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Nació en Cuba en 1967 y es Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Reconocido por su ya amplia trayectoria literaria, ha sido distinguido con importantes premios en Cuba, Colombia, España y República Dominicana. Actualmente se encuentra en Alemania, por un período de tres años, como parte del programa “Writers in exile”, del PEN Club Internacional.

Plaza Mayor ha publicado su novela Las puertas de la noche, así como la antología Caminos de Eva. Voces desde la isla, que recoge cuentos cubanos contemporáneos escritos por mujeres en Cuba.

Su hoja biográfica puede ser apreciada en el sitio Web personal del autor, que recoge además su extenso currículum, sus libros, ensayos, entrevistas, una galería visual, noticias del autor y sus actividades, así como anécdotas y una sensible introducción que da fe de sus convicciones.

El sitio Web de Amir Valle puede ser visitado en la siguiente dirección:  www.amirvalle.com

 

Comentarios a su obra

La novela es excelente […] Mucho temía que, al escribir sobre un tema que te toca tan de cerca, tu novela fuera un ensayo político disfrazado de ficción. Afortunadamente, no es nada de eso. La historia interesa por sí misma y de ella transpira, como en las mejores novelas comprometidas, una visión crítica que es ética y cultural antes que política. Se lee con interés, expectativa y, por momentos, con un humor que descarga la insoportable y opresiva tensión”.

(Mario Vargas Llosa, sobre Las palabras y los muertos).

Las palabras y los muertos es y no es una novela histórica, se la lee de un tirón.  Viene a sumarse a los grandes relatos con los que los hispanoamericanos hemos demostrado una particular maestría en referir la vida y milagros de los déspotas, dictadores y tiranos que nos han gobernado, especialmente los de ‘tierra caliente’.  Ahí están, inolvidables: El Señor Presidente (Asturias), El Tirano Banderas (Valle-Inclán), Yo el supremo (Roa Bastos) y La fiesta del chivo (Vargas Llosa).  Teniéndole como protagonista a un personaje inclasificable, El pueblo soy Yo de P. J. Vera, podría sumarse a las Mencionadas”.

(Rodrigo Fierro Benítez, sobre Las palabras y los muertos).

 

“La metáfora a la que alude el título de esta obra, las sombras, la constituye el conjunto de los testimonios reales recogidos entre supervivientes que han intentado atravesar el mar hacia Estados Unidos desde la isla de Cuba. Se podría definir la escritura de Amir Valle […] de literatura humanista.
 

“Jopseph Conrad afirmaba que, sobre todo, escribía para que la gente viera. Esta novela es para que la gente vea. Dice Amir Valle que su obra no se hubiera podido escribir si los verdaderos protagonistas no hubieran permitido con su ayuda todo el aporte de información. Es un homenaje, en definitiva, a todos los que han cruzado o intentado cruzar hacia Estados Unidos.

“Escrita con emoción, la novela conmociona y entristece, pese a que, sin embargo, la escritura es sobria, en absoluto lacrimógena. Cuando uno escribe acerca de algo tan cercano, sobre un país al que se quiere tanto, tiene que mantener la distancia, no parece haber otra forma viable para que el drama no acabe distorsionando el control de las circunstancias sentimentales que envuelven la labor del autor”.

(Marta Farreras, sobre Santuario de sombras).



 

“Con un estilo crudo y contundente, sin concesiones, Valle rompe con el decoro literario tradicional, sobre todo en lo concerniente al sexo y a la escabrosidad: "Desnuda, con sus grandes glúteos y su sexo de vellos negrísimos, abierto, aún con signos de la humedad del coito [,] encima del muchacho que aún tiene los ojos abiertos, pero ya con el vacío de la muerte en la retina." No es novedoso, pero sí atrevido este compromiso estilístico con la realidad, que también se refleja en la propia narración, escrita desde la marginalidad, desde el lado opuesto al oficial. Así, Valle y otros autores han dado un giro al género en su país, que comenzó siendo escrito casi al dictado del régimen. Se percibe el pulso que el autor tiene con la censura, cómo critica sin criticar, por ejemplo, a la propia policía en la figura de Alain, el protagonista: cómo, en el clímax de la novela, Alain se deja llevar por sus pasiones y sed de venganza y quebranta la ley; con ello podemos deducir que no puede esperarse mucho de unos policías que, pretendiendo luchar contra asesinos y rufianes de la peor calaña, acaban comportándose como ellos”.

(Irene Renau Araque, sobre Si Cristo te desnuda).



 

A medida que nos adentremos en las páginas de Jineteras, que así se titula el ensayo de Amir Valle, iremos comprobando hasta qué punto este fenómeno de prostitución callejera, conocido en medio mundo como gancho de turismo sexual, encubre un alucinante universo de perversiones y servidumbres, de transgresión, salvajismo y dolor.

De forma paralela a este pornográfico submundo, Amir Valle ha reconstruido históricamente el origen y desarrollo de la prostitución en ‘la isla de las delicias’. Desde las indígenas con las que el primer gobernador caribeño, Diego Velázquez, gustaba holgar en la cabaña que hizo construir junto a su palacio de Santiago de Cuba, a las esclavas africanas, españolas -alcahuetas o meretrices que huían de la Inquisición- y criollas, consideradas las mujeres más bellas de América. Cuba sería su burdel. Ya las crónicas del XVII hablaban de "cuartones infectos" en La Habana, con más de un millar de mujeres consagradas al desorden espiritual de marineros, bucaneros y soldados, sin olvidar a lujuriosos representantes del clero”.

(Juan Bolea, sobre Jineteras).



 

Su narrativa es descarnada, dura, seca. Sus personajes, policías corruptos, prostitutas de alcurnia, proxenetas cultos formados por la propia sociedad y deformados por las miserias de esa misma sociedad, o esa gente común que habita en la marginalidad de los barrios pobres de una ciudad convulsa y compleja, son extraídos de la cotidiana realidad social del cubano de hoy y convierten la escena de las novelas de este autor en un grito inconforme, en una mirada existencialista del tiempo que la vida le ha impuesto y en una terrible carrera del ser humano en contra del fatalismo político y económico y en busca de la consecución de sus sueños mediante el amor, la ternura, el odio, la rabia y la frustración; ingredientes que aparecen en todo el mundo novelesco de Amir Valle, creando en ese mundo una especie de "respiración artificial" que nutre la vida agónica de todos los seres que lo habitan.

