador se retiraba a la intimidad de su palacio y le cedía al joven su trono y su corte. Celebrábanse entonces cuatro solemnes ban­quetes y bailes de homenaje, uno por cada día, en distintos lugares de la ciu­dad. Llegado el día del Tóxcatl, ya saboreados todos los deleites de la vida, el joven tomaba la suntuosa canoa del emperador y cruzaba el lago acom­pañado de su séquito. Al llegar a un solitario punto llamado Caoaltopec, de­sembarcaba bajo las lamentaciones de sus mujeres y criados. Allí, asistido sólo por sus ocho pajes, subía voluntariamente las gradas de un pequeño templo. A cada paso de ascenso que daba, quebraba una de las flautas con la que había tocado. Al llegar al último escalón y romper la última flauta, los sacerdotes del templo se arrojaban sobre él y lo arrastraban hacia una piedra. Allí era sacrificado, ofreciéndose su corazón al sol.

    A esa misma hora, en la ciudad, un nuevo joven era iniciado como Tezcatlipoca. Mientras su doble moría de un golpe de cuchillo en el  mezquino y apartado templo de Coaoaltepec, éste asistía al baile de gala del Tóxcatl, celebrado con pompa en los recintos del Gran Templo, al pie del imponente teocali de la Plaza Mayor.

 

 

Diego de Grado pertenecía a la segunda generación de mestizos nacida en México. Bizco y enclenque de nacimiento, había buscado equilibrar estas deficiencias con el estudio del latín y de las cuatro artes liberales del cuadrivio. Fray Bernardino, su maestro y tutor, le tenía especial aprecio, al punto que lo usaba como traductor de náhuatl, escribano, secretario y sustituto en las clases de latín que dictaba a los colegiales del convento. De todos los co­laboradores del fraile, Diego de Grado —o Dieguillo, como lo llamaba Fray Bernardino— era el único que había hecho sinceramente suya la empresa de la Historia general de las cosas de Nueva España. Huérfano de padre y madre, Fray Bernardino había conseguido alojarlo en el convento y que le dieran de comer en la cocina. Como siempre andaba ocupado, no tenía amigos ni pres­taba mucha atención a lo que ocurría a su alrededor. Esto molestaba a algu­nos frailes que, al sentirse ignorados, opinaban injustamente que era hombre orgulloso. De tanto en tanto Fray Bernardino ponía en su mano unos pocos reales, los que usaba para ir al ropavejero del mercado y sustituir alguna prenda ya demasiado zurcida. Era hombre pulcro y religioso, y todas las no­ches pedía por la salud de su maestro. Si alguien le hubiera preguntado cuál era su principal deseo, habría respondido que ver completamente termina­dos y pasados en limpio todos los libros de la Historia. Justamente, hacía apenas unos días, cuando el fraile decidiera revisar de nuevo muchos de los textos, había preparado a la carrera una agenda de trabajo. Para la primera semana de aquel mes de mayo debía buscarse informantes que hablaran so­bre Tezcatiploca y la festividad del Tóxcatl.

    Con su habitual diligencia, Dieguillo recorrió las calles de la ciudad durante tres días en busca de informantes varones que pasaran de los sesenta años (Fray Bernardino, como cuestión de principio, no empleaba a mujeres). Nada fácil resultaba su pesquisa, pues la ciudad de México se hacía notar en­tonces por su escasez de ancianos. A esto había contribuido, claro está, la ex trema mortandad causada por las masacres de la conquista y las privaciones de la reconstrucción. Pero además de estas calamidades, la población local había sido barrida por sucesivas epidemias. Así las cosas, Dieguillo sólo pu­do encontrar cinco ancianos que le merecieran confianza y consintieran ayu­dar al fraile a cambio de tres reales por sesión.

Dieguillo había sabido de Juan Vallejo de manera indirecta. Una mañana, al detenerse en el atrio de la Catedral para explorar los dislocados recuerdos de un mendigo, una mujer desgreñada que vendía tamales en el mismo rin­cón había insistido que su padre sabía mucho de los viejos ídolos. “Cuando se rellena bien de pulque”, había agregado, “se pone a hablar de Tezcatlipoca hasta caer dormido.” La mujer le había dado a Dieguillo las señas de la casa, advirtiéndole que la mejor hora para encontrar a su padre era al anochecer.

