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Leer más, o al menos saber leer a una escala mínima suficiente para las convenciones civilizatorias o los intereses sociales, se ha convertido en índice de una inquietud oficial para la escuela contemporánea.

Incorrecciones, ripierismo, pérdida del léxico o del dominio de las palabras en la co­municación; errores ortográficos; incoherencia expresiva. Estos son algunos de los «do­nes» modernos que han ido provocando alarma en los contextos de la actualidad.

La situación suele ser asociada con la cultura literaria, o reducida a ésta, y es desde ese punto de vista que se intenta explorar las causas de las pérdidas, o se trazan estrategias institucionales que pretenden remediarlas.

Sin embargo, nunca en la historia humana se ha leído tanto como en el presente. Y ello porque no sólo se leen libros.

Si admitimos los asertos de las ciencias del lenguaje, deberíamos aceptar que es lectura cualquier descodificación que hagamos de los signos, ya sean verbales, visuales o icóni­cos, olfativos,  táctiles, auditivos, cinéticos o proxémicos (gestos, posturas y posiciones recíprocas de los cuerpos), formales (álgebra, química), naturales, etcétera. El grado de complejidad a que han llegado y al que tienden–  las actividades humanas, sus tecnolo­gías y relaciones sociales, proporciona un incremento y diversificación de la lectura sobre el gran libro del mundo –así lo llamó Descartes, en sus múltiples facetas y manifesta­ciones.

Relativizar este fenómeno puede llevarnos por otro camino, es cierto, al mismo punto que reducirlo al caso de la cultura literaria: no comprender su naturaleza real y no alcanzar en la práctica procedimientos viables o eficaces para dominarlo como parte de la
experien­cia. Podemos reconsiderar, sin embargo, algunos de sus momentos y su propio código topográfico, es decir, la regla –así como sus condiciones contextuales– que establecen las peculiaridades, patrones y sentidos  de esa actividad que llamamos leer.

Discutir si la lectura es hábito o es gusto –como si en definitiva no fundiera en su pro­ceso lo técnico y lo estético llegó a convertirse, por ejemplo, en una de esas estériles polémicas escolásticas que cercan a sus protagonistas en el ruedo de un «teatro arena», donde los espectadores pasaran de la diversión al aburrimiento y el abandono ante esa versión del cuento de la buena pipa.

Las aristas espinosas del problema están en otros de sus lados. Sin pretender una enume­ración exhaustiva, podríamos mencionar algunas:

 –lo que no se lee, o lo que se deja de leer: nos obstinamos en preferencias que compar­timentan nuestra mente encerrándonos en minúsculas filosofías personales, como los cie­gos del cuento popular, aferrados cada cual a «su» elefante. Pero el elefante no es nada más la trompa, ni solamente la cola.

–La mala lectura: se produce a partir de nuestras carencias o deficiencias.  Hemingway observaba que cada escritor hace de sus defectos un estilo. Lo mismo nos sucede como lectores, y en ambos casos terminamos postulando cánones que suelen hacerse
excluyen­tes. Sería legítimo si no sirviera –como sucede– para reproducir prejuicios y esquemas carcelarios.

–La lectura distorsionada: es descendiente directa de esa concepción que invocamos cuando decimos que «las palabras son fuente de malentendidos». La elección de un signi­ficado, entre los múltiples que provee por su naturaleza propia el lenguaje, no debiera convertirse en la imposición del significado que conviene. Toda lectura es un juego de posibilidades, pero como advierte Umberto Eco, la libertad de interpretación no hay más remedio que empezarla por el sentido literal de cualquier lectura, o no podríamos cons­truir ningún sentido como puente de comunicación en contextos específicos.

La distorsión de la lectura es un efecto aprovechable. Puede servir para resaltar como en el género gráfico de la caricatura los rasgos notables de un contenido llamando la aten­ción sobre sus cualidades esenciales. La crítica literaria anglosajona ha hecho uso de la lectura distorsionada en la definición de lo que llaman misreading, o misinterpretation, para dar relieve a las repercusiones creativas y modificadoras del discurso poético. Pero la distorsión de la lectura serviría además a otros fines menos nobles. Es el uso que dan los pseudofuncionarios –porque no hacen funcionar, sino que oscurecen y enredan– de las querencias dogmatizadas –ideologías, cultos críticos, gurús de la Historia y otros con­géneres–  cuando leen «falsos valores»,  atentados a la moral, al «buen gusto» o la “co­rrección» en cada libro, película, pintura, canción, obra de teatro, o vida de vecino que desafía a sus estrechas seseras. Los estragos sociales de la distorsión pudieran llegar en­tonces al extremo de que las bajas pasiones interpretativas de estos canónigos lectorales sean institucionalizadas como «virtud cívica» o norma estética.

