Quiénes somos  | Qué publicamos  | Distribuidores  |  Comprar     |   Contactar

 

 

 

 

Portada
Catálogo
En el Tintero
Fondo Critico
Presentaciones
Expediente
De Nuestro Catálogo
Premio Novela
Registro
Archivo
Boletín

 Blog Plaza Mayor
  • Noticias
  • Mundo literario
  • Astrolabio
  • Abrapalabra
  • En imágenes
  • Comentarios
  • Más»



 

Boletín
  Lo Nuevo


 

Fondo Crítico / Archivo
 

Archivo

            

  • Por una ecología del libro
    Joel Franz Rosell
    *

Todo libro es papel. Papel hecho con celulosa de madera. Madera de árboles de rápido crecimiento, como los pinos o eucaliptos, que se cultivan para alimentar la industria y suplantan a menudo esos bosques naturales imprescindibles para controlar el CO2 y garantizar la diversidad ecológica.

La abrumadora producción editorial contemporánea consume millones de árboles. E incluso cuando parte del papel es reciclado, los otros insumos del libro raramente son recuperables o de origen natural: las tintas, la cola o el plástico que protege las tapas. Al costo de cada libro han de añadirse ingentes cantidades de agua y energía, directa o indirectamente implicadas en el proceso de impresión y lo que se invierte en publicidad, gestión y distribución.

En aras de la rentabilidad, los libros más costosos (álbumes, documentales, libros-juguetes) se imprimen cada vez más frecuentemente en países lejanos, como la República Popular China, donde la mano de obra es más barata (¿tendrán el tiempo, el dinero y la educación necesarios para leer esos obreros de las imprentas deslocalizadas…?)

Salta entonces a la vista que “rentabilidad” y “uso racional de los recursos” no son sinónimos, pues en este caso se ahorra dinero, pero no impacto ecológico; pensemos en el combustible que consume un barco cargado de libros para venir de Shangai a Barcelona, o en el avión que los editores deberán tomar de vez en cuando para controlar el proceso de impresión.

Creo escuchar una voz sensata que me objeta: “Todo en la vida tiene un costo y la cultura bien merece ciertos sacrificios”.

La cultura, sí; pero ¿y los productos cuya finalidad es puramente mercantil? Álbumes derivados de dibujos animados, juegos de video y giras musicales; novelizaciones de películas de éxito, y cuentos y novelas de escritura precipitada; todo consagrado a explotar una temática de moda, fidelizar al consumidor a través de series insustanciales o engrosar el catálogo de una editorial que intenta ganar en visibilidad o impedir a la competencia ocupar nichos de mercado.

El colmo es que un libro caro –ese que probablemente fue enviado a una imprenta de otro continente– no es necesariamente un libro trascendente. Un álbum troquelado, de gruesas tapas plastificadas, con luces y sonidos o materiales que permiten explotar las sensaciones táctiles, no implica forzosamente una mayor inversión de talento por parte del autor ni mejor calistenia intelectual por parte de los lectores. Por otra parte, tales libros raramente llegan a bibliotecas públicas o escolares; su destinatario individual y sus tiradas reducidas. Su duración en el mercado suele ser, además, más breve que la de un libro convencional.

Pagan justos por pecadores

Francia, el país donde vivo, es una de las primeras potencias editoriales mundiales. En 2005, se editaron 65 700 títulos (¡350 por día!) para un total de 512 millones de ejemplares, de los cuales solo se vendieron 388. Los millones de ejemplares restantes corresponden tanto a obras de calidad como a las que saturan con su mediocridad los espacios de venta, dejando a cada título cada vez menos tiempo para ser descubierto (críticos, libreros, bibliotecarios y maestros confiesan carecer de brújula para orientarse en la colosal producción). Es cierto que obras que no están en las librerías, pero permanecen en catálogos activos, pueden acabar encontrando lector, pero –para volver al ejemplo francés– unos 60 millones de ejemplares terminan, cada año, en las recicladoras de papel. Para tener una idea de la importancia de este volumen, recordemos que es exactamente la misma cantidad de libros infantiles publicados en España en 2007.

El libro es un producto casi perfecto: producirlo cuesta poco y no requiere particulares condiciones de conservación. Lo realmente difícil –y caro– es distribuirlo y garantizar su venta. Debido a los costos de gestión y almacenaje, es más rentable destruirlo que darle una segunda oportunidad. El exceso de novedades se basa en un sistema de rotación que permite al librero devolver en un plazo dado, cada vez más corto y con poca o ninguna pérdida, los ejemplares no vendidos. La rentabilidad contable justifica el margen de devolución que las editoriales consideran razonable, pero ¿quien se toma el trabajo de calcular el impacto ecológico de libros que, se sabe anticipadamente, no harán más que evitar que la máquina de la distribución deje de girar? ¿quien ha calculado el impacto cultural de productos que niegan el principio mismo de la creación: la originalidad y la exigencia estética?