Esa misma tarde Dieguillo se dirigió a la casa de Juan Vallejo, situada en el otro extremo de la ciudad, en un barrio miserable que llamaban Santa Inés. Gracias a su rápido paso, en menos de dos horas dejó atrás las iglesias de la Vera Cruz y de Santa Catalina y llegó al gran convento de Santiago. Para acortar camino, decidió cruzar en diagonal el vasto rectángulo del mer­cado de Tlatelolco, a pesar de que a aquella hora comenzaba a llenarse de gente de mala calaña. Mientras se escurría por entre dos indios borrachos y un zambo de mirada torva, pensó que si el doble de Tezcatlipoca caminara por allí no alcanzaría a dar ni siquiera diez pasos. Aquella gentuza —al tropezar con el zambo había sido llamado “bizco de mierda”— lo cosería a pu­ñaladas en un santiamén para robarle todo el oro y las alhajas que llevaba arriba. Finalmente, luego de chapotear por los charcos de un sendero ane­gado, llegó a la casucha de Juan Vallejo.

La mujer le abrió la puerta y resultó que el viejo aún no había llegado. “Pase su merced y siéntese, que ahorita busco el anafe y le recaliento un ta­malito.”

Dieguillo le echó una mirada a la silla desfondada y a los mugrientos pe­tates, y declinó la invitación. “El calor me ha quitado el hambre... Mejor es­pero afuera.”

A punto ya de entrar la noche, la mujer le indicó a Dieguillo un viejo bo­rracho que, con una canasta en la cabeza, se acercaba haciendo eses por el sendero. “Ahí lo tiene”, se quejó. “Tan borracho viene que parece un trom­po. El poco dinero que hace se lo bebe en pulque. Si no fuera por mis tama­les, hace rato habríamos muerto de pura indigencia.”

Cuando el viejo vio a Dieguillo junto a la puerta, trató de componerse lo mejor que pudo. Sólo que al subirse la cuerda con que ataba sus calzones, perdió el equilibrio y dejó caer la canasta. Al intentar recogerla, se fue de cabeza y cayó boca abajo en el barro. “¡Habráse visto!”, gritó la mujer furiosa alzando al viejo por los sobacos hasta ponerlo en pie. “¿No le da vergüenza llegar a su casa así? ¿Qué pensará de usted don Diego, que ha venido a ver lo para algo que nos conviene? ¡Téngase derecho no más! ¡A ver, estése quie­to!”, agregó mientras le quitaba el barro de la cara con su despeluzado chal.

Para disimular su embarazo, Dieguillo se había puesto a recoger las flo­res blancas que habían saltado de la canasta, volviéndolas a poner dentro de ella. Al terminar, se sacudió las manos y dijo que vendría en otra ocasión. Ya se hacía tarde y las calles no eran seguras de noche.

—Espere su merced —rogó la mujer sujetando a Dieguillo por la capa y tirando de ella—. No tiene que molestarse en venir. Mañana me lo llevaré conmigo a la Catedral. Estaremos en el mismo rincón donde su merced me encontró, que mucha falta nos hacen esos tres reales.

Dieguillo, temiendo por su capa, asintió, dio las buenas noches y echó a andar por donde había venido, pidiendo a San Cristóbal que le permitiera llegar bueno y salvo al convento. “Menos mal que hay luna llena”, murmu­ró para darse ánimos. Al tomar una curva del sendero encharcado, oyó a lo lejos los insultos que la mujer le dirigía al viejo.

 

 

Al otro día, muy de mañana, Dieguillo consultó el asunto de Juan Vallejo con Fray Bernardino. Este tomaba a pequeños sorbos su chocolate caliente Y nada respondió hasta que no hubo terminado. “Hace más de diez años el nombre de Juan Vallejo me fue dado por un informante de confianza. No se me ocultaron sus defectos y por esa razón no lo busqué. Ahora que lo has encontrado, te digo lo siguiente”, y alzó el índice al cielo como si estuviera predicando: “La Divina Providencia no suele llamar dos veces a la puerta. Vete a la Catedral y ofrécele seis reales”.