 –La lectura pragmática: es tal vez la más recurrida, la que podría considerarse un puro trámite para desenvolvernos ordinariamente, para resolver tareas impuestas o necesarias. Igual que nos asociamos según intereses de grupo, socioclasistas, profesionales o de
valo­res compartidos, desarrollamos un pragmatismo de lectura correspondiente que puede alcanzar extraordinaria habilidad para inscribir información, o saber leerla, en la red de nexos en que nos movemos y en los más diversos medios de lectura. Sin embargo, puede convertirse en fuente de indicios erróneos: son esas bibliotecas llenas en la época –y sólo en la época–  de exámenes, o durante las tareas lectivas exigidas por las escuelas.

La lectura pragmática es confundida entonces con la receptividad como nivel interpreta­tivo superior de la conciencia, donde no sólo se integran las variantes de lectura, sino que ésta es de modo global interiorizada según los rasgos sociopsicológicos particulares y las condiciones económicas y culturales del sujeto, y finalmente exteriorizada en acciones. Es en este nivel donde la lectura pasa a convertirse en medio, o fuerza material participa­tiva en la construcción y transformación de realidades. Se vuelve señal de respuesta, conducta cultural y experiencia estética. Aunque haya lectura y recepción, no siempre hay receptividad.

Cualquiera de estos efectos, o su combinación, puede ser causa del problema que cons­tituye la lectura deficiente e insuficiente: una disfunción por ineptitud en el plano social, costosa incluso económicamente; y en el plano personal una reducción de la receptividad que circunscribe nuestras libertades, haciéndonos dependientes y vulnerables a la mani­pulación.

La exigencia de un mínimo de capacidad de lectura adecuada a las relaciones del mundo en que se vive, está expresada en lo que difieren el analfabetismo literal y el analfabe­tismo funcional. En rigor ¿hay alguien que no sepa «leer y escribir»? No sería persona, puesto que lectura y escritura no se reducen al lenguaje verbal y alfabético. Sin embargo ¿es suficiente lo que leemos y escribimos para desempeñarnos en el mundo que nos ha tocado? Hay aquí tela por donde cortar y momentos claves en el proceso histórico de la humanidad, visto desde el ángulo de la lectura.

Es probable que el momento más prolongado, cuya resaca aún padecemos, sea el dominio de los poderes sociales –absolutos, despóticos, autoritarios, «democráticos», como demuestran las polaridades del mundo actual– sobre la individuación, sobre ese proceso de ambigua dialéctica por el que la persona es individuo en la sociedad, y sólo sobrevive si se socializa en las reglas comunitarias. El siglo xx marcó un cambio que está en mar­cha hacia otro momento, el de una nueva revolución desatada desde los medios o sopor­tes tecnológicos para la lectura, que portan la posibilidad sin precedentes de una partici­pación  interactiva del individuo en el uso de esos medios. La situación ha pasado a ocu­par el temario más apasionado de las discusiones.

 EL CAMBIO MEDIOLÓGICO EN LA COMUNICACIÓN HUMANA

Periódicos, revistas, libros, enciclopedias y juegos electrónicos; una nueva generación de tv y radio; computación; redes informáticas como Internet preparan un ¿mundo? de auto­pistas de información al que, ya se sabe, sólo tiene acceso una real minoría de ciudadanos de este «desarrollado»  presente de la historia. Tal es, en un brochazo, el cuadro contem­poráneo de los medios de comunicación, cuyos cambios han llevado a proponer para su estudio la flamante disciplina llamada mediología.

Igual que los cambios mediáticos en épocas anteriores, los de hoy están transformando la existencia humana. Los sesudos que de manera reduccionista diseñan filosofías supues­tamente novedosas han llamado a esta otra época la «sociedad de la comunicación», o de la NTC (Nuevas Tecnologías Comunicativas).

Afortunadamente, la realidad está disipando por sí misma las pedanterías utopianas y las angustias apocalípticas que el fenómeno provoca, como las proclamas del «fin de la his­toria» o la «muerte del libro».

