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Lorenzo Lunar

(Santa Clara, Cuba, 1958). Narrador y crítico. Ha publicado los libros El último aliento (cuentos, 1995), Échame a mí la culpa (novela, 1999), Cuesta abajo (novela, 2002), Que en vez de infierno encuentres gloria (novela, 2003) y De dos pingüé (novela, 2004). Ganador de premios nacionales e internacionales, con su obra Que en vez de infierno encuentres gloria obtuvo los premios de la crítica NOVELPOL y Brigada 21, así como la Primera Mención del Premio Hammett, concedidos a la mejor novela negra publicada en lengua española durante el 2003. En 2005 gana uno de los premios del concurso Hucha de Oro, en España, por su relato "Es muy fácil", y el Premio de Novela Plaza Mayor por su libro Polvo en el viento.

 Comentarios a su obra

 Metáfora de la metáfora

(El Parque Vidal en la novelística de Lorenzo Lunar)
Rebeca Murga

Históricamente han sido las grandes metrópolis los principales y más comunes escenarios de las obras significativas del género policial o criminal. Son las grandes concentraciones urbanas el caldo de cultivo más propicio para el surgimiento y desarrollo del crimen. 

Sin embargo, estos escenarios que fueron en sus inicios típicamente europeos, y luego norteamericanos, han ido corriéndose a otras latitudes. Hoy Bangkok, Ciudad México, Argel, Bogotá, Tokio y Sao Paulo son ciudades tan típicas de la novela negra como New York, Londres, París, Los Ángeles, Berlín o Madrid.

 Es indudable que el principal escenario cubano del crimen, sea real o ficcionado, es La Habana. A decir del crítico y narrador cubano Amir Valle son las novelas que conforman la tetralogía Las cuatro estaciones, de Leonardo Padura Fuentes, las que marcan el cambio esencial de lo citadino y lo urbano en la narrativa cubana contemporánea1 Padura es, afirma Valle, la puerta y el puente que han dado paso a una nueva recreación de La Habana finisecular en la obra de autores como Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Alberto Aguiar, David Mitrani, Alberto Guerra y Lázaro Zamora. 

En esta relación de autores citada por el crítico se incluye también a Lorenzo Lunar con sus novelas de género negro, publicadas recientemente2

Sin embargo, no es La Habana la ciudad recreada por Lunar en sus novelas, sino Santa Clara. Una Santa Clara metafórica que con el nombre de “La Ciudad” resulta escenario de Polvo en el viento. Y otra Santa Clara, más testimonial, en cuyas calles, barrios y plazas ocurre la trama de Que en vez de infierno encuentres gloria y La vida es un tango. Es a esta última ciudad ficcionada a la que he de referirme. 

Santa Clara está ubicada a unos trescientos kilómetros al este de La Habana. Con una población cercana a los 250 000 habitantes es la capital de la provincia de Villa Clara. Más de trescientos años de existencia han convertido a Santa Clara en una ciudad cosmopolita, considerada la principal encrucijada del comercio y el intercambio cultural entre el oriente y el occidente de la isla. 

Desde pocos años después de la fundación de la villa su centro ha estado definido por el Parque Leoncio Vidal, antigua Plaza de Armas. 

Hacia el oeste del Parque Vidal está el barrio de Dobarganes, al norte Camacho y Macuca, mientras que al este El Capiro y La Vigía definen los límites urbanos. La circunferencia se completa con ese gran monstruo que ocupa todo el cuadrante sureste de Santa Clara: el barrio de El Condado. En la novelística de Lorenzo Lunar simplemente “el barrio”, como síntesis de todos los barrios de la villa. Como alegoría de todos los barrios cubanos. Como metáfora de la misma isla, al decir del propio autor de Que en vez de infierno encuentres gloria y La vida es un tango. 

Pero el Parque Vidal no es solamente el centro “geográfico” de la villa. Es también su corazón. Del Parque Vidal parten, literal y metafóricamente, todos los caminos que conducen a los márgenes de la ciudad. Y viceversa. Así la plaza central de Santa Clara es “habitada” y “contaminada” por el barrio y sus personajes. Y esto no pasa inadvertido en la obra del escritor. 

El Parque Vidal es el espacio nocturno de muchos de los personajes del barrio de Lunar.

  “— Yo estaba marcando cola para el restaurante mil ochocientos [...] Además tengo de testigos a una pila de gente que me vieron anoche en la cola, la misma Rosa María, la de Blanquita, me vio en la cafetería de la esquina del Parque “Vidal”, tomando café” (Que en vez de infierno... p. 34). Dice El Moro como coartada que lo exime de sospechas en el asesinato del viejo Cundo. Y, como se aprecia, no es El Moro el único elemento de la fauna barriotera que deambulaba esa noche por la plaza. 

Esa galería de personajes, El Moro incluido, puede advertirse con más viveza en el siguiente fragmento:

 “Y al Parque Vidal le corresponde a esta hora (la madrugada) una buena cuota de cabezas del monstruo.

 En la cafetería de la esquina está El Moro.

 [...] Frente a la cafetería está Xiomara la Tuerca. Anda con un par de colegas del ambiente. Discuten y manotean, y estoy seguro que además del calambuco que comparten llevan algo más en la sangre.

 En la esquina diagonal a la cafetería veo a Ismaelito, el hijo de Lucía. Ahora Ismaelito tiene el pelo teñido de rojo. Está vestido de puta y es el centro de un grupo de pajarracos que se desgalillan cantando canciones de Juan Gabriel.

 A la derecha hay un molote que acaba de salir de la Discoteca Popular. La Discoteca Popular era un cine hasta hace dos años que comenzó a derrumbarse. Como no había presupuesto para reconstruirlo acabaron de echarlo abajo, remendaron un poco los muros de la estructura y lo convirtieron en un salón de baile para los jóvenes.

En el molote distingo una trigueña preciosa vestida de blanco que cruza la calle y camina con rumbo al que fuera Gran Hotel. Es Yusimí.” (La vida es un tango, p. 110-111).

 Sin embargo, El Parque Vidal no es solo telón de fondo para el desfile de los personajes del barrio en las novelas de Lorenzo Lunar. El Parque Vidal va más allá. Es parte también de los recuerdos, los sueños y las aspiraciones de Leo Martín, el héroe de estas novelas.

“Los domingos: por la mañana a jugar pelota en el terreno de atrás del cementerio (...) Luego los “muñes” de la televisión y por las tardes, sentado en la acera, a contemplar las bandadas de pajaritos que sobrevolaban el barrio, con rumbo hacia el Parque Vidal.” (La vida es un tango, p. 14). Así evoca el policía su niñez en medio del tedio y el bochorno de un domingo de servicio. 