La especificidad cultural del libro viene siendo cuestionada por las transformaciones de un sector editorial capitalizado por la concentración empresarial, la industrialización y la especulación financiera. Muchos editores justifican la avalancha de títulos con el argumento de la diversidad; pero gran parte de las “novedades” son meros clones de productos que alcanzaron éxito, o que no introducen otra innovación que las sugeridas por un experto en marketing que cree haber hallado la fórmula ganadora. Al mismo tiempo, propuestas más originales o exigentes –con destinatario real o supuestamente restringido– son automáticamente rechazados por editores y/o libreros.

El incremento de la oferta conduce a una caída de precios… No del precio de venta de cada ejemplar, que hasta puede haber aumentado, sino de lo que “pesa” el trabajo creador. Escritores e ilustradores no venden sus obras sino que confían la explotación comercial de las mismas a un editor, que concede a cambio un pequeño porcentaje del precio de cada ejemplar impreso y efectivamente vendido. Aumentando el número de sus productos, la empresa editorial puede mantener sus ganancias, pero al bajar la cantidad de ejemplares, sus respectivos autores no tienen otra opción, para mantener a flote su economía, que incrementar su bibliografía.
Los que tienen muchos libros en catálogo se convierten en “marcas” fácilmente reconocibles en medio de la superproducción editorial. Los lectores confirmados y con gusto propio tienen otras referencias que un nombre de autor “que les suena”, pero ¿qué decir un elevado número de intermediarios –maestros, bibliotecarios, padres y abuelos– que escogen los libros no para consumo propio, sino para ponerlos en manos de los chicos? (¿la pérdida del interés por la lectura no tendrá algo que ver con lo desacertado de cierta prescripción?). Los escritores e ilustradores que aceptan un ritmo vertiginoso de creación, carecen del tiempo necesario para afinar su estilo y profundizar en los temas, y no son pocos los que terminan publicando libros que están por debajo de su real talento. Tampoco los editores (y los hay concienzudos y competentes) disponen siempre del tiempo necesario para ejercer su rol de crítico primero, ayudando al autor a pulir asperezas o subsanar carencias. La cantidad, es fácil comprobarlo en las librerías y catálogos editoriales, se está cargando la calidad.

Decir que hay demasiados libros suena “políticamente incorrecto”. En principio, todo lector es distinto –en su esencia y en su devenir– y, en consecuencia, siempre hay un lector para cada libro. Estoy de acuerdo con que todo autor –maduro o debutante, experimentador o convencional– vea publicada su(s) obra(s), y en que todo lector pueda encontrar la historia, género o sensibilidad que, incluso sin saberlo demasiado claramente, le hace falta. Pero la existencia de tanto libro no deseado, inmaduro o inútil, revela la semejanza entre el despilfarro de recursos naturales que está matando al planeta y el malgasto de recursos espirituales que asfixia al mundo del libro.

Las obras de temática ecológica no están a salvo de participar en la absurda carrera a la novedad. Al contrario, en la misma medida que una temática es necesaria y está de moda, mayor es la exigencia con que debe ser tratada. No es cargando un tirachinas con aspirinas que se puede partir a la caza del cáncer, ni es amontonando libros banales que se consigue el abordaje serio y estéticamente eficiente de un tema. Un libro ecológico no es el que aborda los temas del medio ambiente, sino el que resuelve, con la mayor eficiencia, la ratio entre su impacto ecológico y su utilidad socio-cultural.

Trop de livres tue le livre, dicen los franceses. Y porque, efectivamente, “exceso de libros, mata al libro”, es hora de conseguir un desarrollo sustentable de la industria editorial, a fin de preservar el único planeta donde, hasta donde sabemos, existe una especie lectora.

__________
*Escritor e ilustrador cubano.
 

Subir

 

Portada | Catálogo |  Expedientes  |  Colecciones  |  En el Tintero |   Fondo Crítico   |  Archivo 
          Quiénes Somos  |
Qué publicamos   | Distribuidores  |  Comprar Contactar

Términos de Uso   |   Política de Privacidad


© 1990-2009  Editorial Plaza Mayor
Alojamiento y Diseño por All Internet Services