No obstante, son ciertas las consecuencias del cambio en los medios. Se esfuma la no­ción del conocimiento como un arcano de sabiduría atesorada para siempre. La multipli­cidad de fuentes y la dinámica de la información nos lanzan a la corriente de un saber inacabado en plazos más cortos. El espacio y el tiempo dejan de estar delimitados al te­rritorio de nuestras experiencias personales. Vivimos otras vidas a través de la virtualidad de la dimensión simbólica. Pero a la vez resulta fragmentada nuestra conciencia, nuestra capacidad de abstracción y pensamiento. La mente, que en otras épocas se veía obligada a vigorosos ejercicios de lectura, resulta constreñida ahora a unas cuclillas apenas calisténicas: los medios exigen que la información sea breve, cambiante o en ensalada, dada en una papillita de lenguaje preferiblemente «popular», o visual –con muchas fotos o «mu­ñequitos», sin complicaciones teóricas o intelectuales –que aburren al «pueblo», o al «público» dicen los mandatarios de los medios, en fin, una ñoñería de lectura cuyo re­sultado quizá sea la paradoja de que los  indígenas pascuenses, o los taínos, hayan sido más diestros en la lectura de su mundo que nosotros en las condiciones que estamos que­dando para leer el mundo actual.

 El conflicto más evidente que suele mencionarse para enfrentar este desafío es el de «lectura contra imagen». Habría que traducirlo como lectura verbal contra lectura icónica, para ser más consecuentes con la complejidad y diversidad del acto que llamamos leer. De modo convencional podemos comprender el dato de que leer libros, por ejemplo activa todo el cerebro, en tanto que ver –o leer– televisión activa sólo una cuarta parte del mismo. Esta  proporción del «ejercicio» cerebral ha de tener para nuestra capa­cidad mental y de entendimiento de la vida unas consecuencias semejantes a las que im­plica la ejercitación muscular para nuestra anatomía, y es que el lenguaje fluyente mediante el verbo constituye un análogo del funcionamiento neuronal del cerebro humano. No en balde se ha dicho que somos lenguaje, o se ha combatido como  peligrosa esa me­táfora que insinúa un totalitarismo lingüístico. Así pudiera explicarse la primacía que damos a la cultura literaria como emblema  del valor y la importancia de la lectura.

En todo caso, ¿es sólo un libro lo que necesitamos para leer?

 

LAS CONDICIONES DEL CONTEXTO


Cualquier lectura sólo se realiza y adquiere sentido con la participación de los contextos definitorios de quien lee.  Tiempo y condiciones; economía, espacio y gestión. Estos requerimientos bastarían para demostrar que no leemos homogéneamente y que no son suficientes las buenas intencio­nes ni las políticas educacionales para aspirar a la eficacia formativa de la lectura y lograr un sujeto

–capaz de acceder a los múltiples registros de significación que el mundo le ofrece;

–apto para orientarse hacia los sentidos humanizadores y por tanto de justicia de ese mundo;

– libre de recorrer opcionalmente las lecturas que lo estimulen, le interesen, le gusten o se le enfrenten;

–inconfundible en cuanto a seleccionar por sí mismo los significados correctos para la construcción y transformación de la realidad en que vive.

Instruir en la lectura grafemáfica –basada en el alfabeto verbal– es el más evidente de los recursos, y la más común de las invocaciones. En el mundo es uno de los indicadores primados para referir la vocación social en la política de los gobiernos.

Sin embargo, la razón trascendente para promover la lectura no sería concebir las sociedades como softwares manipulables, ni a los individuos como receptáculos de instrucciones que ejecuten convenientemente las estrategias que les diseñan las hegemonías. Su concepción humanista apunta a la capacidad y permisividad en que deben quedar la per­sona y el ambiente social para escribir, para aportar participativamente su pensamiento y su conducta –su señal de respuesta– en la estructura sociocultural que da sentido a su vida. Es una razón sepultada bajo la madeja de las condiciones del contexto, o histórico-sociales, y hacerla aflorar debiera constituir un compromiso más consecuente con un cor­porativismo que universalice las posiciones aisladas desde las que personalidades o ins­tituciones tienen muchas veces que defenderla.

La relación de esa trascendencia con los aspectos contextuales apenas requiere demostraciones.

La tendencia mundial dominante a la trivialización por la vía de los medios para la lectura –que abarca libros, periódicos y revistas, radio y televisión, casetes de audio y video, discos compactos y redes de computadoras– conspira contra la formación de modelos antropológicos profundamente humanizadores, según la naturaleza esencial del acto de leer.