Y es que uno de los símbolos de la ciudad de Santa Clara son los totíes, esos pájaros negros que todas las tardes, con histórica fidelidad, recorren cientos de kilómetros para ir a dormir a la plaza central de la villa. Un romántico villaclareño como Leo Martín no puede dejar pasar este detalle. Por eso uno de sus vicios es sentarse por las tardes, cuando le queda un minuto libre de su tiempo de policía, en un banco del Parque Vidal. Y ver llegar las bandadas de pajaritos. 

“Me puse el uniforme, me despedí de Fela con un beso tan silencioso como sus temores y salí a la calle: fui a sentarme en el Parque Vidal. 

A las seis de la tarde acostumbran a llegar los pajaritos. Son totíes: negros, chillones y te cagan felizmente la camisa si te sientas en el banco inadecuado. 

Cuando yo era muchacho los pajaritos venían del este y pasaban en vistosas bandadas sobrevolando el barrio. Era un espectáculo que nos fascinaba. 

Todas las tarde Fela ponía un sillón en la puerta de la casa y se sentaba conmigo a verlos pasar. 

Era lindo ver las bandadas de pajaritos sobrevolando el barrio. 

Para Manolito el Buty, El Puchy y Pepe la Vaca más que lindo era apetitoso. 

De noche se iban al Parque con una jaba y un tirapiedras a cazar pajaritos. Susy, la madre de El Buty, hacía un arroz con pajaritos muy sabroso.” (Que en vez de infierno... p. 82). 

Así se destilan, sutilmente, costumbrismo e historicidad como elementos indispensables en el dibujo del paisaje urbano de la Santa Clara que hace Lorenzo Lunar en sus novelas.
 

Sin embargo, como el mismo personaje confiesa,  no es solamente a ver llegar las bandadas de pajaritos que va algunas tardes al Parque Vidal.

 En el Parque Vidal Leo Martín actúa:

 “Estaba sentado en el Parque Vidal esperando a El Gordillo”.

 [...] “Eran casi las ocho de la noche cuando una guagua de turismo dobló la esquina para detenerse justo frente al que fuera Gran Hotel. Venía cargada de alemanes.

 El Gordillo viajaba de pie sobre la defensa trasera. Se sostenía agarrándose de los faroles del ómnibus. A pesar de ser un gordito criado con agua y azúcar se sostenía con elegancia.

 También con elegancia, y agilidad, puso pie en tierra con la guagua aún en marcha, para seguir trotando por inercia junto a ella hasta que frenó.

 Apenas se abrió la puerta de la guagua ahí estaba El Gordillo tendiéndole la mano a una señora gruesa y blancuza, con una sonrisa y una eficiencia que envidiaría cualquier guía turístico.

 Crucé la calle sin que El Gordillo me viera y me situé a su espalda justo en el momento en que la mujer sacaba del monedero una calderilla y la ponía en la palma de su mano. El muchacho, con ojos desorbitados, goloseaba el rollo de billetes que ingenuamente se dejaba ver en el monedero de la alemana.

 Entonces me apresuré a tocarlo por el hombro”. (Que en vez de infierno... p. 84-86)

 También hace planes:

“Me gusta este banco cerca de la fuente.

 [...] Pero la fuente está seca.

 [...] Me levanto con la ilusión absurda de que quizás el domingo la fuente tenga agua.

 [...] Quizás el domingo Mariana esté de buen humor y me permita sacar a pasear un rato a mi hija. Quizás el domingo yo tenga un chance para traer a mi hija a ver la fuente del Niño de la Bota Rota, como hacían conmigo mis viejos cuando yo era un muchacho. A lo mejor a mi hija le guste tanto como me gustaba a mí el espectáculo de los totíes bañándose en la fuente.” (La vida es un tango, p. 66-67).

 Y es, además, el Parque Vidal el lugar donde Leo Martín descubre sus frustraciones y su predisposición contra Yusimí la jinetera, esa puta que puede vestir a su hija con la bata que él no puede soñar para la suya, la que entra a discotecas para él prohibidas con el dinero para él inalcanzable, la que sonríe feliz junto a un rollizo extranjero y su marido, Alberto Cadena, un connotado proxeneta del barrio; al mismo tiempo que él, abrumado por el trabajo, la vida y la envidia, atraviesa el Parque Vidal.

 “El rubio besa a Yusimí. Yusimí besa al rubio. El Negro de las cadenas besa a Yusimí. Yusimí besa al Negro de las cadenas y la niña, que llega corriendo al grupo embarrada de chocolate de pies a cabeza, besa al Negro de las cadenas, al rubio y a Yusimí. Son felices aquí. Ríen.

 Y sus risas se confunden con el sonido del aleteo de una bandada de totíes que levanta el vuelo desde un flamboyán.

 Y las luces del que fuera Gran Hotel se encienden como por obra de un milagro.” (La vida es un tango. p. 68)

 El Parque Vidal es el punto final de muchas de las noches de Leo Martín. Y, en el caso del asesinato de Cundo, lugar para el resumen de las veinticuatro horas de investigación e intrigas que culminaron con el descubrimiento del verdadero culpable y la fuga hacia Miami de Pepe la Vaca:

 “Hace diez años para mí un crimen era una noticia, ahora es saber que un degenerado en alguna parte hizo daño y hay que cogerlo. Fue el destino, yo era policía porque un día un degenerado iba a matar al viejo Cundo y yo tenía que descubrirlo.

 Quizás fue ese monstruo que es el barrio que ya lo había decidido, incluso antes de que yo naciera.

 Pensando en eso estaba cuando llegamos a la cafetería de la esquina del Parque Vidal”. (Que en vez de infierno... p. 121)

 Y es que El Parque Vidal es el tercer vértice de un triángulo sobre el que se sostiene este ciclo de novelas policiales firmadas por Lorenzo Lunar (ya anuncia una tercera entrega con el título Usted es la culpable).

 Leo Martín, al igual que su autor, es un personaje del barrio. Nació ahí y la vida lo llevó a ser Jefe del Sector de la policía en el mismo barrio donde nació. Leo Martín estudió en la Academia de la Policía de la capital, casi al mismo tiempo en que el futuro escritor hacía en La Habana sus estudios para técnico en Construcción Civil. Peleó en la guerra de Angola durante los años en que el joven Lorenzo colaboraba como internacionalista en la República de Mozambique. Tanto en África como en La Habana el barrio estuvo presente para ambos. En el caso de Leo Martín en la Academia de la Policía con su socio Pinky, un ser idéntico, de otro barrio, de otra ciudad; pero que al final acaba viviendo junto a él en su misma casa, también bajo los cuidados y los miedos de la vieja Fela. Y en la guerra africana con su socio Pepe la Vaca, este sí nacido y criado en el mismo barrio y en la misma calle que Leo. Compañero de juegos en la infancia que llega a aquella unidad militar “al otro lado del mundo” preguntando por su hermano Leo y con una botella de ron Havana Club en la mano.