Esta sensación de "respiración artificial" se mezcla con el polvo seco de una ciudad que se derrumba, en tanto se asiste al derrumbe de muchas ilusiones (entre las cuales, las ideológicas no dejan de tener un primordial y visible espacio); se unifica en ese aspirar y ese expirar de esas sombras personificadas en su novela Las puertas de la noche : individualidades que contorsionan bajo el estallido de una violencia a la cual se han plegado y de la cual reciben otra porción de oxígeno y alimento; y que se multiplican, espectrales y vacías como sábanas de fantasmas, en esas miserias con carne humana y nombre de personas que pululan como ratas de albañal en Si Cristo te desnuda , bajo la espada de Damocles de sus propios miedos, su homosexualidad reprimida y bajo la mirada inquisidora de una ciudad intolerante que los juzga desde una intolerancia disimulada con visos de pluralidad ética”.

(Arturo Daniel Asunción, sobre Las puertas de la noche y Si Cristo te desnuda).



 

Amir Valle […] me atrevo a asegurar es el único escritor en toda Cuba (e incluso cubano fuera de ella) que ha logrado colocar en el mercado tres antologías con cuentos de escritoras cubanas, con el mérito de que la mayoría no es conocida, no residen en La Habana, y escriben con la misma calidad que otras muy conocidas y renombradas. Cuando se publicó El ojo de la noche (Editorial Letras Cubanas, 1999), todos los ojos se fijaron en muchos nombres aparecidos allí que, casualmente, hoy son protagónicos en el discurso narrativo escrito por mujeres en la isla. Cuando apareció Té con limón (Editorial Oriente, 2002) otra vez los nuevos nombres comenzaron a llamar la atención y, de nuevo casualmente, al menos tres de los más nuevos nombres ya hoy, apenas un año después, tienen premios nacionales de importancia.

En Caminos de Eva: voces desde la isla (Editorial Plaza Mayor, 2002), Amir Valle supera las expectativas cuando incluye los clásicos nombres, los clásicos cuentos y nuevos nombres con nuevos cuentos. Pero va más allá, porque se ha dicho que este es la primera parte de un proyecto mayor […] donde Amir Valle reúne a un importante grupo de narradoras cubanas residentes en otros sitios del mundo […] pasando por Sudáfrica, hasta la cercana Miami”.

(Hugo P. Concepción, sobre Caminos de Eva: voces desde la isla).



 

La obra de Amir Valle en la novela negra se caracteriza por su limpieza de estilo y por su compromiso ético con la realidad interna de la obra. Realidad que debe ser –y es en las novelas de Amir– verosímil e irrefutable. Realidad interna que es una prolongación de la realidad cubana actual.

Amir es un autor que ha asumido el género sin prejuicios, y con espíritu renovador.

Los ambientes de las novelas negras de Amir Valle son palpables. Sus personajes tangibles. Las historias que cuenta, creíbles, a pesar de parecerles lo contrario en el primer momento a aquellos que se han fundado, por cualquier razón o por cualquier vía, una idea edulcorada de la realidad cubana. A pesar de que no sean admisibles para aquellos que, aún conociendo esa realidad, meten la cabeza en la tierra como el avestruz para no ver su existencia.

Un estilo, fundado en su oficio de periodista, que le proporciona la palabra precisa para nombrar las cosas. También la sagacidad y el ímpetu que sólo tiene un auténtico periodista (o un detective privado) para indagar la realidad, para buscar los testimonios más crudos y reveladores de la vida de los habitantes de ese barrio, Centro Habana, cronotopo de sus novelas negras, e investigar las viejas historias que circundan esos hechos actuales. Esas viejas historias que son la semilla de la realidad presente.

Y para contar esas historias con el lenguaje que corresponde”.

(Lorenzo Lunar Cardedo, sobre la novela negra de Amir Valle).



 

Brevísimas demencias es un libro sistemático, atrevido, y su autor se preocupa por no dejar nada fuera. Y por si las incitaciones fueran pocas, Amir Valle se pregunta si habrá nuevos grupos. No resisto la tentación de responderle inmediatamente: no, no creo que haya nuevos grupos, no al menos con el espíritu de ese entusiasmo casi inocente que los envolvía a inicios de los noventa. La globalización existe, nos ha alcanzado, está entre nosotros. En buena medida empezamos a ser hijos de ella, a entendernos con un mundo atomizado donde el escritor es cada vez más una unidad en sí mismo y donde cada uno de nosotros busca su mercado, su editorial y hasta su agente. Entiéndase que hablo de grupos creados bajo una preocupación cultural situada más allá de lo genérico y su legitimación (más allá de lo femenino, por ejemplo), o más allá de los roles que vinculan género y sexo en la escritura (la mirada homoerótica desde la perspectiva lésbica o la perspectiva gay, digamos)”.

(Alberto Garrandés, sobre Brevísimas demencias).


 

Para leer


 

Los oscuros silencios

(Fragmento de una novela inédita)

UNO


 

Dicen que al general Arnaldo Ochoa le reventaron la cabeza de un disparo. Dicen que él mismo pidió que todo el pelotón apuntara a la cabeza, o al corazón. Y cuentan que no quiso ser encapuchado para poder dirigir, mirándolos a los ojos, a los pobres diablos que lo iban a fusilar.

Reinaldo Hernández Soto no pudo dormir desde que le hicieron esa historia. Vagaba por Sancti Spiritus como un fantasma balbuceante, y creyó sentir que arrastraba las cadenas de ese otro fantasma que ya era el general Ochoa.

— Es un crimen – le dijo una tarde a Jorge Luis Arzola –. Fidel Castro ha cometido un crimen.