Dieguillo encontró a la mujer y al viejo en el rincón del atrio. “Aquí 10 tiene su merced”, dijo la mujer. “Con estropajo lo restregué y le puse ropa limpia”, y dándole un codazo al viejo, le ordenó: “A ver, dígale algo a don Diego.”

    —Buen día tenga su merced —obedeció el viejo sin apenas levantar la vista.

Dieguillo, para no prolongar más el asunto, fue directo al grano. Le dijo al viejo que Fray Bernardino de Sahagún, del convento San Francisco el Grande, se interesaba por él; le dijo que le ofrecía seis reales a cambio de que respondiera sus preguntas sobre el ídolo Tezcatlipoca; le dijo que debía estar dispuesto a hablar libremente, pues nada había que temer.

— ¿He oído bien? —dijo la mujer palmoteando de alegría ¡Seis reales! ¡Ya no nos echarán de la casa, bendito sea Dios!

—Seis reales es dinero —dijo el viejo con su voz baja y ronca.

—Claro, seis reales si la información es buena. Si no lo es, sólo serán tres o cuatro —dijo Dieguillo con precaución.

—Buena ha de ser —dijo la mujer—. Ya escuchará su merced muchos misterios y maravillas de los viejos tiempos.

Juan Vallejo, saliendo del rincón, pasó por sobre la cazuela de tamales y dio unos pasos por el atrio. Luego de mirar la gente que iba y venía por la plaza, se volvió hacia Dieguillo con un gesto resuelto: “¿Cuánto me da el fraile por mis tesoros?”

— ¿Qué tesoros, infeliz? —gritó la mujer alarmada—. Si no tiene usted donde caerse muerto.

— ¿Cuánto? —repitió el viejo ignorando a la mujer.

Dieguillo, tomado de sorpresa, no respondió de momento. “Nada recibi­rás si es algo robado”, advirtió.

—Los tesoros son míos —dijo el viejo con dignidad.

—Ave María purísima! —Lloriqueó la mujer— Loco se me ha vuelto de tragar tanto pulque.

—Son cosas que tengo guardadas —dijo el viejo alzando la cabeza, dán­dose importancia frente a la mujer—. Cosas  mías, cosas de Tezcatlipoca —aña­dió triunfalmente.

    Dieguillo supuso que el viejo se refería a los papeles pintados que servían de escritura a los antiguos mexicas. Fray Bernardino guardaba una preciosa colección de ellos, con la cual pensaba ilustrar los libros de su Historia. Ya no quedaban muchos de estos papeles, pues concluida la conquista se ha­bían arrojado al fuego por entenderse cosas del demonio. De vez en cuando algún informante de Fray Bernardino se sacaba uno de entre las ropas y lo ofrecía en silencio. Todavía se ahorcaba a la gente por idolatría y traficar con aquello era cosa peligrosa.

— ¿Cuánto me da el buen fraile? —repitió el viejo, en sus ojos legañoso1 el brillo de la esperanza.

—Pues no sé —dijo Dieguillo—. Quizá diez o doce reales. Habría que ver lo que tienes... Esa es cosa de Fray Bernardino, no mía —concluyó.

La mujer, asombrada de lo que oía, había caído en silencio. Desenvolviendo un tamal, lo empezó a mordisquear lentamente.

—Entonces llevo todito al convento —dijo el viejo—. ¿Mañana?—preguntó.

      Dieguillo sacó del bolsillo el papel de las citas y lo consultó. “Mañana no, Fray Bernardino tiene ocupado todo el día. Podría ser, vamos a ver.., pasado mañana, temprano, que tiene dos visitas en la tarde”.

—Mejor —dijo Juan Vallejo—. Así quizá su merced me ayuda.

— ¿Ayudarte a qué?

El viejo se aproximó a Dieguillo y le susurró al oído largamente. La mu­jer, saliendo de su estupor, gritó llena de furia: “¡Se va usted al carajo con todos sus secretos y tesoros! ¡Ya usted no es más mi padre!”, y arrojando al suelo los restos del tamal, alzó la cazuela y sin mirar atrás se metió en la iglesia.