 Leo Martín es la esencia del barrio como mismo El Parque Vidal lo es de Santa Clara.

 Lorenzo Lunar, como Leo Martín, también nació en el barrio de El Condado, muy cerca de la terminal de ómnibus. Como el héroe de sus novelas jugó a los policías y ladrones en los ríos y cañadas que surcan la vecindad. También Lorenzo Lunar, en su infancia, sentado en el regazo de su madre, miraba las bandadas de totíes pasar, sobrevolando el barrio, hacia el Parque Vidal.

 Lorenzo Lunar, como Leo Martín, alguna noche se ha sentado en un banco del Parque Vidal a rememorar sueños pasados y amores perdidos. Y, alguna tarde, a mirar pasar la vida y las muchachas.

 Lorenzo Lunar y Leo Martín han coincidido muchas veces en el mismo banco del Parque Vidal. El policía intentando desentrañar las enmarañadas madejas que le impiden llegar al verdadero culpable de cierto crimen. El escritor entretejiendo los hilos negros de una trama policial pronta a convertirse en novela. Porque el barrio es un monstruo que mueve a su antojo las cabezas de sus habitantes.

 Notas 

1 Amir Valle: “La nueva ciudad cubana (y-o La Habana otra) en la novelística negra de Leonardo Padura”, Fantoches, No 0, pp. 3-7.

 2 Que en vez de infierno encuentres gloria, Ediciones Zoela, 2003; Polvo en el viento, Editorial Plaza Mayor, 2005 y La vida es un tango, Editorial Almuzara, 2005.
 

 Describir las sombras
Fernando Martínez Laínez

 Uno de los tópicos más recurrentes de la literatura criminal dictamina que la novela negra sólo puede surgir en sociedades de desarrollo capitalista avanzado, donde las lacras del sistema capitalista, por una parte, y la libertad de expresión propia del Estado de Derecho, por otra, permiten la función crítica consustancial a ese tipo de obras. Una regla que en el caso de la nueva narrativa policial cubana, surgida en la década de los noventa, resulta claramente errónea.

 En Cuba se escribe en estos momentos novela negra de calidad dentro de un régimen alejado de la normalidad democrática y el sistema de mercado. El rasgo definitorio de los escritores de esta escuela quizá sea el compromiso con una realidad que no les gusta. Realidad que, pese a proclamas burocráticas inverosímiles, ha terminado por imponer el delito como elemento temático de una literatura que confronta los hechos de la calle con el sucedáneo de los discursos.

 Muestra reciente de la vitalidad actual del género policial cubano son las novelas Entre el miedo y las sombras, del santiagueño Amir Valle (1967), y la que lleva por abolerado título Que en vez de infierno encuentres gloria, de Lorenzo Lunar (1958), escritor nacido en Santa Clara, donde sitúa la trama de su historia.

 Amir Valle ya publicó en 2002 en España Si Cristo te desnuda sobre los bajos fondos homosexuales habaneros. Es un escritor con densidad literaria y estilo propio y revelador; capaz de guiar al lector por los vericuetos más oscuros y violentos sin perder la brújula de las esencias del relato negro: trama, personajes, detonante criminal y pathos trágico.

 A Valle no le van las medias tintas. Su novela es una visión casi desesperada del rostro oculto de las drogas en una Habana sumida en el desaliento social, donde la prostitución, el narcotráfico y el mercado negro son costumbrismo cotidiano. Una historia bien acompasada y ambientada, narrada con brío y desgarro, en la que el protagonista “positivo” ya ni siquiera bordea la ley: es un gánster reciclado que imparte justicia propia.

 La novela Que en vez de infierno…, de Lorenzo Lunar, es un buen relato de pasmosa concisión narrativa, engranando como un mecanismo de apariencia simple que la intriga fragmenta, y termina ajustándose paso a paso, dejando en el proceso la fotografía instantánea de un barrio periférico de Santa Clara, donde vivir sin delinquir supone un acto de heroísmo. Aquí el protagonista no es malhechor, sino un policía con deseos de mejorar la vida del barrio a su cargo, pero el barrio es un monstruo que le desborda. El final no puede ser más didáctico: el policía pierde y el criminal gana y le da la última lección: “A veces es mejor que te olvides que sabes cosas”.

 Publicado en Blanco y Negro Cultural, suplemento cultural de los sábados del periódico ABC, de España.

 Para leer

 Es muy fácil
Lorenzo Lunar


A la memoria de Guillermo Vidal

 — ¿Dónde dejaste a tu padre?– Me pregunta la vieja, mientras yo recuesto la bicicleta a un horcón del portal de mi casa.

 Es muy fácil. Eso me lo aseguró Machete antes de hacerlo la primera vez, y me explicó como el monte y la noche son los mejores cómplices. Es muy fácil porque nadie tiene que vernos juntos y nadie más que tú y yo tenemos que saberlo.

 

Y es cierto que era fácil. Y después de hacerlo la primera vez uno le coge el gusto, porque así son los malos vicios.

 

Es muy fácil uno en cada orilla del camino real. Escondidos detrás de un par de matas frondosas aguantando, cada uno, una punta de la soga. La soga disimulada por el polvo y la oscuridad. Luego basta un tirón cuando viene el ciclista. Él mismo se enreda y cae al piso. Y después Machete, que le gusta eso, le va arriba con el leño y a golpes lo deja inconsciente. Y yo me llevo la bicicleta y la escondo en el montecito de atrás de mi casa. Que alguien se encarga de darle camino. Alguien que yo no conozco y que no necesito conocer. Uno que se ocupa de desbaratarla en piezas y llevársela a otro pueblo, quizás a Ríos de Primavera, que queda como cuarenta kilómetros más adentro, y venderla.

Es muy fácil. Y uno se envicia porque desde la primera vez que lo hicimos no me ha faltado el dinero.

 

La gente exagera las cosas. Somos dos, tres contando al que no conozco, y ya dicen en el pueblo que es una banda. Machete y yo somos blancos, y ya dicen que son unos negros grandes. Dicen que hemos matado a cuatro y yo estoy seguro que es mentira. Nadie se muere por un par de golpes en la cabeza. Se morirán de otra cosa, del susto quizás. Además, yo trato de no preocuparme por eso; el que da los trancazos es Machete. Yo los miro revolverse en el suelo mientras Machete los golpea, los escucho gritar hasta que se callan y quedan quietecitos, haciéndose los muertos, para que Machete no les siga pegando. Pero sé que no están muertos, sólo se hacen. Yo lo sé bien.