Ser en el contexto de esa realidad actual es, por tanto, un reto que alimenta el debate, es caldo de contradicciones y motivo para que la lectura se convierta en un «arma» que puede defendernos, pero también sumirnos en una reyerta en la que vayamos de un
extremo al otro de una misma sutilmente proteica filosofía del uso,  la que pierde de vista el aspecto decisivo: la conciencia del receptor
–o del lector–, ese otro universo aún enigmá­tico, ubicuo y altamente simulador por imposiciones de la subsistencia en el dramático libro del mundo real, allí donde se toma o se deja por una voluntad que no siempre co­rresponde a la del emisor.

Los indicadores de la lectura llevan a la discusión de los contenidos de nuestro modo de vida –una discusión postergable, pero ineludible–,
y al método con que aprendemos a leer.

 EL PROBLEMA METODOLÓGICO

Es una convención arraigada el hecho de que la enseñanza de la lectura sea sinónimo de transferir habilidades y condicionamientos interpretativos en el uso del alfabeto verbal y el libro sobre todo el libro de literatura artística, sin considerar demasiado, si es que en algún grado se les considera, otros medios en definitiva imperantes con que descodificamos signos o leemos.

Fuera de la preocupación por la ortografía y en general la corrección gramatical, no se da mayor pertinencia al enfoque de las ciencias del lenguaje y  de la comunicación humana. Lingüística y semiótica infunden pavores, son ladrillazos incluso para no pocos representantes de la «alta cultura», y a la impericia o los «horrores» lexicales y ortográficos los sobrepasa un mal peor, más sutil por sus  consecuencias encasillantes: las manías con que leemos y nos leen.

Los modelos reduccionistas del  contexto sociocultural son reforzados por un didactismo que en la transmisión del conocimiento suele subestimar el saber del receptor –lector o alumno–, sus propias formalizaciones de lectura, sus posibilidades significantes, y en general sus vivencias que introducen rasgos específicos de contenido y que van a constituir de manera personalizada un sentido, un resultado semántico predispuesto a la variabilidad por imprevisibles circunstancias existenciales, por condiciones histórico-culturales diferenciadas y por las cualidades polisémicas del lenguaje.

Para la literatura artística, tan recurrida y restringida en el instruccionismo sobre ortografía y gramática, y sobre el «hábito» de la lectura, no es nada saludable esa didáctica con lo que pudiéramos llamar cálculo de efecto, u orientada –como también anda de moda– a la «formación de valores», para lo cual se han elaborado decálogos y no dudo que también fórmulas matemáticas –puede que además biotecnología, clonación– con aspiraciones de obtener exactitudes espirituales.

No tan distante como unos veinte años atrás, observaba Françoise Pérus que la enseñanza de la literatura estaba afectada de esa manera
–y es un deseo no andar lejos de la verdad si lo consideramos en pasado– por esquemas como aquellos de «el autor y su obra»,
o «el marco histórico», que anulaban lo que lúcidos teóricos definen como la capacidad hablante del texto y su recreación y actualización por el receptor.

Es el mismo problema metodológico detectable tras las buenas intenciones de «cultivar» la lectura sin considerar –al menos suficientemente– los conocimientos conceptuales disponibles sobre sus peculiaridades fenoménicas.

¿Realizamos estudios sobre la receptividad? ¿Se utilizan con eficacia promocional los resultados que aportan las investigaciones –quizá más bien sólo encuestas– sobre la demanda de libros, la dinámica de la lectura o la informetría, por ejemplo? La utilización del dato no es promocional nada más porque se le consigne en contextos eventuales  –claustros académicos, fórums o ambientes profesionales–, y ni siquiera porque en alguna medida sea apuntado al «gusto» del receptor, sino sobre todo porque se socialice de manera influyente para (re)producir la recepción.

Actualmente el dato encasillado es un peligro de imprecisión o superficialidad. Es inevitable atravesar fronteras y transitar en el conocimiento por disciplinas adyacentes: filología, antropología, etnología, comunicación...

Más aún, el enfoque apegado a los linderos estadísticos en el análisis de estos fenómenos debe estar atento a las corrientes profundas en su estudio, que ya no se limitan a conside­rar cuantitativamente las recepciones ni los efectos generales en la transmisión de mensajes. Se ha pasado a indagar en los modos de recepción o de lectura y sus vínculos con la representación simbólica de la realidad que especifica el sujeto. Para conocer las reper­cusiones del mensaje no basta  contabilizar la exposición de los receptores o de un público al mismo, mediante radios, televisores, libros, películas, etcétera.1  La preocupación por los contenidos pudiera descuidar la forma en que estos
se producen o trasmiten o el tratamiento técnico del mensaje, de lo cual depende también su eficacia y las formas en que son interpretados.