Arzola había escrito un cuento donde el miedo se posaba en la vida de un pobre hombre. Un custodio de una granja de pavos que una tarde de guardia descubre un hueso de pavo, sucio, reseco, y comienza a temer que alguien piense que ha sido él quien se ha comido al animal.

— ¿Cómo tú crees que nos han sembrado el miedo? – le dijo a Soto.

Estaban en un banco del parque, aprovechando la sombra endeble que lanzaba un raquítico árbol sobre ellos. La gente pasaba como zombies, las miradas como de zombies, los pasos agitados. Sudorosos. Hacía un calor de los mil demonios y ellos sentían que vivían en un inmenso horno. También sudaban.

Eso me contó Arzola varios años después. Había tenido que salir al exilio y todavía se preguntaba cómo no se resistieron a la inoculación cotidiana del miedo.

— Somos un pueblo de pendejos – me dijo.

Seguía flaco. En Colonia, por esos días, la nieve ensuciaba las calles, convertida en esa mezcla sucia, indefinida, de agua y barro, que conservaba sólo su belleza en los tejados y en las ramas esqueléticas de los árboles.

— A veces me pregunto dónde quedó aquel valor que lanzaba a los cubanos a las calles, a enfrentarse a la policía de Machado y Batista – volvió a decirme, y dio una fuerte chupada a su último cigarro. Había fumado cinco desde que empezamos a conversar.

— ¿Y qué ha sido de la vida de Soto? – quise saber.

— Cruzó el charco – dijo.

¿Cuántas veces he tenido que escuchar esa frase? Pierdo la cuenta. Arzola y yo éramos de una generación de muchachos que soñamos, a mediados de los 80, ser grandes escritores. En uno de aquellos primeros encuentros, en la Fundación Alejo Carpentier, allí mismo donde el más grande de los novelistas cubanos escribió buena parte de su obra, nos reunimos 46 jóvenes escritores. Diez años después quedábamos la mitad.

— Hoy solo quedan nueve de aquellos cuarenta y seis – le dije poco antes.

— ¿Cruzaron el charco? – me había dicho.

Asentí. Y por eso cuando volvió a soltar “cruzó el charco”, pero entonces referido a Reinaldo Hernández Soto, sentí eso que los malos escritores llaman un “encogimiento del pecho”, real, duro, un estrujón casi siniestro: mi cuenta de los colegas de generación que se habían ido de Cuba era un error absoluto. Había cometido un pecado de narrador: no incluía a los poetas. Y eso me hizo recordar una conversación en Monterrey con el gran José Emilio Pacheco: “el Octavio”, dijo, y se refería a Octavio Paz, “tenía un entretenimiento curioso en relación con Cuba”. Según Pacheco, en sus últimos años, Octavio Paz llevaba una listica donde anotaba todos los nombres, conocidos por él o desconocidos, de los escritores cubanos que abandonaban la isla y eran reflejados de algún modo por la prensa que caía en sus manos. Pasaba de 300 su listado. Y bien se sabe que la prensa no lo publica todo.

— ¿Dónde está Soto ahora? – insistí con Arzola. Alguna vez había oído que nuestro amigo había vivido en España.

— En Estados Unidos – fue la respuesta.

— ¿Y es cierto que estuvo varios años presos? – quise saber.

— Ese es otro mal de los cubanos, ¿ves? – me dijo Arzola –. Pueden hacer talco al vecino y nadie se entera. Y si alguien te cuenta que lo hicieron talco, entonces lo dudas porque en nuestro paisito, se supone, a nadie lo hagan talco.

A Reinaldo Hernández Soto lo llevaron a la cárcel por atreverse a escribirle una carta a Fidel Castro oponiéndose al fusilamiento del general Ochoa.

— Como te podrás imaginar – y esta vez Arzola se dio un trago de la cerveza que habíamos pedido en aquel barcito de Colonia donde estábamos sentados —, en ningún papel apareció que esa fue la verdadera causa de que lo mandaras tras las rejas.

— ¿De qué le acusaron? – pregunté, aunque sabía la respuesta.

— Era un apátrida vendido y pagado por el imperio, ¿qué crees? – dijo, hizo una pausa para darse otro trago corto y me miró a los ojos –, ¡ah!, y por homosexual.

— Me imagino que nadie dijo nada...

— ¿A quién te refieres? – quiso saber Arzola.

— A los intelectuales, a los amigos escritores de Soto...

Lo vi sonreír. Con esa sonrisa suya que le afina el rostro y que es la causa del apodo que se ganó entre nosotros: “Almiquí”, un roedor prehistórico que sólo existe en las montañas de Cuba. Había burla en sus ojos.

— Los intelectuales hemos sido unos pendejos, compadre – dijo, pasando de la sonrisa a una seriedad que reflejaba ira –. No me recuerdes ese bochorno.

— Es un crimen – le había dicho una tarde el poeta Reinaldo Hernández Soto a Jorge Luis Arzola —. Fidel Castro ha cometido un crimen.

No sabía que, si no quería ser uno más de esos cientos de escritores cuyas vidas ensombrecidas por la represión Octavio Paz anotaba en su curioso listado, debía desprenderse de esas cadenas del fantasma del general Arnaldo Ochoa que anduvo arrastrando, como si fueran propias, por todas las mugrientas y grises calles de Sancti Spíritus.


 

Si mi padre me viera en estos momentos, lo sé, reventaría de orgullo: su niñita soñada sentada en uno de los buróes más importantes, para oficiales de mayor confianza, en todo el edificio del Departamento de Seguridad del Estado de la República de Cuba. Así de flamante se oirían sus palabras. Si las pudiera decir, claro, que no es el caso.

Si pudiera salir de esa urna pequeña que veo en cada uno de mis viajes a Santa Clara, donde sus restos reposan junto a los de su querido amigo y jefe, el Ché, su vozarrón de guerrillero fuerte, según me cuenta mi madre, diría: “vaya, princesilla, qué lindo es ver que sigues los caminos de tu padre”, ya lo digo: orgulloso, con el pecho cargado de una alegría seguro indescriptible.