 

Lo mío es simplemente halar la soga y cuando mi socio termina su trabajo coger la bicicleta y salir echando para mi casa. Yo tengo mi conciencia limpia, es como encontrarse una bicicleta tirada en el camino real.

 

Siempre, desde la primera vez, he pensado en eso así: es como encontrarse una bicicleta tirada en el camino real. Y si un día tengo que rendirle cuentas a alguien, hasta al mismitico Dios en el juicio final, le diré eso: fue una bicicleta que me encontré tirada en el camino real.

 

Yo me monto en mi bicicleta y salgo sin apuro, porque no he hecho nada malo, rumbo a mi casa. A veces voy directo al montecito y la dejo en el lugar que yo sé. Otras paso por la casa porque tengo hambre. A esa hora siempre tengo hambre.

 

A veces me pongo a dar vueltas por los caminos, porque me siento bien porque tiene un sillín cómodo, o porque camina sabroso la bicicleta y quisiera tenerla un rato más junto a mí, como a una novia.

 

Yo nunca he tenido una novia mía, tampoco una bicicleta. Con las mujeres y las bicicletas tengo el mismo destino. A las mujeres les toco las nalgas aprovechando la oscuridad y la apretujadera de la guagua cuando viajo a Ríos de Primavera. A veces viajaba a Ríos de Primavera a algún mandado, ahora viajo casi todas las noches para tocarle las nalgas a las mujeres. Algunas ya me conocen y por eso me miran atravesado cuando me ven montar en la guagua, otras, que también me conocen, se hacen las bobas y dejan que me les pegue, y empinan la grupa cuando les arrimo el rabo, y abren las piernas.

 

Un día a lo mejor yo tenga una novia mía y una bicicleta propia, pero eso no es tan fácil.

Esta bicicleta es como una de esas bichas que me conocen en la guagua. Siento el sillín que se acomoda debajo de mí, como si estuviera acostumbrada a que la montara siempre. Voy pedaleando sin prisa hacia mi casa, me demoro cogiendo por atajos y veredas.

 

Cada vez que llego a casa en una bicicleta mi vieja me mira de soslayo. Yo le digo que son bicicletas que la gente me presta para que les haga mandados. Desde que me sacaron del trabajo me dedico a hacer mandados por un peso. Ella tiene miedo de que un día me asalten por esos caminos para quitarme la bicicleta que llevo. Yo le digo que no tenga miedo, que yo sé cuidarme, pero ella se pone a pelear y a decir que ya sería el colmo que me quitaran una bicicleta de Dios sabe quién y que luego la tuviera que pagar. Qué no sabe de dónde voy a sacar un dinero que no tengo.

 

Cuando mi madre me dice esas cosas lo hace como un regaño. Y yo me siento mal porque no es mi culpa. Ella sabe bien que no es mi culpa, y al principio no me hablaba así, pero parece que ya se cansó. Mi madre no sabe hablar de otra manera, bastante esfuerzo hizo.

 

La culpa de que yo no pueda trabajar es mi problema. Y la culpa de mi problema la tienen las bombas. Las bombas y los negros con las bayonetas. Ellos, los negros, se aparecen cuando menos los espero. Vuelven porque quieren pasarme la cuenta, porque no me perdonan que me haya escapado aquella vez. Yo cierro los ojos y veo las bombas cayendo a mi alrededor y entonces tengo que correr hasta el monte para salvar la vida. Pero eso no es lo peor, lo peor no es la artillería sino la infantería. Bien lo decía el Teniente: “Yo prefiero que me caiga una bomba en la cabeza a caer en las manos de esos negros”. Los negros te abrían la barriga vivo y te metían las manos adentro de las tripas, y tú gritabas hasta morirte y ellos te picaban el rabo y te lo metían en la boca. El chaleco de Sabimbi y el tabaco de Fidel Castro, le decían. Yo los vi hacer mientras me pasaba por muerto. Y cerré los ojos para no verlos más y seguí viéndolos. Por eso todavía, cuando cierro los ojos, los veo.

 

Mi vieja cocina muy sabroso. Muchas veces, cuando voy directo para el montecito a llevar la bicicleta, siento el olor de los plátanos maduros fritos y de la carne que ella dice que es de carnero y no puedo aguantar la tentación. Regreso como si estuviera hipnotizado, dejo la bicicleta recostada en un horcón del portal y me siento a la mesa.

En mi casa siempre hay que darle gracias a Dios cuando nos sentamos a comer. Mi madre ora por todos y le pide que me devuelva la salud a mí para que yo pueda ayudar a mi padre, y le da gracias al Señor por proporcionarnos esa comida. Después, mientras mastica, habla de lo que se sacrifica mi padre para que yo pueda comer así, que yo necesito vitaminas y hierro que me fortalezcan el cerebro. Es más o menos lo mismo que le decía a Dios con los ojos cerrados y sin comer, pero ahora con la boca llena, en voz alta y con los ojos desorbitados, mirándome. Yo aguanto todo eso por la comida. Mi madre cocina como nadie en el mundo.

 

Esta noche tampoco puedo con la tentación. Cuando voy camino del montecito la veo parada junto al horcón, debajo del farol, y siento el olor de los plátanos maduros fritos. Entonces tuerzo el rumbo y salgo de nuevo al camino real.

 

Ella mira al camino y me ve llegar. Yo me bajo de la bicicleta y voy a recostarla al horcón. Entonces es cuando ella me pregunta:

 

— ¿Dónde dejaste a tu padre?

Y a mí la pregunta me parece tonta. Es que a mí todo lo que me preguntan me parece extraño. A mí me llevan al médico para que el médico me pregunte cosas que yo entienda y entonces tampoco comprendo lo que el médico me pregunta.

 

Pero el médico me ha enseñado algo: “es muy fácil”, me ha dicho, “cuando tú no entiendas una pregunta debes mirar a tu alrededor y buscar entre las cosas que te rodean. Siempre hay algo que tiene que ver con lo que te están preguntando: esa es la respuesta”. Eso demora un poco, a veces logro entender, y hasta encuentro la respuesta, pero también pasa que no encuentro las palabras para decirla. Entonces me ofusco y me duele la cabeza. Y cierro los ojos porque me molesta la luz, y entonces vuelven los negros, y las bombas. Una vez me desmayé.

 

Por eso, porque me demoro mirando alrededor cuando me preguntan algo, mi madre me dice retardado. Antes, cuando no hacía lo que el médico me enseñó, me decían retrasado. El médico dice que ninguna de esas dos cosas, que yo simplemente estoy enfermo y que un día me puedo curar. Yo no entiendo mucho la diferencia entre las palabras, menos estas que se parecen tanto, pero por el tono de la voz de mi madre parece que voy mejorando, puede que un día me cure, como dice el médico, pero también parece que no es fácil.