La ausencia de estos enfoques más densamente descriptivos de la lectura conduce a conclusiones regidas por lo que los analistas de la comunicación llaman determinismo tecnológico, esa especie de superstición basada en la idea de que la tecnología es causa o culpa de violencia, apatía cívica, sexismo, banalidad, pérdida de identidad u otros efectos psicosociales; o también por el determinismo ideológico de las pretensiones deductivis­tas, como inferir que la insistencia o redundancia de un mensaje –por ejemplo político– es garantía de su aceptación.

La combinación tecnología-poder puede, recurriendo a palabrejas difíciles, aunque elocuentes,  des-te-rri-to-ria- li-zar la vida ordinaria de la persona sumiéndola en una galaxia de símbolos desarraigados y sentidos neutros –una de las tendencias más rechazadas de la globalización–, o por el contrario, encerrar grupos humanos en un territorio identitario marcando pautas fijas a los usos simbólicos, uno de los peligros etnocéntricos, localistas, o de la resistencia cultural, por mucho que constituya una reacción legítima. Son los extremos del mismo camino hacia un mundo unidimensional.

Evidentemente se ha instituido en la cultura contemporánea una contradicción gestada durante los siglos precedentes en el crecimiento humano. La solución casi instintiva que procuran muchas instituciones es poner nuevas etiquetas a viejas fórmulas, dar más de lo mismo. ¿Quiénes o cuántos buscan soluciones tomando en cuenta la auténtica vida interior del individuo? Sea simple o escabroso, de este aspecto en apariencia puntual depen­derá el éxito o el fracaso de las proyecciones que se hagan sobre la capacidad de lectura de las comunidades humanas.

 PROGRAMAS Y PROGRAMADOS

¿Cómo hacer un mundo de lectores? Es una pregunta típica para manifestar los temores de personalidades, instituciones y gobiernos ante los efectos de la banalidad, el mercado y las adicciones pseudoartísticas, provocados por la globalización, así como por la
apa­rente pérdida de lectura. Sería interesante invertir su sentido y preguntarnos cómo podrían los lectores construir un mundo diferente al que se les está ofreciendo para leer, si atendemos al cúmulo de insatisfacciones que reflejan informacionalmente sus medios
y objetos de lectura.

Guías, programas y proyectos suelen prever un lector obediente, programado para reproducir el estatus sociocultural establecido, lo cual es comprensible en la medida de las continuidades necesarias para preservar las experiencias vitales y los valores humanistas demostrados. Pero, ¿cuántos enclaves de poder están dispuestos a disolverse en el tránsito a un mundo distinto? No es difícil hurgar en las lecturas de los diversos ambientes socioculturales para darnos cuenta de las canalizaciones y maniobras que excluyen, manipulan o neutralizan lo que puede ser leído. Se termina leyendo con efectividad lo que imponen las hegemonías, y en esa brega de dominios se pone en juego la formación de una huma­nidad capacitada para resolver las consecuencias de su evolución y las aberraciones de sus dotes proyectivas.

Decía Buda que no es justo obligar a alguien a cargar la canoa sólo porque se le ayudó a pasar el río. Enseñar a leer es quizá la más altruista de las asistencias para ejercer una acción libertaria y cruzar el río de la historia, a la que ya no se devolverá sino una mirada reflexiva.

Finalmente no es pequeño el drama de la lectura. Escapa a los límites de las páginas del libro para abarcar un espacio de relaciones que involucra toda la herencia cultural de una humanidad enfrentada al dilema de su negación y supervivencia. Cada vez más irá quedando en manos del lector la responsabilidad de sus elecciones y respuestas para hallar el sentido revelador de su propia vida. De lo contrario tendríamos que aceptar sin demasiados resabios el pésame de Rabindranath Tagore: «Leemos mal el mundo y decimos luego que nos engaña».

 

NOTA 

1 Sobre esta observación, aplicable en el análisis comunicacional de la lectura, ver Miguel A. Hernández Rodríguez: “Modos de ver televisión”, Universidad de México (582/583), p. 65, UNAM, julio-agosto de 1998.

 

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