     Dieguillo no sabía qué hacer. Dejando al viejo en el rincón, empezó a pasearse nerviosamente por el atrio. El asunto había cobrado un rumbo in­sospechado, un rumbo lleno de complicaciones que nada tenía que ver COO su vida de traductor y escribano. Echándole su aliento de pulque trasnocha­do en la cara, Juan Vallejo le había pedido que lo acompañara esa noche al bosque de Chapultepec, donde al pie de un árbol tenía sus cosas enterradas Claro, se daba cuenta del temor del viejo. Si alguien lo veía desenterrando papeles pintados, podía ser acusado de idólatra. Por otra parte, si él estaba presente, todo podía aclararse dejando caer el nombre de Fray Bernard1no. Todavía indeciso, se volvió hacia el viejo. Apenas pudo creer lo que vio. Sin importarle la gente que entraba y salía de la iglesia, Juan Vallejo orinaba altivamente, como si estuviera más allá de todo prejuicio humano, dirigiendo su abyecto chorrito al hueco del rincón.

    Dieguillo bajó precipitadamente las gradas del atrio y abandonó el caso de Juan Vallejo a la Divina Providencia.

 

 

Fray Bernardino empujó suavemente al viejo dentro de su oficina y le in­dicó que pusiera la canasta sobre una mesa. Después, con un gesto delicado, despidió a Dieguillo, que pasaba en limpio los apresurados garabatos de las notas tomadas el día anterior. Al notar en su secretario señales de sorpresa, le dijo que no tomara a mal sus deseos de hablar a solas con Juan Vallejo. “Tú siempre serás mi mano derecha, mas pienso que en este caso es mejor para nuestra obra que este hombre me diga sólo a milo que tiene que contar”.

Al salir de la habitación, Dieguillo no pudo menos de echarle una rápi­da mirada a la canasta. Pero salvo el perfumado túmulo de izquixochitl que casi se desbordaba de ésta, ninguna otra cosa parecía haber allí. Un tanto de­fraudado, salió de la oficina, y sin nada mejor que hacer, recordó de pronto que aún no había desayunado y fue rumbo a la cocina.

Fray Bernardino, que por esa época ya se desenvolvía bastante bien en náhuatl —también había aprendido a leer los jeroglíficos de los papeles pin­tados—, se dirigió a Juan Vallejo en esa lengua. Siguiendo su costumbre, lo primero que le preguntó fue cuál había sido su nombre original y bajo qué signo astrológico del antiguo calendario había nacido. La experiencia le ha­bía demostrado que sus informantes, al ser llamados por sus nombres mexi­cas y remitidos a las viejas tradiciones, se sentían más seguros y hablaban con mayor libertad.

—Me llamaban Uitztli —respondió Juan Vallejo sin mirar al fraile. Nací en Tlatelolco... un día orne tochtli.

—No es buen día —observó Fray Bernardino al punto—. Día de los Cua­trocientos Conejos, día de borrachos.

—Sí —respondió lacónicamente el viejo, revolviéndose en la silla. Sus manos ennegrecidas y acabadas empezaron a temblar sobre sus rodillas.

Fray Bernardino guardó silencio por un rato. Cuando le pareció que el indio estaba más tranquilo, le preguntó: “¿Qué llevas en la canasta que quie­ras mostrarme?”

Juan Vallejo pareció no escuchar la pregunta del fraile. Permaneció calla­do, tieso en la silla, la mirada baja.

— ¿Acaso quieres vender algo? —Preguntó ahora el fraile—. ¿Tal vez viejos papeles de maguey?

Juan Vallejo continuó con los labios apretados, mirándose los dedos lamentables y desparramados de sus pies.

    Fray Bernardino se levantó del sillón, se dirigió a un pequeño armario y sacó un vaso de plata y un frasco de vino. “¿Quieres vino?”

Juan Vallejo movió la cabeza negativamente. Después, alzando la vista, escrutó el rostro del fraile. “Soy —empezó a decir con un temblor en la voz— soy... Tezcatlipoca.”