 

Ahora me pongo a pensar en la pregunta de mi madre. Ella dice que dónde dejé a mi padre, pero mi padre no salió conmigo. Mi padre y yo nunca salimos juntos, él se va temprano, al sitio a trabajar la tierra y a cuidar los animales. Por las tardes mi padre se va al pueblo a hacer negocios y beber ron. Yo me voy al monte por la mañana a cazar pájaros y por las noches, cuando no me monto en la guagua de Ríos de Primavera, me voy con Machete a lo nuestro. Entonces la pregunta de mi madre me parece más tonta todavía. Pero ella sigue mirándome fijo. Yo soy lento, y lentamente hago lo que me dijo el médico: busco la respuesta a mi alrededor. Ahora la vieja mira la bicicleta, ella sabe que debe ayudarme a entender su pregunta.

 

La luz del farol es amarillenta y opaca, al alcance de mi vista no hay nada más que esta bicicleta que traigo de la mano, con ese sillín tan familiar como la bicha de la guagua y el cuadro color verde, y los guardafangos niquelados… Esta bicicleta que he visto a diario desde que era un niño.

 

El olor de los plátanos maduros fritos se me pierde a la vez que se apaga el farol y todo se pone oscuro… Me duele mucho la cabeza. Todo se ha puesto muy oscuro, debe ser que he cerrado los ojos.

 

— ¡¿Dónde dejaste a tu padre?! —. Siento que vuelve a preguntar la vieja, ahora gritando. Y ella grita más y más alto. Y repite la pregunta. Pero yo ya no puedo oír nada…

 

Las bombas comienzan a estallar a mi alrededor. Salgo corriendo en busca del montecito. Si llego hasta ahí, quizás pueda salvar la vida.

 

Tiempo de ciclón
(C
apítulo final de su novela breve Una casa con jardín)

Hace tres días que llueve. Cuando llueve mucho las paredes del tanque se ponen muy frías. En días así mi mamita no me deja que vaya a la escuela. Ella tampoco va al trabajo.

 

La lluvia y el frío ponen triste a mi mamita, como dice Guillermo el siquiatra: deprimida.

 

Cuando se pasa varios días lloviendo mis abuelas; Mercedes, la santa y Coralia, la bruja, dicen que es un “temporal”. En eso es en lo único que las he visto coincidir alguna vez.

 

Cuando hay un “temporal” mi mamita y yo nos pasamos todo el tiempo dentro del tanque, acurrucadas una junto a la otra, envueltas en una colcha. En estos días gastamos muchas velas pues necesitamos calor y luz desde por la mañana.

 

Mi mamita pone la vela encendida junto al altar de Santa Bárbara y nos colocamos en un punto del tanque diametralmente opuesto. Lo más lejos posible de la vela. De todas maneras, siempre nos llega la luz y el calor.

 

Cuando los días son así de oscuros y fríos, dentro del tanque lo es mucho más. Por eso mi mamita se pasa el año ahorrando las velas, para cuando venga un “temporal” no quedarnos a oscuras.

 

En los días de “temporal” mi abuela Mercedes, la santa, nos trae sopa. Para ser más clara, explicativa e histórica, mi abuela Mercedes, la santa, siempre nos ha traído nuestra comida desde que vivimos aquí. Es que la enfermedad de mi mamita se llama fobia, que es cómo le dicen los siquiatras al miedo. Y no es que la fobia impida a la gente cocinar, lo que pasa es que desde aquel día triste en que tuvo el accidente, ella no ha podido pararse más junto a un fogón de luz brillante.

 

La sopa que hace mi abuela es muy sabrosa. Ella siempre le pone calabaza y malanga a su sopa. A veces la hace con sustancia de pollo, otras con esas pastillitas de caldo concentrado que venden por ahí. A veces la hace con fideos, otras con migas de pan o con arroz. A veces la sopa de mi abuela Mercedes, la santa, es roja porque le pone tomate, otras le da color con bijol y queda amarilla. Mi abuela Mercedes, la santa, dice que lo que ella no soporta es una sopa blancuza.

 

Cuando mi abuela Mercedes, la santa, nos trae sopa nos obliga a tomárnosla enseguida pues dice que debe tomarse bien caliente. La sopa que hace mi abuela Mercedes, la santa, siempre es espesa. A ella le gusta olerla, y nos dice a mi mamita y a mí que la olamos antes de tomarla. Siempre que hay un “temporal” mi abuela Mercedes, la santa, nos trae sopa. También cuando tenemos catarro. Aunque casi siempre después del “temporal” viene el catarro.
 

Hace tres días que llueve. Anoche, cuando mi abuela Mercedes vino a traernos la sopa de la comida, nos dijo que el tiempo está así porque hay un ciclón. Mi abuela Mercedes la santa tiene un viejo televisor en su casa, también tiene un radio. Por eso ella se entera de todo. Mi abuela Mercedes la santa dice que mi mamita, y yo por carambola, o sea por propiedad transitiva, no vivimos en este mundo. Y yo creo que hasta cierto punto ella tiene razón.

 

Cuando hay ciclón llueve mucho y hay vientos muy fuertes. Cuando yo era más pequeña pensaba que un ciclón era un gigante que venía aplastando las casas y los sembrados. Es que cuando aquello vivíamos en casa de mi abuela Coralia, la bruja, junto a mi papá. Y yo veía el noticiero de la televisión.

 

En el noticiero de la televisión había un señor que decía: “Y ahora veamos imágenes de los estragos que dejó el ciclón Fidencio a su paso por Haití”. Entonces se veían las casas desbaratadas, los puentes caídos, los árboles partidos por la mitad, y las siembras como si les hubiera pasado una aplanadora por encima. Y yo me imaginaba aquel Fidencio; inmenso y sucio en medio de un tremendo aguacero, con la barba enmarañada y una mueca en el rostro, atravesando Haití, con unas botazas gigantescas llenas de fango, aplastándolo todo a su paso.

 

Y yo le pedía a Santa Bárbara que pusiera su mano todopoderosa para que no se le ocurriera al Fidencio aquel pasar por mi barrio ni por mi casa.