Pero la realidad es más dura: mi padre murió con el Ché en Bolivia, nunca lo conocí, pero doy gracias que mi madre lo conociera meses antes de partir hacia esas tierras donde encontró la muerte, y doy gracias que dejara a un lado su pacatería de muchacha criada en una familia católica, apostólica y romana y decidiera, por amor, pecar con ese hombre de quien sólo he visto algunas fotos en manos de mi madre, su imagen verde olivo en varios periódicos de la época y esos huesos blanquecinos que nos enseñaron cuando trajeron sus restos desde Bolivia.

Si quiero ser honesta conmigo misma, debo decir que este ascenso, aunque me llena de orgullo, no ha sido totalmente de mi agrado. Siento la diferencia. A veces, cuando una se acostumbra a un método de vida compartido, fraternal, donde pocas cosas son verdaderamente íntimas, puede suceder que estos cambios te viren la vida al revés.

Tuve deseos de decirlo con esas mismas palabras a Ismael, pero no pude. En algún recoveco de mi cabeza algo tintineaba diciéndome que decir eso sería una especie de traición, un gesto propio de alguien egoísta, malagradecido, sin neuronas suficientes como para valorar que su ascenso respondía a una simple verdad: el alto mando del Ministerio del Interior había tenido pruebas suficientes de que eras una persona absolutamente confiable y que reunías toda la capacidad y la inteligencia para encargarte de los archivos secretos de la Seguridad del Estado. Y mal agradecida jamás he sido. Por eso callé cuando Ismael dijo:

— Marcia – y coló un silencio breve entre sus palabras –... no quiero perderte como amiga, no te vayas a endiosar como han hecho otros cuando les dan un cargo.

Era triste oírlo, es cierto. Porque detrás de la honestidad de sus ojos, detrás de aquella cara que casi era como mirarme en un espejo luego de varios años desde que nos graduamos juntos en la especialidad de Inteligencia Militar en la Academia, detrás de ese brazo que me pasó sobre los hombros, había un mensaje que no dejé pasar: “yo siempre estaré a tu lado, no lo olvides”. Y fue importante, aunque también fuera triste, porque desde que la jefatura había comunicado oficialmente mi ascenso, ya mis amigos de antes, excepto Ismael, no siguieron siendo los mismos.

Todos habían dicho, alguna vez: “tú eres de las que no se destiñen, Marcia”, en aquellos tiempos primeros en que fuimos “el grupo”, y tratábamos de seguir siéndolo aprovechando cada minuto libre para ir hasta la oficina de algún compañero en aquel mismo edificio, o cada misión fuera del trabajo para pasar a dar un abrazo a los que habían sido designados en otras dependencias.

Y eso era cierto: yo seguía siendo la misma, pero ellos ¿lo eran? ¿Por qué extraña razón fueron ellos quienes aparecían ante mí con una máscara, como si temieran al contagio o como si en mi nueva oficina hubiera una especie desconocida de Ántrax o quién sabe qué cosa letal, justo al día siguiente de que el Ministro anunciara en aquella Asamblea: “la primer teniente Marcia Campos ha sido ascendida? ¿O es que me confundí y sus palabras fueron: “la primer teniente Marcia Campos ha adquirido el SIDA”?

— Es una regla de este juego, no lo olvides – me dijo Ismael una tarde, semanas después–. Lo que sucede es que uno intenta no pensar en ello. Pero en este oficio hay algo que no podemos desconocer, Marcia, ¿te acuerdas del profesor Méndez?

¿Cómo olvidarlo? Una de las grandes experiencias vividas por nosotros en la Academia había sido conocer a ese viejo, graduado como Especialista de contrainteligencia militar en una escuela norteamericana en tiempos del dictador Fulgencio Batista, luego asesor en esa materia del alto mando del ejército batistiano, para terminar siendo uno de los puentes de comunicación entre la Stasi alemana, la KGB rusa y la Seguridad Cubana. Todo un ídolo.

— ¿Recuerdas su teoría de la invisibilidad de un oficial? –insistió Ismael.

No tenía nada que ver con la invisibilidad necesaria que debe caracterizar la acción de un agente encubierto. Se refería a algo muy particular en la carrera de esos muchos especialistas que jamás cubrirían una misión como agente secreto pero que tenían otros niveles de responsabilidad tan vitales como ése: el momento en que un oficial de contrainteligencia se hacía invisible para el resto de sus compañeros, o lo que es lo mismo, ese momento en que era conveniente, para el supremo objetivo de salvar al país, no hablar demasiado con ese oficial, no preguntarle ni siquiera las cosas de la vida cotidiana detrás de la cual se podía escapar un dato secreto... en una palabra, no verlo.

— Un oficial se hace invisible – recité de memoria la teoría del profesor Méndez – cuando, por su talento natural, logra resolver el dilema eterno de nuestra profesión: saber demasiado y entrenar la mente para que actúe como si nada supiera, y cuando, como parte de nuestra natural ascendencia en la carrera militar, se adquiere una responsabilidad donde tenemos acceso a información clasificada que nadie posee de tal modo que va a ser imposible que la mente actúe como si no supiera nada.

Lo vi asentir, creo que tristemente, mirándome a los ojos, la cabeza ladeada. Dejó extender una pausa que me pareció larguísima pero que no quise cortar: lo conocía bien y sabía que detrás de aquellas pausas siempre venía un consejo. Y necesitaba el consejo.

— Sin pensarlo siquiera – dijo entonces –, ha llegado el momento en que es conveniente que nadie te vea, Marcia. Piensa que es como si toda la información secreta que hay en esos archivos cae encima de ti. Sólo mirarte es saber demasiado. Y bien sabes que otra de las reglas de este oficio es intentar saber sólo lo imprescindible, saber sólo lo que la mente pueda ocultar si alguna vez se siente presionado. Mirarte es un peligro, muchacha, no lo olvides.


 

Raúl Castro te sonríe, y tú, ¿qué haces? Sonríes, como siempre, porque sabes que ese chino vestido de uniforme que ahora está parado junto a ti en esta valla de gallos te estima y te hace sentir incómodo: ¿cuántas cosas has logrado saber gracias a esa relación con el máximo poder de esta ínsula barataria regida por ese Sancho quijotizado que es Fidel Castro?