    Fray Bernardino parpadeó y, como la imagen de madera de algún santo generoso, permaneció de pie con el brazo extendido y el vaso de vino en la mano.

—Soy el último Tezcatlipoca —dijo Juan Vallejo mostrando sus malos dientes en una especie de mueca—. El que no pudo morir.  El que no pudo ofrecer su corazón al sol. El que caminaba por las calles cuando cayó Tenochtitlan.

    Fray Bernardino asintió. En su rostro apareció una lenta sonrisa de com­prensión. “Ya veo”, dijo turbado en español. “Claro, ese año ya no hubo Tóxcatl y se acabaron para siempre los sacrificios humanos”, y alargando de nuevo el vaso, añadió: “Bebe, el vino te hará bien”.

Juan Vallejo bebió el vino de un trago y, sin dar siquiera las gracias, se puso de pie, apartó al fraile rudamente y fue hasta la canasta. Al volcarla, ull hermoso campanilleo flotó en la habitación. Sobre las flores y la hierba apa­reció una diadema de oro con un espejo de obsidiana engarzado en medio de la cinta, varias ajorcas de oro y sartales de piedras preciosas, un par de largos pendientes de jade, una flauta de hueso y un manto de algodón re­matado con numerosos cascabeles de oro.

— ¡Válgame Dios! —exclamó el fraile llevándose las manos al bonete, rompiendo la envoltura de delicados modales con que protegía sus más vi­vas emociones.

—Todo lo vendo —dijo Juan Vallejo en español—. Todo para vender —repitió agitado, tomando el manto y sacudiéndolo en el aire hasta producir un intolerable cascabeleo—. ¿Cuántos reales me da el buen fraile? Muchos reales. Muchos y muchos reales quiero. Nada es robado. Indio borracho soy, indio de mierda soy mas no ladrón. Todo es mío... Mira cuánto oro... Muchos reales... —y dejando caer el manto al suelo, cayó de rodillas sobre éste y se cubrió la cara con las manos.

—Dios se apiade de ti, desgraciado —dijo el fraile con su dulce voz—. No hay dinero en el mundo que pague justamente ni por tus pertenencias ni por tus recuerdos. Yo no puedo ayudarte. Sólo Dios puede hacerlo.

El indio se incorporó despacio y, tomando la diadema, fue hacia la úni­ca ventana de la habitación. Al llegar frente a ésta, la alzó ceremoniosa­mente hacia el sol. Entonces un súbito rayo de luz cegó la vista de Fray Bernardino. Cubriéndose los ojos con el brazo, el fraile retrocedió hacia la puerta sin conseguir otra cosa que tropezar con un atril, caer al suelo con éste y golpearse la sien con la esquina de un librero. Allí, sus sentidos col­gando de un delgado hilo de consciencia, sintió que alrededor suyo la ha­bitación se deshacía: el chasquido de la madera al romperse, las páginas de su obra revoloteando como pájaros... Aún presa del vértigo, Fray Bernardi­no escuchó una elusiva música de flautas y campanillas. Abrió los ojos con esfuerzo y, tras la fina lluvia de sangre que caía en la habitación, vio al dios en toda su gloria, tocando su flauta y danzando ágilmente por sobre las pi­las de papel y los muebles rotos.

 

 

Concluido su desayuno y sin otra cosa que hacer, Dieguillo decidió dar una vuelta por la Plaza Mayor a ver si encontraba a algún otro viejo que sir­viera como informante. Al dejar atrás la oficina de su tutor, no pudo resistir la tentación de saber qué ocurría del otro lado de la puerta. Volviendo sobre sus pasos, pego la oreja a la madera: lo único que escucho fue su respiración ansiosa y el culpable batir de su corazón. Extrañado por el largo silencio, en­treabrió la puerta y asomó la cabeza. Al principio pensó que no había nadie en la habitación, pero al mirar hacia abajo vio a Fray Bernardino en el suelo con la frente ensangrentada.

Cuando Dieguillo regresó con Fray Romualdo, antiguo cirujano militar que tenía a su cargo la enfermería del convento, su tutor había logrado sen­tarse en una silla y miraba a su alrededor con ojos extraviados. Mientras Fray Romualdo lavaba la herida, Dieguillo paró sobre su base el atril y reco­gió del suelo las hojas de la Historia general que habían estado sobre éste.