 

Cuando aquel señor del noticiero de la televisión acababa de dar las noticias de Fidencio, se despedía de los amables televidentes diciéndoles: “Y bien, amigos, hasta aquí el tiempo”. Entonces yo me echaba a llorar porque pensaba que el mundo se iba a acabar. Es que yo entendía que lo que estaba anunciando aquel señor era que se acababa el tiempo. Y pensaba, con toda la razón del mundo mundial, que si se acababa el tiempo también se acababa el mundo. Porque la niña de cinco o seis años que era yo en aquellos momentos, no podía distinguir entre el tiempo propiamente dicho y el tiempo meteorológico. Ahora sí, y hasta lo puedo explicar, pero supongo que ustedes también sepan la diferencia, y como me gusta ser clara, exacta y explicativa –pero esto último sólo cuando es necesario– lo dejo así para no salirme del tema.

 

Ahora soy una niña mayor y ya tengo claro el concepto de qué cosa es un ciclón: Un ciclón es un fenómeno atmosférico que se origina en las zonas tropicales. El meteoro, que es otro nombre que se le da a los ciclones, o sea un sinónimo, siempre se forma en el mar. Comienza siendo un centro de bajas presiones que atrae las nubes cargadas de agua  de todo su alrededor. Y a medida que desciende la presión atmosférica son mayores las precipitaciones y la fuerza de los vientos. Al inicio recibe el nombre de “depresión tropical”, que no es lo mismo que las depresiones que le dan a mi mamita, aunque cuando hay una depresión tropical mi mamita también se deprime y se pone lluviosa y gris como los mismos días de ciclón. Luego, según se intensifica la fuerza de los vientos, evoluciona a “perturbación ciclónica” y finalmente a huracán. Se considera huracán cuando la velocidad de los vientos sostenidos supera los cien kilómetros por hora. ¡Uyyy, qué pesada me pongo cuando me da por hablar científicamente!

Pero bien, el asunto es que viene un ciclón. Y eso no quiere decir que el ciclón vaya a pasar exactamente por mi barrio o por mi casa. Pero de todas formas llueve mucho y seguirá lloviendo unos días más. Y mientras más se acerque el ciclón más fuerte se sentirán los vientos.

 

Viene un ciclón y ya la gente comienza a preocuparse.

 

Mi abuela Mercedes, la santa, le habla a mi mamita mientras nos tomamos la sopa caliente: “Ustedes no pueden pasar este ciclón metidas adentro de este tanque. Eso es un peligro inmenso. ¡Imagínate que una ráfaga de viento voltee el tanque y ustedes vayan rodando loma abajo!”

 

Mi mamita le dice que este es un tanque de hormigón, que es muy pesado para que una ráfaga de viento lo voltee. Y mi abuela Mercedes, la santa insiste: “Lo que pasa es que tú no vives en este mundo, mi hija. Hay que ver las imágenes que están poniendo por la televisión. Los vientos de un ciclón pueden torcer una columna de hormigón con cabillas por dentro. Y la fuerza de las aguas puede arrancar de cuajo un puente también de hormigón. El ciclón no anda creyendo en hormigón ni ocho cuartos”.

 

“Yo aquí estoy bien. Esta es mi casa”. Le responde mi mamita. Y mi abuela Mercedes, la santa, se pone de pie con aire de resignación y le dice: “Piensa en tu hija. A mi casa se le está cayendo lo que le queda de techo. Tus hermanos, tus hermanas y yo nos vamos para un refugio. Mañana no te podré traer sopa”.

 

Al poco rato de salir mi abuela Mercedes, la santa, llega mi padre. Esta vez entra al tanque aunque se despeina con el techo. Mi padre prefiere despeinarse que estar afuera mojándose.

 

“Vengo a buscar a Helenita”, le dice mi padre a mi mamita.

 

“Hace más de dos semanas que no vienes por aquí ni a saber qué es lo que come tu hija y ahora vienes a buscarla”, le responde mi mamita.

 

“Helenita no puede pasar un ciclón en estas condiciones”, dice mi padre y mira a su alrededor.

 

“Helenita es mi hija y vive conmigo”, le dice mi mamita.

 

“Es mi hija también y yo debo cuidarla”, responde mi padre.

 

“Eso lo sé hacer yo mejor que tú”, responde mi mamita. “Y ahora vete, que tú aquí nunca has resuelto ningún problema”.

 

Entonces mi padre se encoge de hombros como si dijera: “Bueno, yo hice lo que pude”. Se inclina para no despeinarse más al salir. Y se va.

 

 

La otra visita de la noche es el hombre de la Biblia.

 

El hombre de la Biblia nos visita casi siempre los sábados. El sábado es el día de mi mamita lavar. Ella lava en una palangana que pone en el jardín que tenemos alrededor de nuestro tanque. El hombre de la Biblia se sienta en un banquito y lee mientras ella lava. Mi mamita va echando la ropa lavada en un cubo de plástico y el hombre de la Biblia no deja de leerle en voz alta. Cuando mi mamita termina de lavar recuesta una escalera al tanque y sube al techo a tender la ropa.

 

Mi mamita no tiende la ropa en cordeles como lo hace todo el mundo. Ella extiende la ropa sobre la superficie del tanque para que el sol la seque. Cuando mi mamita está tendiendo la ropa el hombre de la Biblia se pone de pie, proyecta la voz, como hacen en el teatro los actores, las actrices y las casi actrices como yo y lee:

 

“Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación... Bienaventurados los de limpio corazón porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que padecen... porque de ellos es el reino de los cielos”.

 

Hoy no es sábado. Es de noche y llueve y mi mamita no está lavando. Pero viene un ciclón, por eso nos visita el hombre de la Biblia.

 

El hombre de la Biblia le pide a Dios que cuide de nosotras cuando pase el ciclón, y antes de irse le dice a mi mamita que le siga pidiendo a Dios, pero que no le pida a Santa Bárbara. El hombre de la Biblia le dice a mi mamita que no crea en Santa Bárbara, qué solo Dios nos puede ayudar. Al hombre de la Biblia no le gusta que mi mamita tenga a Santa Bárbara en nuestro tanque, ni que le encienda velas ni que le pida cosas. El hombre de la Biblia una vez le dijo a mi mamita que si ella quería ser bienaventurada de verdad debía sacar a Santa Bárbara del tanque. Mi mamita lo escucha, le dice que sus palabras le hacen mucho bien, pero no saca a Santa Bárbara del tanque. Ella sabe que eso no es tan importante para poder ver un día a Dios. Con lo que mi mamita llora, con lo que sufre y con lo pobre que somos es más que suficiente para encontrarnos con él.

 

A mí me daría mucha pena que un día mi mamita le hiciera caso al hombre de la Biblia y botara de la casa a Santa Bárbara. Santa Bárbara es para nosotras como una más de la familia.

 

Es tarde y nos vamos a dormir cuando llega alguien más.