— Le voy al pinto – dice Raúl.

— El jabao es más vivo, Raúl, no jodas – le contestas, contento de poder retarlo.

Quedan mirando a los dos guajiros, también vestidos de uniforme, que entran al ruedo de la valla sujetando dos gallos de pelea, con fuerza, entre sus manos.

¿Qué los hizo llegar allí? Bien lo recuerdas. “La vida”, te había dicho Raúl un par de horas antes, “es un eterno juego, mulato. Si no apuestas no ganas”. Y la apuesta era muy simple: si ganaba el gallo jabao, al que ese guajiro grita: “¡Mátalo, Trueno, mátalo!”, alguien perderá la cabeza, acusado por traición al ejército rebelde. Si gana el gallo pinto, aquel que espera, con las plumas erizadas y el pico y las espuelas listas, el momento justo de lanzar el ataque, a ese alguien se le dejará en manos de los cabrones del Ministerio del Interior, para que hagan con él lo que les plazca.

— ¿Y de qué va ese juego? – preguntaste.

— Es una especie de ruleta rusa – contestó Raúl –. Con la diferencia de que el que va a tener la pistola metida en la boca ni se imagina que estamos apostando por su vida. ¿No te animas?

La noche anterior había mandado un mensaje. “El Ministro le manda a decir que mañana, a las diez de la mañana, esté Usted en el Ministerio”, recitó marcialmente, como un robot idiotizado, el soldadito que llegó con el mensaje en un jeep militar. El muchacho te miraba con ojos de admiración y no puedes negar que sentiste, otra vez, ese orgullo de saberte cerca de quienes decidían los destinos de tu país, lo que, visto desde cualquiera de las maneras posibles, significaba que estabas al lado de los locos que habían removido los cimientos de la historia de todo un continente con una Revolución.

A las diez te hicieron pasar a la oficina del Ministro. Allí estaba el muchacho que te diera el recado la noche anterior. De pie, marcial, a un costado de Raúl, que te guiñó un ojo y dejó escapar una seña para que te sentaras en una de las butacas vacías, al lado de un par de oficiales a quienes nunca has visto.

— ¿Has leído a un tal ... – viste a Raúl extender una pausa breve mientras buscaba en un pequeño informe que tenía sobre la mesa – Arenas, Reinaldo Arenas?

— Se habla mucho de él entre los escritores – dijiste, un poco preocupado: estabas allí para confirmar algo que Raúl quería saber y eso te hacía sentir incómodo —. Nos hemos cruzado alguna que otra vez – mentiste, lo veías mucho —, es demasiado escandalosa para mi gusto.

— ¿Escandalosa? – quiso saber Raúl.

— Se puede ser homosexual, Raúl – respondiste, cauto: alguien te había dicho que Raúl tenía “ciertas debilidades” —, pero la mariconería en carroza de tipos como Virgilio Piñera, o como este Reinaldo, me sacan de quicio.

¿Por qué no dijiste que habías leído Celestino antes del alba, la más reciente novela de Reinaldo Arenas, casi como una revelación?, ¿ni que Eduardo Heras León, ese amigo al que casi tuviste que obligar a reescribirte Condenados de Condado, estuvo toda una tarde hablándote maravillas de aquella novela?, ¿o que hasta el gordo maricón de Lezama dice por todas partes que será, sin dudas, un clásico de nuestras letras? ¿Es miedo lo que sientes atarugado en la garganta?

Sí, miedo, porque de pronto descubres por dónde vienen los disparos y te sientes entre dos bandos de poder en pleno choque: días atrás, en una de tus usuales visitas a casa de Tony de la Guardia, él mismo te lo había comentado:

— Hay un revuelo armado en las oficinas de la contrainteligencia – dijo, arrugando el ceño, en un gesto de “allá ellos” —, hay una novelita de un pájaro de esos, escritor como tú, que el tipo sacó del país clandestinamente y ahora la han publicado en Francia.

— ¿No te acuerdas del nombre, Tony? – te interesaste.

— Algo de alucinación... algo así – fue la respuesta de Tony, sin darle mucha importancia al asunto.

¿Qué tenía que ver Raúl Castro en aquel asunto, si esos problemas le correspondían a la gente del Ministerio del Interior? Ya lo sabías: la guerrita entre el Ministerio de las FAR, que dirigía Raúl, el Gran Hermano del Gran Jefe, y el Ministerio del Interior, que operaba con toda libertad y ganaba fuerza y poder día por día. Se lo habías comentado un día a Guillén: “no crea, maestro”, y viste cómo los ojos de aquel viejo mulato, en la cumbre de su magistralidad poética, se abrían, con el susto allá en el fondo, “mi amistad con esa gente es algo difícil. Las guerras entre los militares siempre han sido terribles”. Porque justamente eras amigo de gente con poder en ambos bandos, y por eso siempre te has dicho: “hay que saber nadar entre tiburones”. Y hasta ahora lo has logrado.

— Ese... Arenas – te dijo Raúl – acaba de cagarse en los controles de los engreídos del MININT y ha publicado un libro en Francia.

— ¿Tiene alguna importancia eso? – dijiste, apostando por la máscara de la ingenuidad.

— La publicidad negativa, mulato – respondió Raúl y se viró a uno de los oficiales –. ¿Qué ha dicho la prensa, Lucio?

El hombre buscó en unos papeles que tiene sobre las piernas, un documento casi idéntico al que Raúl ha hojeado momentos antes, y lee, enumerando:

— En todos los periódicos abundan frases como estado policial, represión de las libertades individuales, persecución de los homosexuales, nación donde se encarcela por las ideas y por las prácticas sexuales...

— ¿Sabías que el hombre estuvo preso en La Cabaña? – quiso saber Raúl.