—A Dios gracia no es nada serio —dijo Fray Romualdo—. La herida dejó de sangrar; es tan pequeña que ni siquiera hay que coserla. Iré a la cocina por un tazón de caldo, que es lo mejor para recuperar las fuerzas.

—Caldo no —dijo Fray Bernardino, iniciando una débil sonrisa— Chocolate caliente.

—Chocolate será —dijo Fray Romualdo, contento de ver que su amigo era el mismo de siempre—. Ya lo decía yo. Fue más el susto que otra cosa. Ahora a descansar. Mañana estará como nuevo. Cuidado con esos atriles —recomendó desde la puerta—. A la edad nuestra hay que mirar bien donde se pisa.

    Una vez ido Fray Romualdo, Dieguillo llevó a su tutor a la pequeña habitación contigua que le servía a éste de dormitorio. Después de arroparlo solícitamente en la cama, le preguntó con su habitual delicadeza si estaba solo cuando ocurrió el accidente.

—No viene al caso —respondió Fray Bernardino, y moviéndose bajo la frazada volvió el cuerpo hacia la pared.

    Al día siguiente, cuando Dieguillo fue a interesarse por la salud de su tutor, se lo encontró paseando tranquilamente por el patio, como era su costumbre después de desayunar. Sobre su sien derecha había una leve hinchazón y una gota de sangre coagulada. En el momento en que Dieguillo iba a reconvenir al fraile por la poca atención que le prestaba a su salud, la campana de la portería sonó tres veces: la señal de que algo insólito ocurría.

 

 

Fray Bernardino y Dieguillo fueron de los primeros en llegar a la porte ría. Allí estaba Fray Ambrosio, el portero, la cuerda de la campana todavía en sus manos. Sin aguardar a que llegaran todos los frailes, Fray Ambrosio comenzó a dar noticia de lo ocurrido: el indio viejo que había venido por la mañana con una canasta de flores, un tal Juan Vallejo, se había metido en un confesionario vacío de la Catedral. “Allí se quitó sus andrajos y salió vestido como un rey idólatra, luciendo joyas y oro por todo el cuerpo. Cosas ro­badas sólo Dios sabe dónde”, aclaró con una mirada de triunfo que recorrió a Fray Bernardino de arriba a abajo. “Después salió al atrio y allí empezó a tocar la flauta y a bailar. Claro, los mendigos se le echaron encima y lo dejaron desnudo en las gradas. Restablecido el orden, se vio que el viejo idólatra tenía una puñalada en el corazón.”

— ¿Qué se hizo de todo el oro? —preguntó un fraile.

—Fue confiscado por la guardia del virrey.

— ¿Y el muerto? —preguntó otro.

—Lo tienen sobre un petate en la Plaza Mayor. Nadie lo ha reclamado —respondió Fray Ambrosio—. No saben qué hacer con él y se habla de arrastrarlo por las calles para dar ejemplo a los idólatras.

    Fray Bernardino no hizo ninguna pregunta ni ningún comentario. Dejó el bonete en un banco del zaguán y, echándose sobre la cabeza la capucha del hábito, algo que rara vez hacía, salió apresuradamente del convento.

    Regresó fatigado y de mal humor. Cuando Fray Ambrosio se le aproxi­mó para devolverle el bonete, pretendió no verlo y atravesó el zaguán con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro escondido entre los pliegues de la capucha. Ya en su oficina, Dieguillo lo vio abrir el armario de un tirón y dejar junto al vaso de plata los pedazos de una flauta rota.

—¿Desea su merced que me quede hasta terminar con estos papeles? —preguntó el escribano.

    El fraile asintió con un gruñido y, luego de echarse la capucha a la es­palda con un gesto brusco, le dijo a su discípulo que ya era hora de dejar en paz a Tezcatlipoca, que ya era hora de dejarlo y de pasar a ver qué otros tex­tos de la Historia precisaban revisión.

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*Antonio Benítez Rojo. Paso de los Vientos. Editorial Plaza Mayor, San Juan, 1999.
 

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