 

Vienen a evacuarnos. Son unos hombres con cascos negros y capas amarillas. Cuando viene un ciclón evacuan a mucha gente: a los que tienen la casa sin techo, como mi abuela Mercedes, la santa; a los que tienen la casa apuntalada; a los que viven en los campos; a los que viven cerca de los ríos; a los que viven en la orilla del mar... Hay muchos bienaventurados que evacuar cuando pasa un ciclón.

 

Mi mamita no quiere que nos evacuen. Ella dice que esa es su casa y que ahí no corremos peligro. Uno de los hombres de cascos negros y capas amarillas le dice a mi mamita que más vale precaver, que cuando pase el ciclón podremos regresar a nuestro tanque. Pero mi mamita insiste en que aquí estamos bien. Entonces el hombre le explica que nuestro país es el único del mundo que no tiene “pérdidas lamentables” cuando pasa un ciclón. Pérdidas lamentables quiere decir muertos. Y es verdad, en los demás países del mundo siempre que pasa un ciclón hay muchos muertos. El hombre sigue explicándole a mi mamita que es importante la disciplina de todos los ciudadanos para evitar “pérdidas lamentables”, que todos debemos colaborar para que nuestro país siga siendo el recordista mundial de menos “pérdidas lamentables” en los ciclones.

 

Afuera nos espera un camión. En el camión hay decenas de personas evacuadas. Mi mamita recoge algunas cosas, echa la Santa Bárbara en una jaba y apaga la vela. Yo me llevo el libro que estoy leyendo.

 

Salimos del tanque. Mi mamita me tira una colcha por encima, para protegerme de la lluvia y del frío. Ella va llorando con toda su depresión.

 

Los hombres de capas amarillas y cascos negros nos ayudan a subir al camión. El camión arranca. Vamos hacia el refugio.

 

El refugio es mi escuela. Para ser clara, exacta y puntual; a mi escuela la han tomado como refugio. En las aulas han armado literas. La dirección es el Puesto de Mando. Los hombres de capas amarillas corren por los pasillos tropezando con las enfermeras. Los hombres cargan mazos de leña para la cocina y sin querer rayan los murales que ya están bastante deteriorados. Pero el tiempo de ciclón no es el mejor tiempo para preocuparse por viejos murales. En la cocina preparan sopa. El tiempo de ciclón es tiempo de sopa.

 

Mi mamita y yo compartimos una litera en un aula de cuarto grado.

 

Dos señoras con brazaletes de la Cruz Roja llegan con una paila de sopa en un carrito. Cada evacuado saca un cacharrito y las señoras van sirviendo la sopa. La sopa tiene fideos, pero es blancuza. Si a mi abuela Mercedes, la santa, le dan una sopa así en el refugio donde esté seguro que protesta.

 

La sopa está caliente y poco espesa. Yo la huelo y bebo. Mi mamita también.

 

Mi mamita está muy nerviosa. No quiere dormir y se pasa la noche dando paseítos por toda el aula dormitorio y tomándose sus pastillas para el estado de ansiedad que es como dice Guillermo el siquiatra que se llaman sus alteraciones. Por suerte no le ha dado por protestar. Cuando mi mamita se altera protesta por todo. Cuando mi mamita no está deprimida está alterada y protestando. Yo la prefiero deprimida.

 

Mi mamita camina haciendo círculos a favor de las manecillas del reloj en el medio del aula dormitorio. Es nuestra costumbre. Yo tampoco me adapto a estar viviendo en una habitación de ángulos rectos.

Está amaneciendo y la convenzo de que debe acostarse y dormir un poco. Ella está muy cansada. Debe haber caminado muchos kilómetros en toda la noche. Le digo que duerma, que todo va a pasar pronto, que el ciclón no nos hará daño y dentro de unas horas estaremos de regreso en nuestro tanque.

 

Mi mamita se duerme y no siente cuando arrecian los vientos. Sopla muy fuerte y adentro del refugio sentimos como se parten los árboles y se derrumban las casas que están apuntaladas. Yo pienso en el techo de la casa de mi abuela Mercedes, la santa. ¿Qué será de mi abuela, mis tíos y mis tías si se quedan sin techo? ¿Dónde se meterán? No todo el mundo tiene la suerte de encontrarse en su camino un tanque de hormigón para vivir.

 

Mi mamita duerme abrazada a nuestra Santa Bárbara. Los demás refugiados se preguntan unos a los otros qué será de sus casas y sacan cuentas del dinero que tendrán que gastar para repararlas. Otros piensan que el Gobierno les dará una casa nueva.

 

Yo saco el libro que traje y me pongo a leer. Han quitado la corriente, pero hay un poquito de luz que entra por los cristales.

 

El libro se llama “Una casa con jardín”, y es un libro para niños. Aquí debo ser clara, sincera y autocrítica, porque he confesado que ya no leo literatura para niños. Y es cierto, el precio de los libros infantiles y los temas que tratan estos, son incompatibles con mi economía y con mis gustos, respectivamente. Pero resulta que este no lo tuve que comprar porque lo trajeron hace poco a la Biblioteca Escolar. Y para seguir siendo clara, sincera y autocrítica les confesaré que me llamó la atención por el título. Es que me gustan las casas con jardín.

 

Y me lo estoy leyendo. Y me está gustando.

 

Es la historia de un niño, su casa y su mejor amigo. El mejor amigo del niño es un fantasma. Resulta que la casa en que vive este niño está construida encima de lo que fue, muchos años antes, un cementerio. Y este fantasma es un soldado español que vino a este país a luchar contra los rebeldes y murió en combate y lo enterraron en ese mismo cementerio.

 

La casa del niño aquel es una simple casa encima de un viejo cementerio, pero su familia es feliz porque tienen un jardín. Una casa como esa era la que tenía aquel soldado en España, antes de venir a la guerra y perder la vida. La historia del fantasma y la de la familia del niño se parecen mucho, por eso ellos se identifican y se hacen tan buenos amigos.

 

Si cuando uno lee un libro este no le deja un pensamiento o un sentimiento nuevo, entonces ha leído por gusto. A veces pasa que uno ya tenía ese sentimiento o ese pensamiento, pero le hacía falta leer un libro para descubrirlo o para reafirmarlo.

 

A mí siempre me han gustado las casas con jardín, pero a medida que voy leyendo este libro me he dado cuenta de que un jardín es lo más importante para una casa. Aunque sea un jardín metafórico.

 

Hay libros que una no quisiera que se acabaran nunca. Eso me pasa ahora con este. Por eso voy leyendo despacio y vuelvo atrás y releo cada párrafo. Y siempre le encuentro cosas nuevas. Leo sin apuro pues tengo todo un ciclón por delante para terminar este libro.