Negaste moviendo la cabeza. No mentías: por un tiempo largo, que ahora sabes fue bastante, tal vez dos años, no se habló ni una palabra de Reinaldo en el mundillo intelectual que frecuentas. Puedes incluso jurar que, si estuvo preso, muy pocos lo sabían. Y quienes lo supieron no dijeron nunca nada. Era lógico: el miedo, expandiéndose entre los intelectuales, tiene la virtud de acallar hasta las murmuraciones íntimas.

— Allí parece que escribió una cosa que se llama El mundo alucinante – explicó Raúl –. Fidel está que muerde de la rabia.

— ¿Y de eso no se tiene que ocupar la gente del Ministerio del Interior? – te atreviste a decir, buscando aclarar más las rutas secretas de aquella intromisión de Raúl.

— En parte sí, y en parte no – comentó el tal Lucio, y se viró de medio lado en la silla, para mirarte de frente, dispuesto a explicar —. Por el delito, efectivamente, les toca a ellos ocuparse del caso.

— ...pero este hombrín fue miembro del ejército rebelde, bajo las órdenes de Eddy Suñol allá en la Sierra y eso nos permite procesarlo por traición.

— ¿Fusilarlo por publicar un libro afuera, Raúl? – soltaste, sabiendo que te estabas propasando –. No crees que es demasiado...

— Si el tribunal lo juzga y se le fusila será por traición, mulato.

El tono de Raúl es concluyente. Nada más que decir. Pero a pesar de todo sentiste que tú estabas allí por alguna razón de más peso. ¿Qué sentido tiene que Raúl te cuente todo aquello si, al final, hará lo que le salga de los cojones?

— Con sinceridad, hombre – y la voz de Raúl es, de pronto, conciliadora, la misma voz de las muchas juergas que han tenido –, ¿te parece un disparate que nos metamos en eso?

Le daba igual, y lo dijo: su asunto era darle un gustazo a su hermano Fidel. Podía hacerse el de la vista gorda con aquel asunto de la militancia de Arenas en el ejército y dejar todo en manos de la gente del Ministerio del Interior. Pero también podía quitarles el caso, precisamente con el pretexto de la necesidad de juzgar a un traidor al ejército rebelde, y que Fidel supiera, una vez más, que allí estaba Raúl para sacarle las castañas del fuego.

— Pero con toda esa publicidad negativa que se le ha hecho al hombre allá afuera – dijiste, convencido de tus argumentos –, si ahora lo fusilas, el revuelo que se va a armar será mayor. Vaya, que les darías la razón a los intelectuales que se están virando contra la Revolución.

— Ni a mí ni a mi hermano nos importa un carajo lo que piensen los intelectuales, mulato – le escuchaste decir, pero no se te escapó cierto temblor, cierta inseguridad en aquellas palabras. Parecía más bien el exabrupto irreflexivo de un militar que se siente retado y responde con su alma de militar.

Fue entonces cuando, luego de varios minutos de silencio, que te resultaron larguísimos, pesados, le oíste decir algo que jamás pasó por tu cabeza.

— Echémoslo a suerte, mulato – fueron sus palabras.

— ¿Y de qué va ese juego? – preguntaste.

— Es una especie de ruleta rusa – contestó Raúl –. Con la diferencia de que el que va a tener la pistola metida en la boca ni se imagina que estemos aquí apostando por su vida. ¿No te animas?

¿Cuánto tiempo ha pasado? Miras al ruedo de la valla y ves al gallo jabao, echado de lado, sangrando del cuello y la pechuga, boqueando y buscando el aire que le va faltando en sus pulmones, luego de la cuchillada magistral del gallo pinto que ese guajiro recoge y besa y le pone a Raúl en las manos, que también lo besa, contento de haber ganado.

— Bueno, mulato – te dice, eufórico, pasándole la mano con suavidad por la cabeza al gallo pinto —, no doy un centavo por el tal Arenas. Ahora está en manos de los perros del Ministerio del Interior. ¿Y quieres saber lo que pienso? Estoy seguro de que hubiera preferido que lo fusiláramos.
 

A viva voz

¿Desde cuándo lleva escribiendo? ¿Qué le empujó a ello?

Mis primeros escritos eran pequeñas historias, narraciones que reflejan una temprana vocación. Mis padres me incentivaron desde que yo era casi un bebé. Lamentablemente, en este mundo nuestro tan moderno, los padres han perdido una costumbre que antes existía en casi todas las familias: leerle o contarle historias a los niños pequeños cuando iban a dormir.

¿Qué es lo que quiere transmitir a sus lectores?

Soy de los escritores que cree firmemente en el compromiso; asumir la escritura sin compromiso ético es, en mi opinión, una irresponsabilidad humana terrible. Al escribir se incide sobre un grupo de personas, pero, además, la literatura es también, preocupación social. La mía habla por mí. Todos mis libros proponen una reflexión sobre los más críticos asuntos de la vida en mi país, primero, y en otras partes del mundo, por extensión.

¿Cuáles son las diferencias entre la novela negra cubana y la europea?

Uno de los detalles que hizo notar mi colega, el escritor Juan Ramón Biedma, en nuestra charla en Donostia, fue que la novela negra europea se ha alimentado mucho de la latinoamericana. La que escribimos los latinoamericanos es muy crítica con nuestras sociedades, es como un cuchillo que abre la piel putrefacta del cuerpo de nuestras naciones y saca a la luz toda la podredumbre, la corrupción moral y social... En algunos casos, intentando llegar a fondo, el escritor pone su vida en peligro porque se mete en zonas prohibidas. La novela negra europea ahora empieza a preocuparse de algunos de estos asuntos.

Su obra se caracteriza por retratar la realidad cubana. ¿Cómo es el proceso de escritura?

Escribo lo que vivo: esos barrios del mismo centro de la capital de mi país donde ocurre la más asqueante de las marginalidades. Escribo de esas personas que me saludan, que compran conmigo comida y ropa en el mercado negro, que apenas tienen para comer diez o doce días al mes, que se prostituyen para sobrevivir... Habito en esos barrios de edificios que se vienen abajo con las lluvias fuertes, en esas calles llenas de ríos de agua albañal.

¿Qué características reúnen sus personajes?

Mis novelas negras se ocupan de casos reales. Un día me dije: «si quieres escribir sin que te acusen por difamación, hazlo sobre la realidad», y me puse a buscar con amigos policías, con delincuentes, toda clase de información. A mis personajes les cambio los nombres, pero cuando estoy escribiendo, estoy viendo a la persona real delante de mí.

¿A qué atribuye el empuje de la novela negra?
La novela negra se ha ido convirtiendo en un inmenso álbum testimonial de la decadencia de la sociedad moderna. La mayoría de estas novelas son incisiones muy profundas y críticas sobre la sociedad. Son verdaderos estudios sociológicos.

(Entrevista con Ianire Renobales, Revista Gara. Donostia, España, 15 de septiembre 2007).

Sabemos que es un voraz lector de poemas, tanto que ha llegado a confesar que lee más poesía que narrativa y que, dicho sea entre paréntesis, también los ha escrito. A decir de algunos críticos la poesía nuestra se mueve entre el corpus-norma y el corpus-desvío. ¿Considera que puede hablarse de una nueva poesía cubana?


No me gusta hablar de poesía porque, usualmente, se suele dar más credibilidad a la opinión cuando uno ha escrito al menos algo digno dentro del género. Sé que mis opiniones sobre la narrativa son altamente valoradas en los predios intelectuales universitarios. Y como no he escrito poesía temo  resultar pedante y malintencionado. Pero ya que me preguntas, y como no suelo esquivar ninguna pregunta, te diré que soy muy reacio a aceptar que exista una nueva poesía cubana. Por lo que he leído, que como dices, creo es bastante, o al menos me permite llegar a tener una idea del asunto, desde la ruptura-salto que se produjo a mediados y finales del 80 en la poesía cubana ha existido una especie de estancamiento que ha provocado una creación mimética, repetitiva, un concepto demasiado estático e impersonal de lo que es la poesía. Tengo cientos de alumnos y colegas en todo el país, y fuera de la isla, y recibo sus libros con bastante frecuencia. A muchos les he insistido en que su poesía se me parece demasiado a lo que escribe fulano, o a lo publicado por perencejo. Y fíjate que no digo que es mala poesía, pues por suerte Cuba es una isla de poetas, y muy buenos, pero el apuro por publicar, las presiones de los concursos y de estar en ciertos corrillos literarios que supuestamente legitiman al escritor, les ha tendido una trampa: unifica lejos de diferenciar, y al menos en el concepto que yo tengo de la poesía, es esencial para un poeta ser distinto, tener su propia voz, tener su poética exclusiva, sea de la tendencia o de la estética que sea.

(Entrevista con Raúl Tápanes López, revista Arique, Cuba-Chile, 12 de noviembre de 2006).

Usted es crítico literario y escritor, ¿cómo maneja esa dualidad de oficios? ¿ha sentido alguna vez conflicto de intereses entre lo que escribe y lo que critica?

Un escritor nunca es simplemente narrador, poeta, ensayista, etc. Soy de los que creen en el antiguo concepto de poeta, en el antiguo credo de que poesía es toda creación humana, cosa que yo simplifico a las letras. Un escritor es ese tipo de poeta; es decir, alguien que, de acuerdo a esas voces internas que dominan su mundo íntimo, va a escribir dentro de los cánones establecidos hoy para un género u otro. Por eso no veo dualidad en lo que hago. Claro, es cierto: mis amigos dicen que escribo mucho, que trabajo más de lo normal, y es cierto. Desde chiquito sentí la necesidad de estar haciendo algo siempre, y cuando descubrí el mundo de las letras, decidí hacerme periodista, hacerme escritor. Eso he hecho hasta hoy: escribir, escribir, escribir. Incluso poesía, que es el único género en el que no he querido publicar nada, aunque tenga escrito suficiente como para armar varios libros.

He intentado creer que puedo hacer ensayo y crítica literaria. Y digo que he intentado pues no poseo las herramientas que tienen, por ejemplo, quienes han estudiado Letras a nivel universitario. Soy un crítico empírico, casi autodidacta, aún cuando mi amistad con escritores como Aida Bahr, Eduardo Heras León, Reynaldo González, y con profesores universitarios y críticos como Salvador Redonet, Margarita Mateo, Diony Durán, por sólo citar algunos, hayan sido verdaderos cursos continuados de cómo enfrentar la crítica literaria.

Comencé tímidamente con un cuaderno de un solo ensayo, donde estudiaba la narrativa en Cienfuegos, ciudad adonde fui a cumplir mi servicio social como periodista. Luego, precisamente cuando descubrimos que algunos escritores de otras generaciones pretendían convertirnos en eternas promesas, decidí (y por suerte, otros de mi promoción también hicieron lo mismo) enfrentarme de lleno al género y publiqué Brevísimas demencias. La narrativa joven cubana de los 90, libro que terminó de convencer a la gente de que yo podía aportar al género. En ese par de años, mientras escribía ese libro que hoy, por suerte, se considera "el mapa histórico y bibliográfico de una generación", publiqué en revistas culturales más de una treintena de ensayos sobre el tema, algunos muy polémicos, y que despertaron furibundos ataques de mucha gente, pero que me hicieron sentir muy bien pues lograba lo que quería: despertar un interés en lo que estaba sucediendo. Los ataques los olvidé, y ya quedaron en el pasado.

(Entrevista en LITERATURACUBANA.COM. Estados Unidos., 5 de abril de 2003).

En este ejercicio literario que ha hecho, se podrían vislumbrar técnicas de taller literario, un espacio didáctico que usted defiende...

He defendido los talleres literarios que se organizaban en la provincia oriental cubana en la que yo vivía, donde los profesores invitaban a Mario Benedetti, Juan Gelman o García Márquez. Nos enseñaron que la literatura era mucho más que un juego. Creo que ya no hay ese tipo de talleres en Cuba. En cualquier caso, dependen de las personas que los impartan.

(Entrevista con Alberto Piquero, El Comercio, Gijón, España, 8 de julio de 2007).