 

Ya pasó el ciclón. Mi mamita no sintió nada. Había tomado tantas pastillas y estaba tan cansada de caminar en círculo dentro del aula dormitorio que pasó todo el día y casi toda la noche durmiendo. Yo llegué al capítulo final de mi libro, entonces volví al capítulo primero, lo hice por un par de razones muy claras, justas y comprensibles: quería seguir leyendo y tengo miedo por el fantasma. Es que me imagino, por la dramaturgia de la historia, que el fantasma va a morir y siento pena por él y por el niño que es su amigo. Por el fantasma siento una pena doble, pues debe ser muy  triste volver a morirse después que ya uno se ha muerto una vez.

 

Ya pasó el ciclón y debemos volver a casa. Mi mamita ha preparado nuestro bulto y salimos a la calle.

 

Ya no llueve. Regresamos a nuestra casa caminando. Hay muchos destrozos: árboles caídos en los parques, casas destruidas, puentes rotos... Ahora los hombres con capas amarillas y cascos negros están limpiando las calles, llenando camiones de escombro y talando los árboles caídos. Hay muchos destrozos, pero las calles parecen más limpias.

 

En las calles nos encontramos con mucha gente lamentándose de sus desgracias. Otros se notan felices de que sus casas aguantaron. Un carro con una bocina grande pasa anunciando que no hubo ni una sola “pérdida lamentable”. La voz que sale por la bocina también felicita a la población por haber colaborado en esta batalla contra el ciclón.

 

Llegamos a nuestra casa. El tanque está vertical, como lo dejamos, pero el viento entró por los huecos de las ventanas y de la puerta y se llevó las cortinas. Mi mamita se pone las manos en la cabeza y grita: “¡Dios mío, cómo ha quedado mi casa! ¡Ay, Santa Bárbara bendita, ayúdame!” Entonces comienza a llorar.

 

El viento arrancó de cuajo todas las matas del jardín que teníamos alrededor del tanque. Había matas de croto y de marpacífico, también una de jazmín y una de galán de noche. Había hierba bruja y diez del día. Ahora nuestra casa es nuevamente un tanque de hormigón con tres huecos: una puerta y dos ventanas, idéntico al día en que vinimos a vivir en él mi mamita y yo. Con la diferencia que hasta aquel día ese había sido un tanque abandonado y ahora es nuestro hogar. El lugar donde mi mamita y yo hemos vivido durante tres años al calor de una vela. Donde hemos respirado el olor del galán de noche, mirando las estrellas en las noches despejadas de verano cuando descorríamos las cortinas.

 

Ha sido sólo un ciclón, un ciclón irresponsable como dice la voz que sale del carro con bocinas que ahora pasa frente a nuestra casa anunciando que se inicia la etapa de recuperación de los daños.

 

Yo recojo unos gajos de la mata de jazmín que he encontrado entre el fango. Más adelante encuentro unos cogollos de croto. Los pongo junto a mi mamita y le digo que hay que levantarse, que esta es nuestra casa, la única que tenemos y que esta noche debemos dormir en ella. Que tenemos todo el día para componerla un poco, y que mañana será otro día.

 

Ella me abraza fuerte y me da un beso y me dice otra vez más que yo soy su esperanza, su consuelo, su paño de lágrimas y su razón de existir.

 

“¿Por dónde comenzamos?”. Le pregunto.

 

Y ella, como si estuviera muy dentro de mí, pensando lo mismo que yo, teniendo mis propios deseos y sueños, se seca el par de lagrimones que le corren por la cara y me dice con la misma decisión, fuerza y heroísmo que tuvo el día en que me parió:

 

“Por el jardín, claro”.

 »Lea un fragmento de Polvo en el viento


De viva voz

 Definitivamente prefiero la novela. La novela negra. ¿Será un lugar común decir que la prefiero porque es el género de nuestra época?

 

La novela negra es un fenómeno latente sobre todo en países como México, Argentina, Colombia y Cuba.

Es una visión nueva del continente, marcada sobre todo por el desplazamiento de la temática rural a la urbana. Asuntos como la corrupción, la droga y la prostitución conforman un telón de fondo agresivo y vertiginoso para la narrativa negra latinoamericana; a partir de nombres como Eduardo Mendoza, Santiago Gamboa, Jorge Franco, Juan Hernández Luna y Raúl Argemí, entre otros. En Cuba cabe destacar a Leonardo Padura y Amir Valle.

De igual manera pienso que una diferencia esencial radica en la asunción de un lenguaje localista para cada caso, en medio de la voz propia que como fenómeno es imposible negarles.

 

No creo que yo sea un escritor de éxito. Dudo serlo de alguna manera algún día. Temo serlo. Me refiero a ese éxito que convierte al escritor en vedette.

Pero si el éxito es que un puñado de buenos lectores se ocupe de mi obra y que personas como Paco Taibo II me tengan en cuenta para Semana Negra o que algún jurado decente valore positivamente mi obra, pues sea.

 

(De una entrevista para Nora Cursack, en LiteraturaCubana.com, 2005).

 

 

Mi primer relato de tono policial fue De dos pingüe, que ganó un concurso nacional de narrativa en 1996 y que ahora está próximo a salir publicado por Ediciones Capiro. Después he conseguido hilvanar una obra que se ciñe a los preceptos de la novela negra: cinco novelas –tres de ellas publicadas hasta el momento– y un manojo de cuentos que algún día tendrán que publicarse como un libro.

 

Pero también me ocupan otras zonas de la literatura. Hoy trabajamos en la edición de un libro de ensayos sobre la novela policial cubana que saldrá en breve por la Editorial Reina del Mar, de Cienfuegos. Además le dedico un buen tiempo a la investigación y junto a Rebeca trabajo con la figura y la obra de ese grande de las letras cubanas del pasado siglo: Enrique Labrador Ruiz.

 

También hay una zona de mi narrativa que no es policial: Una novela erótica que espero pronto esté publicada y otros cuentos que andan por ahí. Y otras –muchas– ideas.

 

Todo el trabajo del escritor debe estar puesto en función de la escritura. Lo demás puede venir o no. Más tarde o más temprano. Con mejor o peor suerte.

 

Yo creo que he tenido suerte con los premios. Y digo suerte porque estos me han llegado en momentos oportunos para formarme una carrera. Diez años no es mucho en la carrera de un escritor. Este mes hace diez años que publiqué mi primer libro. Cuando miro hacia atrás no tengo más remedio que sentirme satisfecho.

 

En estos momentos celebro los diez años de El último aliento junto con la noticia de que mi novela Polvo en el viento fue ganadora del premio de la editorial puertorriqueña Plaza Mayor. Un premio que se convoca para todos los novelistas cubanos de la isla y la diáspora.

 

(De una entrevista con Alexis Bosch en la revista Umbral, 2005).

 

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