¿Dónde desemboca la literatura negra en Latinoamérica?

Se habla del género que los críticos han llamado neopolicial latinoamericano, en el que no entran las típicas novelas donde se resuelve un crimen o un enigma determinado. Es un tipo de novela que está más relacionado con las situaciones de marginalidad y de injusticia social que está viviendo Latinoamérica. La novela negra transcurre en la marginalidad latinoamericana que no tiene que ver con la europea porque la marginalidad puede darse en todos los niveles de la sociedad. Se trata de un género de denuncia. Así es, la novela negra siempre ha sido una especie de denuncia. Pero ahora no se critica algo que sucede en el margen de la sociedad, sino algo que ocurre en todos los estratos sociales.

Es una de las zonas literarias más debatidas, tanto la intelectualidad como la política han entendido este género como un género polémico, pero esa es su gran virtud, porque ha provocado un movimiento en el pensamiento social, y ha motivado discusión sobre fenómenos que sólo conocían el punto de vista de quienes están en el poder. El escritor se convierte en la voz de quienes no pueden decir lo que piensan, y su denuncia ha sido compartida por el gran público lector.

(Entrevista con Teresa Sala, Noticias de Guipúzcoa, San Sebastián, España, 18 de Julio de 2007).

En los últimos tiempos los escritores cubanos que más venden en España reflejan una situación del país que nada tiene que ver con la revolucionaria ni la que venden las guías turísticas. En resumen, podríamos decir que se denuncia el caos y la corrupción. ¿Crees que ha jugado en ello un papel importante el renacimiento de la que podríamos llamar novela policíaca cubana?


Desgraciadamente las leyes del mercado están muy influenciadas por el morbo humano. Creo que eso sucede en el caso de Cuba, para bien y para mal: para mal, porque ese deseo del resto del mundo de leer sobre las desgracias de los otros hizo que los editores llenaran el mercado de un montón de porquerías de pésima calidad que convirtieron el asunto de la depauperación cubana en otro tópico más de nuestro “exotismo tropical”. Muchas de esas obras fueron escritas por cubanos que decidieron convertir la literatura en un arma contra los gobernantes de mi país y no supieron buscar el toque necesario que convirtiera la denuncia en buena literatura. Por otro lado, es para bien, porque ese deseo de los editores de publicar cosas cubanas hizo que saltaran las barreras que separaban nuestras letras de las letras del resto del mundo y que comenzaran a fijarse en lo mucho de calidad que se escribe por cubanos en Cuba y fuera de Cuba. Pero como defensor del género, sí, creo que el hecho de que Leonardo Padura decidiera romper los esquemas politizados de la novela policial cubana, fue un eslabón esencial para lo que vino después. Creo que la novelística negra de Padura demostró que los cubanos podíamos dar el toque de gracia al concepto ideológico de que escribir sobre los problemas cotidianos del país era algo condenado artísticamente al fracaso.   

(Entrevista con Eduardo García Rojas, La Opinión de Tenerife, Islas Canarias, España, 23 de marzo de 2008).
 

Hemingway decía que los escritores nos alimentamos de la carroña humana. Y yo creo que tiene razón.

Creo firmemente  en la seriedad de la literatura como oficio concientizador.  Y es bien simple: lo que uno escribe y otro lee es el resultado de un pensamiento humano que conducirá siempre a otro pensamiento. Soy de los que creen que el don de pensar, la capacidad de pensar no la tenemos los seres humanos para andarla malgastando en banalidades e intereses mezquinos. Como cristiano, creo que Dios nos dio la inteligencia y la capacidad de pensar para que cumpliéramos SU sueño de convertir al hombre en un ser puro, limpio, digno de habitar la tierra. Y el escritor que hoy se acerque a los traumas, a los enormes problemas humanos y sociales que sufre la humanidad, y lo haga con frivolidad, con superficialidad, buscando ganar gloria, fama y dinero con la miseria que refleja en su obra, ése es un miserable. En esa entrevista y en mi respuesta a la periodista mexicana le decía que el dolor, la frustración, la desesperanza de nuestra especie merece respeto.

Pero no creo que la novela, ni la literatura, ayuda a concientizar gobiernos, ni siquiera en el caso hipotético y fantástico de que se tratase de un grupo de políticos fans a la novela negra que, también, dirigen un país. Al pueblo, al lector, que es parte del pueblo, la novela negra (y la literatura) les mueve resortes en la conciencia, los hace reflexionar sobre ciertos asuntos. Pero no le sucede eso a los gobernantes. Yo tengo la peor opinión de los políticos y de la política, pues creo que es el modo más miserable de jugar con la esperanza humana. Por ejemplo, yo me considero un hombre de izquierda, alguien que cree que es posible un mundo mejor para todos, pero me duele confesar que, hasta hoy, el capitalismo ha demostrado que no le importa ni siquiera pensar en la posibilidad de existencia de ese mundo más justo para todos, y el socialismo, que es quien más lo ha intentado, ha conseguido solamente el sacrificio vano de millones de personas y, lo peor, el paso traidor del hermoso populismo inicial al terrible totalitarismo que es tan inhumano, y a veces más, incluso, que el capitalismo: jamás producirá ese mundo mejor, más justo. 

(Entrevista con Enrico Camerani, AnikaEntreLibros.com, España, Octubre, 2006).
 

¿Qué se propone como escritor para este 2008 que recién se estrena?

Estoy terminando una novela que transcurre en los días del Caso Padilla y en los primeros años de este siglo xxi en La Habana. Se llama Los oscuros silencios y los protagonistas somos todos nosotros: los intelectuales cubanos. Es una novela sobre los miedos que nos mantienen atados. Y para escribir ya me he acostumbrado a todo; por ejemplo, a que mientras yo ande metido en los terribles años 70 de nuestro país, mi hijo venga vestido de Darth Vader a preguntarme por qué la espada láser que le compré no suena como esa que usa el malo en Starwars.

(Entrevista con Armando de Armas, Radiografíamundial.com, Miami, 6 de febrero de 2008).
 

Julio de 2008.

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